El presidente Nayib Bukele había vaticinado en marzo que para mediados de mayo la mitad de los salvadoreños (unos 3 millones 145 mil) se habría contagiado de la COVID-19, no de la epidemia de hambre. Esos números catastróficos sobre el impacto del coronavirus fueron transmitidos en cadena nacional de radio y televisión y sirvieron para imponer un estricto encierro y detener la economía.
Bukele terminaría de construir el escenario de miedo con una producción frenética de tuits en las próximas horas. “Algunos aún no se han dado cuenta, pero ya inició la Tercera Guerra Mundial”, escribió el 22 de marzo, el segundo día de aplicación de la cuarentena domiciliar obligatoria. El mensaje iba acompañado de una imagen del mapamundi bombardeado con puntos rojos que marcaban el avance de la pandemia.
Pero su predicción falló y lo que saltó a mitad de mayo fue la irrupción de cientos de puntitos blancos sobre las viviendas de las familias más pobres en el mapa de El Salvador.
Las banderas blancas sobre muros, puertas y ventanas comenzaron a multiplicarse la segunda quincena de mayo en la colonia Altavista de Soyapango; también en las “paredes” de lámina de casas del Barrio Modelo de San Salvador, Mejicanos y decenas de municipios más.
Algunas estaban manchadas con frases demoledoras: “Tenemos hambre precidente”; “Ayuda por favor”; “Necesitamos comida”.
Esos hogares parecían rendirse y solicitar una tregua al confinamiento porque ya estaban contra las cuerdas. En realidad estaban enviando una señal de que ya estaban pasando hambre y, en las condiciones de encierro y sin posibilidad de ingresos, no tenían opción: pedían solidaridad, pedían comida.
De esas casas vulnerables salen por las mañanas vendedores con sus carretones llenos de frutas y verduras; trabajadores por cuenta propia que viven del ingreso diario y que carecen de protección social.
Yaneth Soto, una madre soltera que vende ropa de segunda o tercera mano en las calles de Santa Ana, al occidente del país, notó lo que ocurría. Cuando vio los pañuelos blancos a su alrededor, decidió enviar al grupo de WhatsApp de sus vecinos algunas imágenes.
La primera, de una blusa azul marino de mujer con un cartel escrito a mano: “Cambio por paquete de galletas”; la del pantalón corto, arrugado, tirado sobre el piso, propone: “Cambio por una libra de frijol”; y una tercera es la de una blusa de mujer, a rayas rosas con blanco, ya deformada por el uso, por la que se piden apenas “dos bolsitas de detergente”.
Su intención era recoger algunos víveres para compartirlos con esas familias que tiraban la toalla porque ya habían luchado y no podían más. Pero sus amigos decidieron ampliar el radar y subirlas a Facebook y Twitter. La respuesta solidaria llegó rápidamente desde distintos puntos del país y sirvió para ayudar a 37 familias con frijoles, arroz, café, harina, papel higiénico, detergente y hasta galletas para los niños.
Para ella era urgente atender el llamado de las banderas blancas porque sabía que allí no había llegado ninguna ayuda municipal ni del Gobierno nacional en dos meses. “Acá como que somos invisibles. No nos miran”, dice Yaneth.
Ella tuvo la suerte de ser beneficiaria del bono de 300 dólares que el Gobierno entregó a finales de marzo a un millón y medio de salvadoreños, pero el dinero ya se esfumó en comida y en medicinas para su trombosis. Esa ropa ajada que propuso como trueque era parte de la mercadería que ya no pudo salir a vender.
A pesar de la tensión que siente porque debe abonar 57 dólares mensuales al pago de un préstamo y guardar 80 dólares para la renta mensual de su vivienda, se abstuvo de salir a trabajar. Tuvo dos razones fundamentales: todos los días caminaba con sus dos hijos para ganar entre uno y 13 dólares (cuando es un día bueno) y tenía temor de que se contagiaran. La otra razón: el miedo a que la detuvieran por violar la cuarentena y la confinaran en centros de contención, como le sucedió a más de 2 mil 400 salvadoreños.
Muchos de esos “presos inocentes” intentaron hacer valer sus derechos en las puertas de la Corte Suprema de Justicia, pero sus resoluciones fueron desdeñadas por el presidente Bukele; en lugar de aplicarlas, ordenó a los ministros de Defensa y de la Policía endurecer aún más el trato a la gente en la calle: decomisar los carros y no titubear para doblarle las muñecas a los detenidos.
Esas historias de abuso policial y maltrato en los centros de contención han quedado registradas en más de 900 denuncias en la Procuraduría de Derechos Humanos. Otras arbitrariedades fueron publicadas casi en tiempo real con fotos, videos y comentarios de angustia e indignación en las cuentas de redes sociales de los “encuarentenados”. Así se llamó a esos salvadoreños que arribaron al país y fueron recluidos por más de 30 días en caóticos albergues, sin información confiable sobre su salud.
