Durante décadas, a Amelia Huanaquiri le dijeron que no debía hablar en omagua, el idioma que aprendió de sus abuelos. Su esposo, un hombre experto en cazar sajinos, solía regañarla cuando la escuchaba pronunciar esa lengua. No hables así, le decía, se van a burlar de ti. Ambos habían salido de San Joaquín —el pueblo donde cruzaron miradas por primera vez— para instalarse en Iquitos con sus hijos. Desde entonces, Amelia tuvo que callar en omagua y ser locuaz en castellano. Pero en secreto seguía hablándose a sí misma como lo hacían sus ancestros. A pesar del paso del tiempo, su memoria conservó intactos los relatos que sus abuelos le contaron de niña: mitos sobre mundos repletos de tunches, plantas que curaban la tos y la viruela, demonios de ríos que robaban el espíritu de los hombres. Hasta que un día, a sus casi noventa años, un grupo de lingüistas la buscó con un insólito pedido: escucharla hablar en esa lengua que durante tanto tiempo le dijeron que olvidara. No lo sabía, pero las palabras de su infancia estaban en extinción. Ella era una de los tres o cuatro hablantes que quedaban sobre la tierra.
Los estudiosos que venían de muy lejos empezaron a llamarla sabia o maestra, pero para Amelia hablar de su comunidad era más bien un acto de nostalgia. Podía pasarse horas relatando las bromas de sus tías omaguas o explicando un término de su niñez que no tenía traducción exacta, como aisɪkapashiru (persona feísima), asɨrɨka (bajar por el río) o amiastaka saʃimay (no aguanto el dolor). A eso se dedicó los últimos meses de su vida: a entregar sus recuerdos a unos especialistas para sistematizar el alfabeto omagua. Desde su imperturbable serenidad, Amelia resguardó no solo las diecisiete letras de una lengua, sino también la memoria de un pueblo entero.
Aunque muchos la veían como la reliquia de una cultura, en su casa era la abuela que oraba de rodillas todas las tardes a las cinco, que caminaba durante horas por las calles de Iquitos para visitar a sus sobrinos, que cocinaba patarashcas, mazamorras de plátano con yuca y su bebida predilecta el chapo de la selva. «Era tan activa que todos pensábamos que viviría más de cien años», recuerda Zoila Huanaquiri, su sobrina más cercana. Una de las últimas veces que ella vio a su tía, Amelia le enseñó una palabra en omagua. «Yatɨma (entierro)», le dijo, y enseguida añadió en voz baja, como si dijera un secreto: «Cuando yo parta, quiero que me entierren en mi pueblo y con mis abuelos».
Puedes revisar aquí el diccionario de la lengua omagua. Actualmente el Ministerio de Cultura está trabajando en una versión actualizada de este diccionario.