Mario Bucana podía andar sin zapatos por el canal 5, pero nunca sin su chaleco de camarógrafo. Luego de una comisión, le incomodaba más la estrechez de su calzado que los diez bolsillos de su uniforme. Solía usarlo tanto que el atuendo acababa fatigosamente deshilachado, pero Bucana parecía orgulloso de esas cicatrices destejidas del oficio. En las fotos siempre aparecía con su cámara, su chaleco azul y una indeleble sonrisa de niño. En más de 35 años de carrera, su entusiasmo permaneció intacto a pesar de las innumerables desgracias que tuvo que registrar: atentados terroristas en una Lima en penumbra, conflictos bélicos en medio de la selva, huaicos que arrasaban con comunidades enteras y terminaban embarrándolo de pies a cabeza. Sin pretenderlo, Bucana nos narró con sus ojos la historia del país de las últimas décadas.
El hombre del chaleco era un veterano con la energía de un veinteañero. Podía aconsejar a los practicantes como un viejo zorro y al mismo tiempo correr más que ellos en las comisiones. Aunque a menudo el horario nocturno suele asignarse a los más jóvenes, él prefería trabajar de noche como un sonámbulo con la mirada encendida. A veces, después de la jornada laboral, todavía le quedaban ganas para ir caminando hasta su casa. Su esposa se ríe cuando recuerda cuál era su manera de descansar: limpiando cada rincón del domicilio. Pero toda esta vitalidad se resumía mejor en su forma de bailar. Sin una gota de alcohol, Bucana solía moverse hasta abajo, contornearse solo en la pista de baile, inventar pasitos que hacían reír a todo el mundo. «Bailaba como un chibolo rocanrolero», cuenta su colega José Llaja. Era tan bueno que a menudo ganaba las competencias de danzas en su canal.
Como no quería perderse ninguna fiesta, solía apuntar en una agenda los cumpleaños de sus amigos. Ese día se aparecía en sus casas sin avisar y casi siempre después de las once. De pronto Bucana tocaba la puerta y pedía que encendieran la música. «Qué viva la jerga», gritaba a menudo confundiéndose con la palabra «juerga». «El cholito tenía esos arranques de ternura en los que entreveraba las palabras», recuerda Llaja. Pero el término con el que nunca se confundió fue con «cholito». Lo repetía tanto que acabó siendo su apelativo. El Cholito Bucana, como lo recordarán las decenas de colegas y amigos, hizo de esa expresión su sello personal. Una suerte de marca registrada que, junto con su cámara y su eterno chaleco, encarnan ahora su memoria.