Antes del cierre de colegios, Kyara Blas y sus compañeros no paraban de inventar juegos. El timbre del recreo los convertía en gatos y ratones que corrían por el patio para no ser atrapados. O en hambrientos tiburones en busca de pececillos escondidos. Ahora, al finalizar las clases virtuales, no tienen muchas opciones. En un intento por seguir juntos, Kyara y algunos de sus amigos se graban en sus casas haciendo manualidades con slime, una masa elástica, divertida y pegajosa. Luego, intercambian los videos en un grupo de Whatsapp. Es divertido pero no es tan entretenido como ‘hacer carreritas’ en el recreo. “Algunas veces me pongo a llorar. Me siento muy sola. No sé, ya nada es lo mismo”, dice la pequeña de diez años.
Han pasado dieciséis meses desde que casi ocho millones de niños peruanos salieron de sus escuelas para sentarse frente a sus solitarias computadoras. Durante la crisis sanitaria, el gobierno se ha concentrado en elaborar estrategias para no truncar el desarrollo académico de los menores. Sin embargo, el tiempo está demostrando algo que los expertos en educación y salud mental sabían desde un inicio: en la escuela un niño aprende mucho más que a leer o a sumar. Según Mariela Tavera, psicóloga del Equipo de Salud Adolescente del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), el colegio es el hábitat natural de los niños, la primera comunidad, fuera del núcleo familiar, donde aprenden a generar vínculos. En el recreo, por ejemplo, los niños conversan, ríen, establecen sus propias reglas. “Ese compartir, disfrutar, confrontar, y reafirmarse en la opinión del amigo es fundamental para el desarrollo de la identidad”, advierte la especialista en desarrollo infantil.
Tras un año sin un punto de encuentro con personas de su edad, los niños han empezado a evidenciar serios problemas en su salud mental. El año pasado, Unicef y el Ministerio de Salud examinaron el bienestar emocional de doce mil menores en todo el país. Según el estudio, tres de cada diez niños en la edad de 6 y 11 años presentan algún problema emocional, de conducta o de atención. Su padres reportaron notar tristeza, pesimismo, preocupación y pensamientos sobre la dificultad de la vida.
“Estamos observando que hay una baja de ánimo, falta de voluntad para hacer las cosas, aburrimiento e irritabilidad en los niños. Además, se encuentran más demandantes de atención sin un fin claro”, dice el médico psiquiatra Carlos Vera, quien atiende a niños y adolescentes en el Policlínico Peruano Japonés. El panorama se complica después de los 12 años, pues como indica el Dr. Vera, se están registrando cuadros de depresiones y ansiedades severas o comportamientos autoagresivos. “Muchos papás han consultado por las autolesiones. Incluso problemas de conducta alimentaria, que antes no se veían tan frecuentes, han aumentado al estar todos en casa”, agrega.
Las inquietudes de la educación online
Las clases virtuales producen distintos tipos de tensión. Los niños se cansan y aburren de pasar muchas horas frente a una pantalla. Les cuesta más de lo normal evitar distraerse. Y algunos también se estresan por tener que prender las cámaras. El psiquiatra Carlos Vera cree que muchos colegios minimizaron la aparición del cyberbulling y exigieron encender las cámaras a todos los alumnos, sin entender que estarían ingresando a un espacio privado y de condiciones únicas. Cada hogar tiene sus propias reglas y costumbres. No todos los niños se sienten cómodos exponiendo su realidad familiar. “Algunos tienen una casa bonita, pero hay otros que no o que creen que la que tienen no es bonita, entonces prender la cámara y enseñarla, les da ansiedad”, dice el Dr. Vera. Las bromas crueles no han desaparecido con el cierre de las escuelas.
Las preocupaciones se agravan en los alumnos con menores recursos. Desde el 2020, el Ministerio de Educación impulsó la estrategia Aprendo en Casa con contenidos compartidos en Internet, radio y televisión. Sin embargo, al primer trimestre de ese año, solo el 40,1% de hogares peruanos tenía acceso a Internet. Hasta hoy, Kyara y Camila comparten un celular para asistir a sus clases virtuales. “Suena tin, tin, tin todo el rato. Ese sonido me molesta”, dice Kyara sobre las notificaciones que recibe su hermana menor mientras ella intenta grabar su participación para la clase.
