Cuando Enrique Oyarzún hacía sonar el silbato en Estocolmo, sentía que era él quien tenía el control. Con un cintillo blanco en la cabeza y sus tarjetas de árbitro en la mano, el chileno ponía orden en una cancha llena de suecos que corrían detrás de una pelota de fútbol. Contaba que en Suecia vio mucha discriminación contra los latinos, pero él cada fin de semana estaba en una posición de poder: en el fútbol este sudamericano decidía lo que era justo y lo que no. “Quería dejar bien parado a su país, que los suecos supieran que en Chile nos atenemos a las reglas”, cuenta Natalie, su nieta mayor. Oyarzún amaba ser árbitro y, aunque era solo un pasatiempo, llegó a participar en ligas semiprofesionales y a presentarse hasta en tres partidos seguidos.
Decidió irse de Chile en 1976. Después de tres años de dictadura, no pudo soportar la presión de las metralletas mientras manejaba grúas en el puerto de Valparaíso. “Cualquier paso en falso me hubiera costado la vida”, contaba. Se fue solo a sus 37 años para abrir camino a su esposa y sus dos hijos. Durante los casi setecientos días que estuvieron separados, le escribió cartas a Sonia, su gran amor, con quien pololeó cuatro meses y estuvo casado seis décadas. Esas cartas lo mantuvieron vivo, aunque muchas veces fueran interceptadas o llegaran abiertas. Quizás por eso entró a trabajar a Correos en Suecia, donde estuvo más de veinte años meticulosamente seleccionando, categorizando y enviando encomiendas. Lo hacía tan bien, que la empresa lo condecoró con “la llave de la ciudad” de Estocolmo, en reconocimiento por sus funciones.
Oyarzún estaba acostumbrado a trabajar duro. Era el menor de catorce hermanos y no pudo terminar el colegio porque debió salir a trabajar de niño para ayudar a su familia. Con el dinero que ahorró en Suecia le compró una casa a sus nietas en Chile, a quienes quería como si fueran sus hijas. “Entregaron todo. Vivían en un departamento de una pieza para enviarnos dinero”, cuenta Natalie sobre sus abuelos. Él viajaba con su esposa cada seis meses para quedarse con ellas la mitad del año. Sus nietas marcaban los días de espera en un calendario y los iban a recibir al aeropuerto con pancartas de bienvenida. “Cuando llegaban era mejor que navidad”, recuerda su nieta mayor, quien hace pocos meses anunció que esperaba una niña. Ahora era Oyarzún quien contaba los días para conocer a su primera bisnieta.