Los nombres de al menos 30 venezolanos figuran en una lista de Asociación Illari Amanecer. Esta ONG, que desde hace un año se dedica a la atención de las personas con VIH, está documentando el número de pacientes de esta nacionalidad fallecidos en el Perú. Su registro revela que más de la mitad emigró sin sospechar que estaba infectado con el virus. Muchos recibieron un diagnóstico tardío. A otros, la negligencia en los hospitales peruanos los mató.
—En los hospitales de Lima hay xenofobia. La discriminación es total. Yo lo he visto.
César Gálvez no exagera. Con 45 años dirige Illari Amanecer, y ha sido testigo de cómo el personal médico deja a los pacientes venezolanos en emergencia sin atenderlos, les dan de alta antes de tiempo, le niegan una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos o les dicen que los antirretrovirales son sólo para los peruanos.
Eso lo ha llenado de indignación, hasta el punto que decidió asumir la defensa de los venezolanos como suya. Él siente que no puede ser indiferente. Lo mueve su condición de portador de VIH y el hecho de haber sido un migrante peruano en Nueva York por más de 25 años.
—Sólo quien ha sido migrante puede saber lo que es no estar en tu país y enfermarte. Yo lo viví cuando recién me diagnosticaron a los 22 años.
Una parte de él se ve reflejado en cada venezolano enfermo que conoce. Eso lo ha llevado a asumir a algunos pacientes como si fuera un familiar: lo ingresa al hospital, agiliza su carnet de extranjería para que pueda estar asegurado por el SIS, carga con las recetas en busca de medicinas y más de una vez ha tenido que pelear con el personal médico de los hospitales para que presten una atención digna.
Comenzó atendiendo uno por semana. Ahora puede llegar a tener cinco al mismo tiempo. Casi todos con un perfil similar: jóvenes entre 20 y 35 años, que se encuentran en Perú sin dinero y sin nadie a quien recurrir. Cada uno tiene su propia historia de migración. César ha indagado en ellas y ha encontrado otro denominador común: la prostitución.
—Muchos se vinieron sin tener siquiera qué comer ni cómo pagar una renta. Eso llevó a unos cuantos a prostituirse en el camino. No vieron otra opción. Y es probable que en esa práctica se hayan infectado, porque, en las relaciones entre hombres, el sexo sin condón se paga mejor.
La situación de estos chicos no mejora al llegar a Lima. La falta de dinero los conduce vivir en condiciones desfavorables. Zonas con mucha tierra, sin duchas de agua caliente. Muchos no tienen abrigo. Comen lo que consiguen y eso los vuelve blanco fácil de cualquier enfermedad, que no es atendida adecuadamente en los hospitales.
Su ONG reportó el caso de un joven de 22 años que llegó en enero de 2019 al Hospital Nacional Arzobispo Loayza, uno de los centros de salud más antiguos de Lima. El joven se sentía cansando, no tenía apetito y respiraba con dificultad. Le hicieron el despistaje de tuberculosis. Pero el dinero no le alcanzaba para el resto de los exámenes.
Un amigo quiso salir de dudas y le pidió el favor a un médico para que le hiciera una prueba de VIH. El diagnóstico resultó positivo. Tres días después, aquel muchacho murió. Nunca lo vio un infectólogo, para evaluar el virus. No alcanzó a hacérsele conteo de los linfocitos CD4 ni a darle el tratamiento antirretoviral. Cuando su mamá llegó a Lima procedente de Venezuela, su hijo ya tenía cuatro días en la morgue.
—El protocolo en los hospitales no sirve. Ni para los peruanos, ni para los venezolanos —dice César—. Este sistema mata a la gente.