Un día antes de cada votación, mi madre alistaba todo para su propia fiesta electoral. Esto consistía no solo en encender el ánimo, sino también el espíritu. La casa se llenaba de la algarabía que ella irradiaba en cada rincón, en cada llamada que hacía. En esos domingos, preparaba café puro, pasado gota a gota, freía camote, y a veces algo de atún con cebolla. Su tez blanca, con los anteojos a medio rostro, le infundían un aire de sabiduría. Yo iba a comprar el pan, mientras mi hermana colocaba la mesa. “¡Ya va a empezar!”, decía mi madre en voz alta, nunca gritando.
No interesaba quién fuera su candidato favorito. Ella observaba todos los desayunos de los aspirantes a la presidencia. Examinaba sus mesas, con quiénes compartía la comida, con qué mano cogía el cubierto y, sobre todo, qué desayunaban. “Si no toman café, no es desayuno”, pronunciaba mientras daba sorbos de café caliente como a ella le gustaba.
Las reuniones electorales eran un pretexto para empezar el desayuno a las nueve de la mañana y prolongarlo hasta que mi hermana Olga pedía almuerzo, lo cual ocurría a las 3 de la tarde, siempre una hora antes del flash electoral. La conversación nunca era monótona. El material fluía: hablábamos de la familia, de nuestras carreras, de los libros que leíamos y hasta de nuestra forma de mirar el mundo. Desde que tengo uso de razón hasta la actualidad, ella brindó estos desayunos sin que decaiga su apremio por servir a los demás. Le gustaba el término “la fiesta de la democracia”, y a veces me pareció que lo decía para dar la contra a mi padre, que era de tendencias más autoritarias.
Se empeñó en vivir cada acontecimiento de manera intensa, con la cordialidad de escuchar y aglutinar a la familia, de llamar en cada onomástico, o de enviar cartas de agradecimiento. “Eres la mamá grande”, le decía yo. “Estás en todas. Como Úrsula Iguarán”, recordando al personaje de su novela favorita Cien años de soledad. “No”, respondía ella, “yo soy la mamá gallina que cuida a sus polluelos. Pero a veces me convierto en una leona”, decía. Y era cierto, así fue siempre mi madre: la mamá gallina que nos defendió como una leona.