“Algunos niños se sienten avergonzados por las limitaciones que tienen en casa. Se sienten mal y nos escriben diciendo que hoy le toca ir a clase a su hermano y que ellos no podrán conectarse al Zoom”, dice Rosa Fuentes, directora y docente del I.E. 2045 Villa Clorinda en Comas. En este tiempo, la directora ha notado el impacto de la brecha digital sobre las emociones de los casi 200 niños de su colegio. Observó alumnos con baja atención, poca motivación y que se sienten excluidos por no poder participar o asistir a tiempo.
La pérdida del segundo hogar
La pandemia ha trasformado la dinámica de millones de hogares. Según registros del Ministerio de Salud, aproximadamente 10.800 niños, niñas y adolescentes peruanos han quedado huérfanos. La familia de Luz Elena Juárez estuvo a punto de atravesar esta tragedia. Tras salir a trabajar, su esposo contrajo covid-19 y comenzó a decaer gravemente. Al poco tiempo, ella y su hija Jasumi también manifestaron síntomas. El único que no enfermó fue su hijo menor Kendri. “Él fue mi apoyo. Ordenaba la casa, lavaba los platos, nos llevaba el almuerzo o cualquier mensaje porque nadie podía acercarse”, recuerda Luz Elena.
Con ocho años, Kendri dejó de asistir a la escuela por dos semanas para cuidar a todos en su casa. Si las clases fuesen presenciales, la directora Rosa o el resto de los tutores hubiera notado rápidamente la magnitud del problema al que se enfrentaba el niño. Pero desde la virtualidad, más aún con fallas de conexión, es muy difícil percibir los malestares familiares. Solo en una reunión de entrega de útiles, la directora pudo notar que algo no estaba bien con Luz Elena, la madre de Kendri. Después de conversar con ella, se enteró de la adversidad que estaba soportando su pequeño alumno.
El estudio realizado por el Minsa y Unicef reveló también que durante la pandemia, los cuidadores principales (padres, abuelos u otros apoderados) han manifestado síntomas depresivos (13,5%), angustia (5%) y baja resiliencia (21,5%). La enfermedad, la inestabilidad laboral, la carga del hogar, entre otros factores, han causado que tres de cada diez cuidadores manifiesten una depresión de leve a severa, según indica el reporte.
Esas cifras tienen un impacto directo en el bienestar de los menores. Los adultos a cargo, explica la psicóloga Tavera, son quienes le dan orden al mundo de sensaciones, información y estímulos que experimentan los niños. Según los especialistas, a un padre estresado o deprimido le costará más autorregular sus propias emociones y reconocer las necesidades afectivas de su hijo.
En esta crisis, que desde hace mucho dejó de ser exclusivamente sanitaria, los niños necesitan más que nunca de su segundo hogar. El colegio, en ciertos casos, incluso representaba un refugio en situaciones de violencia doméstica. Algunos maestros profundizan los vínculos con sus alumnos en esos minutos antes de que empiece la clase, durante el recreo o caminando hacia la salida del colegio. Breves conversaciones que para un niño pueden ser el soporte emocional que necesita.
Con los colegios cerrados, a los profesores les cuesta mucho más identificar situaciones de riesgo. Eduardo Patazca, docente de la I.E. Nuestra Señora del Pilar en la ciudad de Piura, trata de mantener una comunicación fluida con sus alumnos, pero las clases virtuales le muestran rostros pixeleados o pantallas en negro. Durante casi un año, el docente no entendía por qué una de sus alumnas faltaba con tanta frecuencia a clases o simplemente no encendía la cámara. Después se enteró que se había convertido en una madre adolescente.
En Cusco, el director de la Unidad de Gestión Educativa Local Canchis (UGEL Canchis), Rubén Centeno, indica que los casos de violencia doméstica se han incrementado en la zona urbana de esta provincia que cuenta con 27,000 niños en su comunidad educativa. Asimismo, advierte que muchos menores, especialmente los que se acercan a la adolescencia, están recurriendo al uso excesivo de videojuegos.
