Roldán Alvarado no solo era un perfeccionista en la escultura, sino también en la cocina. La misma concentración y detalle que invertía en moldear con arcilla una de sus piezas ―una boa, una mujer iquiteña, una orquídea― las ponía al comer un lomo saltado. Si al plato le faltaba un ingrediente, por ejemplo el tomate, el escultor podía perder la paciencia y renegar por un buen rato. A veces, alguno de sus tres hijos bromeaba con su genio susceptible y le decía “Gargamel”, como el villano entrañable de los pitufos. Entonces el hombre se distraía y soltaba la risa como si nada hubiera pasado.
Pero Roldán Alvarado no solo era un comensal exigente, sino también un cocinero detallista. Cada vez que se celebraba un cumpleaños o una ocasión especial en la familia, era él mismo quien hacía las compras en el mercado y preparaba el plato de fondo. Sus especialidades eran el escabeche y el pollo al horno con ensalada de verduras. Saciar el hambre en medio de una fiesta era su forma de hacer regalos y dar amor a los que más quería. También era uno de sus momentos favoritos. “Cuando hacíamos reuniones se le veía muy feliz. Venía familia de él, la familia de mi mamá y reíamos y vacilábamos”, cuenta Braulio Alvarado, su hijo menor.
Siempre hizo grandes acciones con las manos. Como profesor de la Escuela Superior de Formación Artística Pública de Bellas Artes Victor Morey Peña entregó sus secretos del oficio a sus alumnos, durante 35 años. No tenía recelos, ni egoísmos al enseñar. También pasó algo parecido con sus hijos, quienes heredaron parte de sus dones. “Todos hemos sacado algo de mi papá”, dice Braulio Alvarado. Su hermana mayor dibuja, la segunda modela y pinta uñas, y él hace esculturas.
Como un recuerdo de que las manos de Roldán Alvarado fueron excepcionales y prodigiosas, quedan, en los tres pisos de su casa, muchos de sus moldes para sus esculturas y también sus trabajos terminados. Varios son máscaras de bronce, de personajes mitad humanos, mitad animales, que parecen estar mirando algo impresionante.