El hogar que
nos hace falta

El éxodo causado por la crisis humanitaria afecta seriamente la salud mental de miles de venezolanos que intentan cruzar a salvo las fronteras junto a sus familias.
¿Qué pasa en la mente de un niño forzado a dejar atrás su país y la vida que conoce?

El sueño de Freide

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Freide Delgado tiene el mismo sueño una o dos veces por semana: el río de la trocha crece y crece hasta ahogar a todos. El cuerpo sin vida de su madre pasa a su lado y él, montado en un tronco, logra sujetarla para que la corriente no se la lleve. “No siempre logro salvarla”, dice. Freide, de 12 años, tiene este tipo de pesadillas desde que dejó su casa en el estado Carabobo, a dos horas en auto de Caracas. Se fue con su madre, Jasmira Arteaga, a Cúcuta, una ciudad fronteriza que se ha vuelto un sitio de refugio temporal para los que huyen de la crisis.

Hace más de medio año se establecieron en La Parada, el primer lugar al que llegan los venezolanos al cruzar el puente Internacional Simón Bolívar, o al cruzar las trochas ubicadas debajo y a lo largo de este puente. Jasmira trabaja ayudando a pasar bolsas con alimentos, ropa y medicinas al otro lado de la frontera. Freide vende golosinas. Trabajan de lunes a domingo, de 6 am a 7 pm. Luego descansan en un cuarto alquilado a pocas cuadras de su lugar de trabajo. Freide duerme en la cama y su mamá, en una colchoneta.

Freide dice que no le gusta Cúcuta porque no tiene amigos ni tiempo para jugar. Extraña las tardes en su barrio Villa Esperanza 2000, donde veía dibujos animados con sus hermanos mayores, jugaba a las escondidas con sus amigos, acariciaba a su perro Fifi y lo sacaba a pasear al parque de Maracay, cerca de su casa. También iba al colegio. Pero en Cúcuta, por el contrario, no ha podido retomar sus estudios.

Al igual que Freide, miles de niños y adolescentes se han visto forzados a dejar la vida que conocían. A algunos que emprenden el viaje desde Venezuela hasta países más lejanos como Ecuador o Perú, sus padres les dicen que es una aventura y que tienen que divertirse. A veces funciona, otras veces no y se sienten confundidos. Sienten miedo, angustia, ira, porque el mundo que conocen desaparece. Freide ha sentido todo eso, dice, pero sabe que es temporal. Que pronto volverá a Venezuela y que dejará de tener esos sueños malos.

Hasta junio de 2019, más de 150 mil venezolanos menores de edad vivían en ese país desde que empezó el éxodo masivo, según el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia. La cifra se expande si se cuentan los miles de niños y adolescentes que cruzan la frontera a diario para permanecer allí entre un día y varios meses, para luego continuar hacia su destino.

Es frecuente ver a padres de familia decaídos o asustados porque no saben si al llegar a su destino final conseguirán trabajo, si sus hijos podrán volver a estudiar o si serán discriminados. Varios migrantes caminan con la incertidumbre de no encontrar un lugar donde pernoctar en la larga ruta que decidieron emprender.

Hay niños que saben que el camino será difícil, pero la realidad les demuestra que es diez veces más complicado de lo que pensaron. Hay que caminar por zonas frías o calurosas, cruzar trochas y ríos donde hay grupos paramilitares, dormir con gente que no conocen y sin un techo que los cobije, esquivar los inmensos camiones que avanzan por la carretera a toda velocidad.

El albergue Martha Duque está en el municipio colombiano de Pamplona, a cuatro horas de Cúcuta. En esta casa-refugio de dos se encuentran 30 niños con sus padres. Comen y duermen sobre colchonetas en el salón principal. Los que no alcanzan a entrar al refugio, duermen fuera, cobijándose entre bolsas y maletas. Pero también se les brinda un plato de comida y frazadas.

