El pasado 16 de junio se anunció una buena noticia, de las pocas que ha arrojado la ciencia desde que inició la pandemia: la dexametasona podría reducir la mortalidad de los pacientes más graves de COVID-19. Así lo afirmaban tanto el comunicado de prensa como el reporte preliminar de los médicos del Reino Unido que habían probado este medicamento en miles de pacientes que participaron en el ensayo clínico Recovery. Un mes después, el 17 de julio, el estudio se publicó en el New England Journal of Medicine.
Desde entonces, distintos gobiernos han cambiado sus protocolos y recomendaciones de tratamiento y las farmacéuticas han aumentado la producción de este remedio que es de bajo costo, gracias a que no tiene patente. La noticia también ha hecho que personas que no tienen el virus o que tienen síntomas leves adquieran el medicamento sin saber que sólo funciona para los casos más críticos y que, si se toma sin prescripción médica, puede tener efectos contraproducentes.
¿Qué es la dexametasona y para qué se usa?
Es un corticoide que actúa como un desinflamatorio muy fuerte. Se empezó a utilizar desde los años sesenta para tratar a pacientes con enfermedades tan agresivas como el cáncer. También se ha utilizado en diversos tipos de alergias, enfermedades que provocan náuseas y vómito, y el síndrome de dificultad respiratoria neonatal. Por sus efectos comprobados y por su relativa seguridad, la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo incluyó en su listado de medicamentos esenciales desde 1977.
Como todos los remedios, la dexametasona tiene efectos adversos. Si se utiliza a corto plazo, puede elevar el nivel de glucosa en la sangre temporalmente. Si se utiliza durante más de dos semanas, puede llegar a producir glaucoma, cataratas, hipertensión, retención de líquidos, aumento de peso (por eso han circulado burlas en las redes sociales con los gordos de los cuadros de Botero), osteoporosis, pérdida de memoria, confusión o irritación, y puede dejar a la persona más vulnerable a infecciones por bacterias y hongos, ya que deprime su sistema inmunológico.
Por esta razón, cuando comenzó la pandemia por el COVID-19, se debatía mucho el uso de los corticoides. Se habían ensayado antes con enfermedades virales respiratorias similares al coronavirus como el SARS, el MERS y la Influenza, pero los ensayos clínicos que se condujeron entonces no arrojaron hallazgos concluyentes, así que muchas de las primeras guías de tratamiento indicaban que podrían ser “contraindicados o “no recomendados”.
Aunque la dexametasona empezó a utilizarse en China para los casos más severos, fue a partir del estudio de Recovery —liderado por médicos de la Universidad de Oxford— que se logró demostrar que utilizando una dosis diaria de seis mg durante diez días, por vía oral o intravenosa, podría reducir en un tercio la mortalidad en quienes ya padecían neumonía y necesitaban ventiladores para respirar, y en un quinto, en quienes estaban recibiendo terapia de oxígeno.
Para quienes no tenían cuadros clínicos tan graves, se encontró que no había mayor efecto en su mejoría y que, incluso, podía ser contraproducente porque estaría contribuyendo a debilitar aún más el propio sistema de defensa de las personas: “Es probable que el beneficio de los corticoides en enfermedades virales respiratorias severas dependa de la dosis adecuada, en el momento preciso y al paciente apropiado”, concluía el estudio.
El doctor Martin J. Landray, uno de los médicos que lidera Recovery, dio varias entrevistas a distintos medios en los que reiteró que solo era recomendable cuando el sistema inmune de los pacientes ya se ha convertido en su propio enemigo y crea lo que se conoce como una “tormenta de citocinas”. Esto pasa porque el cuerpo genera una respuesta tan agresiva contra el virus, que hace que empiecen a fallar los pulmones y otros órganos. Los corticoides ayudan a calmarlo un poco y es así que pueden aumentar las posibilidades de supervivencia del paciente.
¿Es confiable el estudio de Recovery?