La mano dura también llegó a las cárceles cuando hubo un repunte de los homicidios en las calles (77 en cuatro días). El mundo se escandalizó con las fotografías de cientos de presos en boxers, semidesnudos y apiñados, sin ningún distanciamiento social.
En lugar de preocuparse por cómo evitar la expansión del virus y la mortandad en las hacinadas prisiones, Bukele se jactó de obligar a las dos pandillas rivales de El Salvador (MS-13 y Barrio 18) a convivir en celdas selladas con láminas, de modo que nadie vea la cara del otro.
Los salvadoreños se encerraron todavía más a partir del 7 de mayo cuando un nuevo decreto eliminó el transporte público (incluidos los taxis y el servicio de Uber) y se prohibió atravesar límites entre municipios.
Ese fue el golpe final para que muchas empresas decidieran echar llave y no seguir trabajando a medio vapor porque no podían asumir los costos de movilización de sus empleados. En el campo ya se habían perdido cultivos que están amarrados a la cadena de producción de fábricas de alimentos o a las cocinas de hoteles y restaurantes.
Los días amanecen con un silencio pesado, sin ruidos de máquinas de las fábricas o construcciones, ni de vendedores ambulantes. Cada vez es más difícil comprar comida: a partir del 7 de mayo sólo es posible salir a buscar alimentos o medicinas cada cuatro días. A cada quien le corresponde un día, según el último dígito de su documento único de identidad.
Con los mercados populares cerrados, los salvadoreños han tenido que programarse para esperar una o dos horas en las filas de los supermercados.
Pero el repliegue colectivo no ha dado los resultados esperados. La cuarentena no ha servido ni para ralentizar la curva de contagios, ni para preparar el sistema de atención.
El sistema de salud no estaba listo. Más de 55 días después, el personal seguía reportando falta de equipo de bioseguridad y protocolos adecuados para atender a los pacientes sospechosos, como si aún estuviéramos en las primeras semanas.
El presidente Bukele es conocido dentro y fuera del país por su grandilocuencia. En uno de esos episodios prometió construir “el hospital más grande de Latinoamérica” a un costo de 70 millones de dólares en un tiempo récord de dos meses y medio: su propia versión de la proeza China de construir un hospital en 10 días en Wuhan.
Transcurridos dos meses, el megaproyecto llevaba únicamente 34% de avance mientras todos escuchaban al ministro de Salud repetir con preocupación: “Estamos entrando en un colapso del sistema de salud”.
La estrategia oficial no dio los resultados esperados. La curva de contagiados no se aplanó. A fines de abril se reportaban 424 casos positivos de la COVID-19. Al finalizar mayo, los confirmados rebasan los 2 mil 300 y otros mil 700 son sospechosos. El número de fallecimientos creció de 10 a más de 40.
El pico aumentó, al igual que las presiones de grandes y pequeños empresarios por saber cómo sería el plan de reactivación porque ya se acercaba el fin del plazo de tres meses de congelamiento de facturas de alquiler y servicios.
Aún no era posible imaginarse “el día después” del encierro. Todo lo contrario. La película seguía siendo la misma. El domingo 17 de mayo, en su octava cadena nacional de radio y televisión, Bukele pidió a los televidentes que cerraran los ojos e imaginaran a un pariente que se asfixia por no ser atendido en un hospital. "No es tiempo de abrir, por más que griten los empresarios", insistió.
Pero la determinación sólo duró 24 horas, luego de que la Asamblea Legislativa aprobó una ley para reabrir gradualmente la economía. Entonces se atrevió a poner una fecha para el fin de la cuarentena: 6 de junio, siempre y cuando la población cumpla con “una cuarentena más severa” para bajar la curva de contagios, y que en lugar de los 70-100 nuevos casos diarios sean 20 o 30.
Los detalles de las fases y protocolos seguramente llegarán a golpes de tuitazos a altas horas de la noche, como es la costumbre del presidente.
Para esa nueva etapa, la población ya está entrenada: se han normalizado las colas de gente en supermercados y bancos. Todos aceptan que el aire acondicionado es secundario, que se ingresará por grupos y que se deberá esperar con distancia sin ver sonrisas (anuladas por los tapabocas obligatorios); sin platicar ni desahogar las frustraciones por haber perdido el empleo o la fuente de ingresos. Sin poder comentar que ya no vienen las remesas o que no saben cómo terminarán el año escolar los hijos.
Sin poder comentar, en fin, que venimos de un mundo raro donde el presidente Bukele no sólo ha practicado el distanciamiento político, sino también el científico; un mundo donde incluso se prohibió la venta de flores y pasteles para el Día de las Madres.