Nancy Arellano, psicóloga del albergue Nueva Ilusión, de Cúcuta, explica que los niños migrantes están sometidos a una gran carga de estrés que los lleva sufrir depresión, ansiedad y trastornos alimenticios: “Los padres buscan estabilidad al emigrar, pero los niños tuvieron que dejar todo lo que tenían y eso les genera zozobra”.

Con su manta isotérmica para protegerse del frío, Keynel descansa después de bañarse en el río. Como los otros albergues de la zona ya estaban repletos, su papá decidió que se quedarían en el refugio Fundar 1, a orillas del río Pamplonita. El albergue se ubica al borde de la carretera que forma parte de la ruta de los caminantes venezolanos.

Janina, de 11 años, está con su madre en el albergue Martha Duque antes de seguir hacia Ecuador. Separarse de su abuela Rosario y su perro Azabache fue muy duro. Pero hoy a quienes más extraña es a su papá y a su hermano, que se han quedado en otro refugio. Dice que a veces solo quisiera dormir y dormir. Pero luego se dice “tengo que seguir luchando para que lleguemos a la meta”.

Hay personal de salud en Colombia que minimiza el impacto de la migración forzada en la salud mental de los venezolanos. Algunos empleados del Hospital Universitario Erasmo Meoz, el más grande de Cúcuta, dicen que la salud mental de los niños migrantes no se ve afectada porque tienen costumbres similares a los colombianos: “No pasa nada. En los dos países se come arepa”.

Vanessa, de siete años, vive con su madre en una casa a las afueras de Cúcuta desde 2017. Duermen en un cuarto ubicado frente al portón de la vivienda, como guardianas del recinto. En Venezuela, Vanessa tenía una dóberman, jugaba con sus primas, patinaba y montaba bicicleta. Pero desde que llegaron a Colombia, se muestra rebelde en casa y tímida en el colegio, dice su madre.

Dayana dice que Max no es tímido. Pero cree que su hijo está en shock porque tuvieron que cruzar la frontera de madrugada, entre caminatas y buses hasta el albergue donde pasarán la noche para luego continuar hacia Perú. Max dice que quería irse de Venezuela “porque no hay para comer”. Solo le apena haber dejado a la bisabuela en cama. No saben si seguirá viva cuando regresen.

Danasca tiene 14 años y vive en un cuarto alquilado a 20 minutos de la frontera con Cúcuta, con su mamá, su hermano menor y su gata Mía. “Cuando llegué tenía mucha ansiedad y comía todo lo que conseguía. Ahora ya no tengo mucha hambre no sé porque”. Danasca extraña su vida en Venezuela, pero sabe que no tiene oportunidades de crecer ahí. Por ahora, dice, “solo iría de vacaciones”.

Luisa pudo más que una frontera

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A Luisa Masa le diagnosticaron depresión a los 22 años. Tenía dos hijos y muchos problemas con su pareja de entonces. Su médico, en la ciudad venezolana Maracay, le recetó como tratamiento comer abundante chocolate amargo para que se sintiera con más energía.

Los meses pasaron, tuvo otras parejas y le fue mejor. Pero años más tarde su hermano se suicidó y Luisa empezó a tener fuertes ataques de pánico. En el 2011, su hijo de 22 años se quitó la vida. En ese momento estuvo con tratamiento psiquiátrico por primera vez.

“Sentía que me habían arrancado el alma”, recuerda Luisa, de 50 años, desde el puesto fronterizo de Tumbes, en el límite con Ecuador, donde cientos de venezolanos como ella intentan ingresar al Perú en busca de una vida más digna. “Pasaba delante de mí una mariposa llena de colores, pero yo la veía gris. Yo lo que quería era estar debajo de la cama y llorar”.

Con el paso de los años fue superando el dolor. Pero la migración forzada, como a tantos compatriotas suyos, ha hecho que rebroten algunos síntomas de su depresión: come en exceso y llora en cualquier momento.

Luisa ha estado en el Centro Binacional de Atención de Frontera (Cebaf) por más de un día con sus dos hijos, dos nietos, esposo, nuera y tres sobrinos. Pero ninguna institución humanitaria le brinda una adecuada atención psicológica a migrantes como ella. Cuando vio la carpa de salud mental pensó en acercarse, pero desistió por miedo a que la creyeran loca.