Los hallazgos de Recovery fueron bien recibidos tanto por la OMS como por gran parte de la comunidad médica alrededor del mundo, aunque cuando se divulgó no había sido revisado por pares y los efectos a largo plazo del tratamiento aún eran desconocidos. Dada la emergencia provocada por la pandemia, los médicos de Oxford decidieron saltarse el protocolo tradicional y publicar de inmediato sus hallazgos. Aun así, Recovery —que significa Randomised Evaluation of COVID-19 therapy— cumple con algunas características que le dan más credibilidad que otros ensayos: quienes lo diseñan no son los mismos científicos que revisan los datos, tienen fuentes de financiación diversas y sólidas, y ha logrado que un gran número de personas participe de manera aleatoria.
La cantidad de personas es importante cada vez que se prueba un tratamiento. No es lo mismo un ensayo clínico con trescientas o cuatrocientas que uno de diez mil. En Recovery, que también ha evaluado otros medicamentos como la famosa hidroxicloroquina o el remdesivir, han participado unos doce mil voluntarios, lo que equivale a una de cada seis personas que han ingresado a 176 hospitales en Inglaterra, uno de los países más afectados con COVID-19 en Europa.
¿Cómo se logró esto? Desde que empezó la pandemia allí, cinco de los médicos más experimentados le enviaron una carta a todos los hospitales del sistema de saIud público (el NHS) para que incluyeran a la mayor cantidad de pacientes en el ensayo. Les dijeron que si no lo hacían, sería una “oportunidad perdida” de generar información valiosa que podría beneficiar a todo el mundo. El mensaje funcionó y empezaron a promoverlo entre los pacientes, que debían firmar su consentimiento antes de poder ser incluidos en la prueba.
Las compras nerviosas y los “combos” mágicos
Desde que se difundieron los resultados de Recovery, los países han ido incorporando la dexametasona a sus recomendaciones de tratamiento. Dado que solo una de cada cinco personas contagiadas con el virus necesita ser hospitalizada, en teoría, no debería aumentar mucho la demanda. Aun así, la OMS ya hizo un llamado a los distintos países en donde el contagio está aumentando, para que tomen precauciones y puedan garantizar la disponibilidad durante los mayores picos de infección, cuando se reportan miles de casos nuevos diarios.
Gracias a que es un medicamento sin patente, se puede fabricar en todas partes y a un costo relativamente bajo, que sin embargo varía por las lógicas y distorsiones del mercado, en donde inciden otros factores como el marketing y posicionamiento. Según un análisis del proyecto DIME, que agrupa a ocho países de América Latina en el monitoreo y análisis del sector de la salud, Perú y Colombia presentan los menores precios de la dexametasona inyectable, comparados con otros 17 países.
Como la región es actualmente uno de los focos de mayor contagio, las empresas farmacéuticas del continente están aumentando su producción. Los dos principales fabricantes están en Brasil, pero también se produce en México, Chile o Colombia, entre otros. En realidad se “maquilan” (es decir, se encargan de la presentación final del producto), ya que los insumos farmacéuticos activos que utilizan son importados de países como China, Estados Unidos, Italia o Alemania, entre otros, explica Claudia Vaca, profesora y directora del Centro de Pensamiento “Medicamentos Información y Poder” de la Universidad Nacional de Colombia y líder del Proyecto DIME.
El mayor problema tal vez no sea la escasez de insumos para fabricarlo, sino que las personas con los primeros síntomas o que no tienen el virus, pero quieren prevenirlo, salgan a comprarlo y a consumirlo sin ningún control. “Estamos identificando una demanda excesiva de dexametasona en las farmacias de México, y pareciera que hay un patrón en que las personas quieren guardar su reserva preventiva y nos preocupa que la empiecen a utilizar de forma generalizada y, sobre todo, en casos graves”, advirtió el ministro de Salud mexicano, el doctor Hugo López Gatell.
También hay preocupación en otros países de la región porque la gente pueda tomar la dexametasona en “combos” con otros medicamentos como la ivermectina, un antiparasitario de uso veterinario y contra la malaria, cuya eficacia no está comprobada ni avalada por la OMS para el COVID-19, y que, sin embargo, gobiernos nacionales o locales como Ecuador, Perú, Bolivia y en la ciudad de Cali en Colombia, han empezado a recomendarlo.
Ante tal situación, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) ha iniciado campañas educativas en las redes sociales sobre los usos de la dexametasona. El mensaje es muy sencillo: la automedicación pone en riesgo tu salud.