Opinión

Creímos haber vencido a estas tres enfermedades, pero aún nos están matando

Podemos volver al asunto esencial de evitar las enfermedades infecciosas eliminando la tuberculosis, la malaria y la poliomelitis de una vez por todas.

OPINION CONNIFF INFECTIOUS DISEASES-0
Imagen: Isabel Seliger/The New York Times

Hubo un tiempo no muy lejano en el que la prevención de las enfermedades epidémicas era una causa que el ciudadano de a pie aceptaba y celebraba. Por ejemplo, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt pidió a los estadounidenses que se unieran a la lucha contra la polio, informó que a la Casa Blanca llegaban cargamentos de “monedas de diez y 25 centavos e incluso billetes de 1 dólar”, “de niños que quieren ayudar a otros niños a curarse”. El movimiento denominado March of Dimes continuó financiando el desarrollo de vacunas contra la polio. Cuando una de ellas, la vacuna Salk, resultó eficaz, en abril de 1955, las campanas de las iglesias repicaron en todo el país.

Del mismo modo, a mediados de la década de 1960, cuando la Organización Mundial de la Salud anunció su ambicioso plan para erradicar la viruela en solo diez años, la gente estuvo a la altura del compromiso. Pequeños equipos que portaban vacunas y una simple lanceta llamada aguja bifurcada pronto se desplazaron por las zonas afectadas del planeta: en camello por el desierto de Sudán, en elefante para vadear ríos en India y por todos los medios de transporte más conocidos. En todas partes, la gente hacía cola para recibir la peculiar marca con hoyuelos de la vacunación contra la viruela, que los liberaba del azote que había estado mutilando y matando a sus familias desde que tenían memoria.

Hasta 150.000 hombres y mujeres a la vez trabajaron en la campaña, y con un caso final de origen natural descubierto en Somalia en octubre de 1977, erradicaron la viruela en estado salvaje. Para los veteranos de la “orden de la aguja bifurcada”, como se hacían llamar, fue el momento de mayor orgullo en sus vidas.

Puede parecer improbable que alguna vez podamos recuperar esa determinación y ese entusiasmo por luchar juntos contra una enfermedad mortal. En lugar de presentar un frente unificado contra la COVID-19, luchamos amargamente y, tres años después, nuestra respuesta común parece ser una falta de voluntad conmocionada para pensar siquiera en las enfermedades epidémicas.

Los políticos se han mostrado especialmente reticentes ante lo que deberían ser medidas de sentido común para proteger la salud pública básica. La Ley Pasteur, por ejemplo, abordaría la crisis de resistencia a los antibióticos que amenaza todo nuestro sistema de atención médica, pero lleva años paralizada en el Congreso. El financiamiento de los programas federales de preparación ante pandemias se reautorizará en septiembre, pero su aprobación está en entredicho.

Si consideramos las catastróficas pérdidas causadas por la pandemia de COVID-19, este tipo de inacción es desconcertante. ¿Son los patógenos emergentes y en evolución un objetivo demasiado escurridizo? ¿Es la rentabilidad política de estas acciones demasiado pequeña? ¿Es el deseo desesperado de superar la pesadilla de la pandemia lo que nos lleva a evitar las difíciles realidades de la prevención?

Creo que la manera de facilitar nuestro regreso como nación a la actividad esencial de prevenir las enfermedades infecciosas es centrándonos en patógenos que ya conocemos a la perfección, y para los que disponemos de nuevas herramientas para reducir o eliminar la enfermedad en todo el mundo. Me refiero en particular a la lucha contra tres enfermedades con un largo historial de mutilaciones, discapacidades y muertes: la tuberculosis, la malaria y la poliomielitis.

La estrella negra de las tres es la tuberculosis. No la hemos visto mucho en el mundo desarrollado desde la llegada de las terapias con antibióticos en la década de 1940, pero a medida que disminuyen las muertes por COVID, la tuberculosis ha vuelto a ocupar su lugar como la enfermedad infecciosa más mortífera, matando a cerca de 1,5 millones de personas al año, sobre todo en países en vías de desarrollo. La posibilidad de reducir de manera drástica esa cifra está a nuestro alcance. El desarrollo de tecnologías de diagnóstico como GeneXpert ha reducido de semanas a horas el tiempo necesario para realizar las pruebas de la tuberculosis, una diferencia crucial porque, en la actualidad, el 40 por ciento de las víctimas de la tuberculosis no reciben diagnóstico ni tratamiento. Este fracaso no solo pone en riesgo a las personas, sino que también propaga la enfermedad a quienes las rodean.

El tratamiento de la tuberculosis con un régimen de antibióticos también se ha simplificado y acortado de dos años a tan solo seis meses para los casos resistentes a los antibióticos. Para los casos normales susceptibles a los fármacos, también es probable que el tiempo de tratamiento se reduzca pronto, de seis meses a cuatro. Un tratamiento más corto es mejor, porque el régimen de múltiples fármacos es complicado y propenso a efectos secundarios, y muchos pacientes lo abandonan. George Orwell lo vivió de la manera más cruda al principio de la era de los antibióticos y lo comparó con hundir el barco para deshacerse de las ratas”. (Su propio barco se hundió solo veinte meses después, cuando murió a los 46 años). También se están preparando nuevas y prometedoras vacunas.