Ahora Luisa solo quiere llegar a Lima y abrir un salón de belleza y otro de salsa. Pensar en eso la ayuda a evitar el ataque de pánico que a veces le da por las noches. Dice que a veces pasa por la carpa del Cebaf, pero solo escucha el ruido de los grillos. “Siempre parece que no hay nadie”.

Los migrantes que cada día llegan al Cebaf duermen en pasadizos y veredas. Varios descansan sobre colchonetas azules donadas. Los que no alcanzaron a la repartición, juntan varias maletas y duermen sobre ellas. Familias enteras con hijos pequeños y hasta bebés, o se acurrucan entre las plantas de los jardines.

Los venezolanos sin documentos deben ir al centro de refugiados del Ministerio del Interior para obtener su carta de refugio y así acceder a territorio nacional. Ingresan entre 500 a 600 personas cada día, todos ellos abandonados a su suerte en las noches y madrugadas por la mayoría del personal de salud del Cebaf.

Aunque todos están cansados por el trayecto entre buses y largas caminatas para llegar a Perú, más de la mitad no duerme. Unos no quieren que les roben, otros deben cuidar a sus familiares, o temen que amanezca y pierdan algún carro que los pueda llevar a Lima o alguna ciudad para iniciar una vida distinta en el país.

En el puesto de la Dirección Regional de Salud de Tumbes, reciben vacunas gratis contra la fiebre amarilla, la difteria, el sarampión, entre otros males. Las vacunas son un requisito para que las autoridades de migración puedan sellarles su pasaporte, su cédula de identidad o su carta de refugio y así puedan entrar al Perú.

Romel García, director de epidemiología de la Diresa Tumbes, dice que falta presupuesto para contratar más personal médico en el Cebaf para el turno de noche. Los organismos de salud de Lima o las organizaciones internacionales podrían invertir más dinero, pues la Diresa Tumbes no puede solventar más gastos.

Desde que empezó la emergencia humanitaria en Venezuela, el Cebaf es un refugio donde la gente se queda a dormir porque no les alcanza el dinero para continuar su camino. O porque no alcanzaron el transporte o porque no alcanzaron a sellar sus papeles de migración para ingresar al Perú de manera legal, y deben esperar a que amanezca.

Cuando piensa que le faltan pocas horas para llegar a Lima, Jerson Araqui, de 19 años, se angustia y su cuerpo se pone rígido. La crisis económica no le permitió continuar con sus estudios de ciencias políticas y entrar a una academia militar para ser escolta. Hoy tiene miedo de no conseguir trabajo, de formar una familia y no poder brindarles sustento.

En la noche apenas quedan tres o cuatro personas encargadas de la seguridad y la limpieza del puesto fronterizo. Las carpas de salud están cerradas. No hay un solo médico. Solo está abierta una carpa de Unicef, donde pueden dormir hasta 25 niños.

Los migrantes llegan al después de días o semanas de largas caminatas, débiles, y varios con depresión. Frente a esta situación delicada, la atención médica en el Cebaf no está a la altura de las circunstancias.

En las últimas semanas, miles de familias que salieron de Venezuela por tierra rumbo al Perú se enfrentan a las nuevas medidas migratorias de Ecuador: ahora les exige una visa de ingreso. Muchos venezolanos están varados en el lado colombiano de la frontera y no pueden llegar a su destino. Las autoridades de los tres países discuten sobre la necesidad de un corredor migratorio.

Cuando Luisa Masa pisó la frontera norte del Perú, se sintió como en casa. La arquitectura, el clima, las plantas le recordaron Venezuela. Cuando el encargado de migración selló su pasaporte y le dijo “Bienvenida”, lloró de alegría. Luego siguió su camino a Lima, donde ahora mismo debe estar instalada con sus hijos y su sobrino Kayner, a quien abraza en esta foto.