En 2014 el precio del barril de petróleo —la base de la economía venezolana— cayó a 57 dólares (en 2012 estuvo a 107). Para el año siguiente, 2015, la salud fue una de las sacrificadas en el presupuesto general: pasó de significar el 3.1 % del gasto total del gobierno a solo el 1.9 %, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Desde entonces, adquirir dicha lista de insumos se convirtió en algo vital, y ya no solo para cubrir operaciones. A ella se añadieron los insumos más básicos (hojas de bisturí, sueros hospitalarios), aquellos que debería tener siempre en sus bodegas un centro médico urbano —como el hospital de Caracas donde Lorenzo trabaja— para funcionar con normalidad. Y cuando la escasez se hizo más profunda, hasta los guantes quirúrgicos faltaban con frecuencia.
Día tras día, el doctor Lorenzo y sus colegas tuvieron que dar esa mala noticia en forma de lista de insumos a ciudadanos pobres que no tenían más remedio que acudir al sistema público de salud.
En un país donde actualmente un cartón de huevos puede costar hasta dos sueldos mínimos, cubrir esa lista representa un camino empinado: su costo total equivaldría al día de hoy al salario de ocho meses. O más: una familia tendría que destinar lo que comúnmente usaría en comida para comprarle a un privado (o al mercado negro) un insumo que el gobierno podía —y debía— darle.
—Cuando un Estado no te puede surtir siquiera de guantes para tratar a tus pacientes, este solo puede ser definido como un Estado fallido —dice Lorenzo, la voz contenida pero llena de enojo. Faltan los guantes porque falta todo lo demás.
Cuatro empresas vendieron al régimen de Nicolás Maduro más de 11 millones de dólares en insumos médicos sobrevalorados, entre guantes quirúrgicos, sondas y máscaras de oxígeno.
Para el público internacional, Venezuela es hoy sinónimo de escasez. De apagones. De hambre. De un lugar en el que todo falta. Y se habla tanto de esto y de forma tan impersonal que parece un fenómeno ubicuo, fatal. Como si hubiera llegado de la nada. Lo cierto es que lleva años cocinándose entre varios ingredientes, como la dependencia casi exclusiva al petróleo. Otro de ellos es la corrupción, que tuvo una de sus caras más polémicas en la Comisión de Administración de Divisas (Cadivi), que dirigió la entrega de dólares preferenciales para importaciones entre 2003 y 2012. A su sombra se desviaron miles de millones de dólares.
Para frenar la situación de descontrol creada por Cadivi y paliar una escasez cada vez más manifiesta, el gobierno de Nicolás Maduro creó en marzo de 2014, a solo unos meses de haber asumido el poder, la Corporación Venezolana de Comercio Exterior (Corpovex), que se encargaría de centralizar la totalidad de las importaciones del sector público, desde papel higiénico hasta medicinas.
En teoría, su misión es la de «organizar y garantizar las importaciones para cubrir las necesidades del país». La idea era que, al realizar compras en volúmenes mucho mayores, se pudieran lograr mejores precios y, con eso, surtir, por ejemplo, con más medicinas a los más de 14 millones de personas que, actualmente, solo pueden recurrir al sistema público de salud.
Pero es la misma Corpovex, la dichosa solución para la escasez creada por el gobierno de Nicolás Maduro, la que está ahora al centro del problema señalado por el doctor Jaime Lorenzo. Sobre todo, por el «mal ojo para los negocios» que parecen tener sus encargados.
Para muestra, si el lugar común es tolerable, hay un botón: un trato por el que un encargado de adquisiciones podría ser despedido en cualquier empresa privada. Uno en el que se compró un insumo médico tan básico, como los guantes quirúrgicos, a más de 10 veces su precio internacional.
El juego de los intermediarios
Diciembre, 2016. Un barco parte rumbo a Venezuela desde El Salvador, Centroamérica, con un paquete de 17 mil pares de guantes quirúrgicos fabricados en Malasia. Un trámite que no sería raro si no fuera por este detalle: el gobierno de Maduro, a través de Corpovex, pagó más de 44 mil dólares por ese paquete: 2,60 dólares por cada par de guantes, un 30% más que el salario mínimo de un venezolano.
Un negocio desventajoso para este país si se toma en cuenta que naciones vecinas, como Colombia o Perú, consiguen el par por 25 centavos de dólar y en compras mucho más pequeñas, gestionadas por hospitales individuales y no por un monstruo como Corpovex, con la capacidad para adquirir los productos por decenas de toneladas y desde la fábrica.
Lo sospechoso aquí es que, en este negocio, la entidad venezolana se inclinó por hacer el trato con un pequeño intermediario, que no era ni siquiera salvadoreño, sino de Puerto Rico: esos 17 mil pares de guantes tuvieron que cruzar al menos tres fronteras (Malasia, Puerto Rico, El Salvador) antes de llegar a su destino en Venezuela. Algo que explica en parte su sobrecosto.
Si se tratara de una compra en una empresa privada, esto solo significaría pérdidas para la compañía. En este caso, se traduce en miles de familias obligadas a destinar lo que deberían haber usado en alimentos para adquirir los guantes faltantes, esos que no se compraron, simplemente, porque Corpovex se inclinó por la oferta más cara.