“Los videojuegos estimulan la producción de dopamina en el cerebro. Ese es el neurotransmisor del placer”, señala el editor científico de CEREBRUM Latam, red de investigación en neurociencias y educación, Sebastián Velázquez. Pasar de niveles, ganar puntos o tener un gran avatar en un mundo paralelo al real, les ofrece a los niños una satisfacción inmediata. “Funciona como un mecanismo de evasión de la realidad”, explica. En ese mundo no existe pandemia, padres enfermos, ni distancia entre amigos. “Me distrae. Me hace pensar que estoy dentro del juego”, dice Kendri. Este sensación de escape, según indican los reportes, está haciendo que el uso de videoguejos aumente sin cesar y coloca a los pequeños en riesgo de caer en un patrones adictivos.
El sentido de comunidad
La perdida del espacio escolar y el ritmo de las clases virtuales han llevado a los niños a experimentar niveles previamente desconocidos de soledad y estrés. Kyara, la niña que se mencionó al inicio del texto, junto a su hermana Camila, de ocho años, han mantenido distanciamiento estricto durante toda la pandemia. El temor de sus padres y las restricciones del Estado las alejaron de los parques y amigos, aislándolas en su reducido departamento del distrito de Puente Piedra.
La falta de interacción con compañeros y maestros provoca una pérdida de diversos estímulos sensoriales y afectivos que, silenciosamente, ejercen presión sobre la salud mental de los niños. La soledad aparece en una etapa en la que los amigos contribuyen a formar la identidad del individuo y proporcionan formas vitales de apoyo, indica la Mental Health Fundation del Reino Unido. Quedarse sin estas relaciones por un largo periodo de tiempo aumenta las posibilidades de desarrollar depresión y ansiedad en la vida adulta.
“Pareciera algo muy simple el contacto físico, pero en realidad para el cerebro es un evento bastante importante”, dice el psicólogo Velázquez. Al estar cerca de sus amigos, los menores producen oxitocina: la hormona del vínculo. Con ella, experimentan una sensación de pertenencia e intimidad. “Gracias a esa conexión aprenderán a normar sus conductas, a tener una identidad propia y a generar códigos para diferentes situaciones”, explica.
Hablemos del regreso a clases
La reapertura de las escuelas parece la solución más evidente a los problemas emocionales de los niños. Sin embargo, no es tan sencillo. Si no se les da la guia necesaria, el regreso a clases podría ser una experiencia traumática. En julio de este año, la Dirección General de Gestión Descentralizada del Ministerio de Educación anunció que 2.100 instituciones educativas fueron habilitadas para iniciar clases semipresenciales. Algunos directores consultados para este reportaje señalaron preocupación por no haber recibido instrucciones claras sobre cómo atender la salud mental de los menores que se alistan para volver a sus centros educativos.
Los especialistas en psicología infantil advierten que el retorno será un nuevo proceso de ajuste y se deberá prestar atención a las condiciones emocionales con las que llegarán los niños, algunos de ellos con manifestaciones de fobias escolares por el temor al contagio. Además, los padres cumplirán un rol determinante para trasmitir seguridad a sus hijos. Tendrán que explicarles las nuevas normas de comportamiento, repasar las medidas de seguridad para evitar contagios y practicarlas en casa. Mientrás más preparado esté un niño, más tranquilo se sentirá. Además, afianzar el cariño es urgente en tiempos críticos. “Algo tan sencillo como decirle a un niño que lo querremos pase lo que pase, le produce alivio”, indica el médico psiquiatra Carlos Vera.
Millones de niños desean regresar a clases en nuestro país, pero se dan cuenta del riesgo. Kyara, de diez años, dice que todos los días ve las noticias. Sabe que la vacunación está avanzando y cree que pronto podrá volver al colegio sin exponer a sus papás. Le da temor contagiarlos. “Una vez que vacunen a los de veinte años, ya estaré segura de que falta poco para que me toque a mí”, dice Kyara con ilusión.