América Latina asoma la cabeza

Las banderas blancas de Guatemala

El Gobierno aparenta mano dura para controlar la pandemia con toques de queda, pero la expansión del coronavirus no se detiene. A los guatemaltecos no los amenaza solo una nueva enfermedad, también el hambre. Algunos han empezado a agitar banderas blancas como aviso de que ya no tienen qué comer.

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Una madre ondea una bandera blanca con sus hijos en un puente de la ciudad de Guatemala para pedir comida.
Foto: Julio Serrano Echeverría / Agencia Ocote.

Son las cinco de la tarde. En las calles, sólo las sirenas de la policía y el motor de los repartidores a domicilio. Empieza el toque de queda. De cinco de la mañana a cinco de la tarde, las ciudades de Guatemala dejan postales prepandémicas: mercados abarrotados, colapso de tráfico, colas, aceras llenas.

Después, un silencio casi ininterrumpido. La vida de puertas adentro, hasta que vuelvan a dar las cinco. A los que incumplen, multa y cárcel. Una cuarentena nocturna. Como si el coronavirus sólo saliera al caer el sol.

La inconsistencia de la estrategia contra el virus en Guatemala quizá tenga su mejor imagen en el toque de queda. Un modelo de cuarentena que adelanta unas horas el regreso al hogar. Que confina a la gente en el tiempo que siempre ha sido el de estar en casa. Una medida de contundencia militar pero de eficacia cuestionable: más imagen que realidad.

El Gobierno aparenta mano dura ante la pandemia, pero las medidas terminan siendo más laxas, parciales, volátiles. Falsa sensación de seguridad. Como con la imposición del uso de las mascarillas, aunque sean sobre todo de tela, mil veces usadas. O la elevación del gel hidroalcohólico a la categoría de repelente infalible del virus: como si ponerlo a la entrada de un negocio otorgara protección divina a todos los que se apelotonan dentro.

La gestión de la pandemia en Guatemala es una montaña rusa. La narrativa oficial y el sentido de las medidas cambian en cuestión de días. A veces horas. El propio toque de queda ya va por su tercera versión en dos meses: de 4 a.m. a 4 p.m., de 4 a.m. a 6 p.m. y de 5 a.m. a 5 p.m.

El presidente Alejandro Giammattei, portavoz diario de la crisis, regaña y felicita en sus discursos vespertinos. Un jueves anuncia que el país está en un momento crítico, el domingo relaja las medidas anunciadas el jueves y el lunes está exultante por los “buenos resultados”, basándose en una cifra de contagios ligeramente menor. A principios de mayo anticipaba el inminente anuncio de “las medidas de apertura” y el día 14 declaraba “el cierre del país”.

El Gobierno presumió durante dos meses que era uno de los que mejor había manejado la crisis sanitaria en América Latina. Pero a partir del 10 de mayo explotó la burbuja. Los casos comenzaron a dispararse al atravesar el umbral de los mil y el presidente se vio obligado a archivar su triunfalismo, dar un volantazo, frenar de golpe y guardar en la recámara el incipiente plan de salida. El 29 de mayo ya se registraban 4 mil 607 casos confirmados y 90 fallecimientos.

No se sabe a cuánta distancia está el final, ni siquiera se atisba el epicentro de los contagios. No se hacen las pruebas suficientes, insisten los especialistas. Tampoco ahora que se hacen más —mil 700 por millón de habitantes— y se sabe cuántas se aplican.

Giammattei y sus ministros han intentado estirar al máximo el discurso de los casos importados, de un virus que siempre venía de fuera: primero de los que habían viajado al extranjero y de los turistas, y después de los migrantes deportados desde Estados Unidos y México. Desde hace semanas esa narrativa es insostenible. Los reportes extraoficiales indican que el virus circula por la mayoría de los 22 departamentos del país, pero el relato del Gobierno ha calado.

Las vallas caseras, los volcanes de arena para impedir en poblaciones y barrios la entrada “del de fuera” reflejan el imaginario común de la pandemia: el virus lo tienen, lo traen, otros. La línea entre ese miedo y el rechazo al extraño es demasiado fina. Tantas veces cruzada. Los deportados se han llevado la peor parte: les han impedido volver a sus casas, los amenazaron con lincharlos, hasta Radio Sonora, una estación de amplia difusión, organizó una persecución ciudadana: publicó la fotografía y los datos de un paciente para animar a sus oyentes a buscarlo.

El miedo en Guatemala es múltiple, omnipresente como el virus. Existe temor a la enfermedad, también a no poder ganar los quetzales del día. El virus es una posibilidad, pero el hambre es una certeza. El equilibrio entre salud y economía es especialmente difícil en un país donde 70% de los trabajadores vive del sector informal, casi la mitad de los niños sufre desnutrición crónica y los programas de protección social son insuficientes.

Rezagos estructurales y desigualdad que la pandemia expone con mayor rigor. Las acciones oficiales que intentan paliarla no hacen mucha diferencia. El “bono familia”, una ayuda de 129 dólares durante tres meses, condicionada a un consumo de luz inferior a los 200 kw, deja fuera a las casi 390 mil viviendas que carecen de energía eléctrica.

Las muy publicitadas 200 mil “cajas de alimentos” del Gobierno no han llegado a muchas comunidades y tampoco alcanzan. En algunas poblaciones, tras dos meses de pandemia, sólo ha habido la donación esporádica de un vecino, de un excandidato, de un agricultor o una iglesia, alguien que pasa regalando tortillas, pan dulce, melones, unas bolsas de frijol. “Aquí las cajas no han llegado”, aseguran tantos.

En la televisión, los soldados no paran de repartirlas por las comunidades, pero a las puertas más olvidadas, lamenta la población, no llama nadie. En las cocinas, cada tiempo de comida —tres es excepcional, un privilegio— es un desafío: cómo hacer algo con apenas nada. Un caldo con hierbas, tortilla con sal, una fruta. Alimentos que pueden encontrarse en el campo, cultivos de subsistencia, auxilios de la naturaleza para las poblaciones rurales.

Han florecido banderas blancas. En Patzún, en Jocotenango, en Sacatepéquez. En la ruta al Pacífico, en las vías más transitadas de la capital, frente al Palacio Nacional. Trapos, bolsas, telas blancas en las puertas de las casas o en las manos de tantos que no tienen nada. Las semillas estaban plantadas desde mucho antes de la pandemia, pero esta crisis ha sido el abono definitivo. Un fertilizante de la urgencia. Madres con bebés, familias enteras, muchachos en edad escolar, ancianos agitan sus telas blancas: piden socorro.

Algunos que antes les habrían dado siquiera un quetzal, ahora tienen miedo de bajar la ventanilla. El virus está en el otro. El presidente Giammattei les llama “acarreados”, dice que les han pagado para protestar. Un Estado que no sólo no los rescata, sino que los niega. Que en sus banderas —blancas de rendición, de “no puedo más”— ve un ataque y no un grito mudo de auxilio: necesitan comida. La necesitan ya.

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