Cada vez que estaba de mal humor o preocupado, Juve Pinedo se encerraba en la habitación que compartía con su esposa y escuchaba música a todo volumen. Desde el segundo piso de su casa en Iquitos, ciudad de la Amazonía peruana, retumbaban canciones de Pedro Suárez Vértiz, Los enanitos verdes o Juaneco y su combo. Ese estruendo familiar contrastaba con la personalidad parsimoniosa y de pocas palabras de Juve. Mientras su equipo de sonido vibraba en lo más alto, el director de la Escuela Superior de Formación Artística Publica Lorenzo Lujan Darjon no cantaba, ni siquiera tarareaba: solo oía en silencio aquellas letras y melodías que lo llevaban de nuevo a su habitual calma.
Su mejor manera de expresarse fue con los sonidos de los instrumentos. Tocaba la guitarra, el bajo, el piano, la batería, incluso el clarinete o el violín. Al lado del cuarto matrimonial el profesor de música tenía un estudio en el que guardaba todas sus preciadas herramientas. De ahí las desenfundaba cada vez que debía ir a tocar con alguno de sus grupos musicales: Scala, cuando se trataba de música regional amazónica o Los Dogmas, cuando había ganas de rock. También pertenecía a una banda de mariachis y al conjunto de la iglesia Virgen de Loreto. No le gustaban las fiestas, pero iba a ellas para armar la jarana.
Las palabras de Juve, aunque escasas, solían ser justas y, en varios momentos, cruciales. “Siempre que había un problema él no se desesperaba como yo”, dice Grace Lozano, su compañera por más de dos décadas. La mujer recuerda la vez en que uno de sus hijos gemelos, cuando era bebé, enfermó de neumonía gravemente. Mientras ella lloraba desconsolada en los pasillos del hospital, Juve la tranquilizó y luego fue a preguntarle al médico una sola cosa: “¿cuál es la solución?”. Con esa misma precisión, el músico silente habló en el entierro de su madre, o cuando se enteró del nacimiento de sus primogénitos, sus gemelos. Su mujer no olvida lo que le dijo en aquella ocasión: “Soy el hombre más feliz”.