Como ocurre con tantas enfermedades infecciosas, la falta de determinación es el verdadero obstáculo. Estados Unidos y otros países donantes podrían argumentar que ya hacemos más de lo que nos corresponde, aportando miles de millones anuales a la lucha contra la tuberculosis y otras enfermedades infecciosas. Pero los donantes siguen quedándose cortos por más de la mitad del financiamiento que la OMS dice que necesita para terminar con la epidemia de tuberculosis para el año 2030. Hasta que lo consigamos, debemos tener una idea más amplia de lo que podría suponer “nuestra parte”: hasta trece millones de estadounidenses actualmente viven con la infección latente de tuberculosis, de acuerdo con cálculos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés). La realidad de los viajes modernos implican que ninguno de nosotros está protegido de un resurgimiento de la tuberculosis hasta que hayamos protegido a todas las personas en todas partes.

Es la misma historia con la malaria, que solía enfermar y matar incluso a estadounidenses que vivían muy al norte, en los Grandes Lagos, hasta que una iniciativa federal bien financiada nos protegió. Conscientemente o no, dejamos entonces de lado la malaria por considerarla una enfermedad del “Tercer Mundo”. Sin embargo, en junio, por primera vez en dos décadas, aparecieron casos de paludismo autóctono en Texas y Florida, lo que hace temer que vuelva a ser endémico en Estados Unidos.

Esto debería servir para recordar que se calcula que se produjeron 247 millones de casos de malaria en todo el mundo en 2021, y 619,000 personas murieron. La gran mayoría de ellos eran niños menores de 5 años del África subsahariana y Asia meridional. La prevención del paludismo ha tropezado a veces con el rápido desarrollo de la resistencia a los medicamentos y los insecticidas. Pero ahora estamos haciendo grandes progresos con una variedad de nuevas herramientas y una respuesta más coordinada y ágil.

Dieciséis naciones, desde El Salvador hasta China, con iniciativas coordinadas por la Organización Mundial de la Salud, han eliminado la malaria desde el año 2000, y otros diez países aspiran a erradicarla en los próximos dos años. Además, los organismos de salud pública disponen por primera vez de una vacuna contra la malaria, y cerca de 1,7 millones de niños pequeños de tres países africanos —Ghana, Kenia y Malawi— ya han recibido al menos una dosis desde el inicio de un programa piloto en 2019. La vacuna es solo moderadamente eficaz, pero al prevenir alrededor del 40 por ciento de los casos de “Plasmodium falciparum”, la variedad de malaria más mortífera, se espera que salve a decenas de miles de niños cada año. Con el financiamiento adecuado para desarrollar otras herramientas necesarias y llevarlas al terreno, el objetivo de la OMS para esta década es reducir el número anual de muertes por paludismo a menos de 100.000, un paso más hacia la erradicación.

La poliomielitis, por último, ofrece la oportunidad más inmediata de lograr un gran éxito sobre las enfermedades infecciosas. En 1988, cuando los organismos internacionales, los gobiernos nacionales y las organizaciones sin fines de lucro lanzaron una campaña de erradicación, la polio aún era endémica en 125 países y cada año paralizaba, según cálculos, a 350.000 personas, la mayoría niños pequeños. Este año solo ha habido siete
casos de poliovirus salvaje, todo en una pequeña zona montañosa en la frontera entre Pakistán y Afganistán, los dos últimos países donde el virus sigue siendo endémico. Ambos países cooperan ahora para detenerla. Han eliminado el poliovirus salvaje de las principales ciudades y de las regiones dominadas por los talibanes, donde todavía circulaba hace unos años. Los pasos fronterizos entre ambos países exigen ahora la vacunación antipoliomielítica. Y los equipos de vacunación, a menudo liderados por mujeres, viajan de manera rutinaria a pueblos fronterizos remotos y a veces peligrosos para terminar el trabajo.

Este es nuestro momento para deshacernos de la polio para siempre. Si fracasamos, podríamos volver a una época en la que la polio paralizaba a 350.000 personas al año en todo el mundo, algunas de ellas en Estados Unidos. La breve y espeluznante reaparición de la polio en el estado de Nueva York el verano pasado fue un potente recordatorio de esa amenaza. Puede que a los estadounidenses no les interese mucho lo que ocurre fuera de nuestras fronteras. Pero tiene sentido aportar hasta que duela a la lucha contra estas tres enfermedades porque, en última instancia, no hacerlo podría provocar mucho más dolor.

Los políticos motivados por proteger su popularidad y legado también deberían tomar nota. Incluso los estadounidenses que detestan al expresidente George W. Bush lo siguen considerando un héroe por lanzar el Plan de Emergencia del Presidente para el Alivio del SIDA. Frenó la propagación de la enfermedad y ha salvado 25 millones de vidas hasta la fecha.

Pero apelar solo a nuestro egoísmo es un error. Lo que necesitamos es un poderoso sentido de nuestra humanidad compartida en la lucha contra algunos de nuestros asesinos más antiguos, y el valor y la determinación para ganar esta lucha ahora.

Richard Conniff es autor del libro “Ending Epidemics: A History of Escape from Contagion”.

c.2023 The New York Times Company

Más en Opinión

Más en Salud con lupa