Para decorar su consultorio, Beatriz Solís Rosas solía ingresar con sigilo en la habitación de su hija y llevarse los mejores juguetes del estante. «Yo ya sabía: cuando no encontraba uno de mis muñecos era porque ella los tenía en su trabajo», recuerda Paola Aíta sin aguantarse la risa. A pesar de sus más de setenta años, la pediatra era como una niña con bata blanca que se dedicaba a curar a otros niños. Cuando los atendía, no hablaba como doctora, sino como una amiga pequeña que había tenido el percance de envejecer. En casa, se reunía con su pandilla de cuatro nietos para hacer videos en TikTok y jugar Warcraft durante horas. Cuando quería descansar, pintaba mandalas o se abstraía viendo películas de vampiros adolescentes como Crepúsculo o dibujos animados como La pequeña Lulú.
Por las mañanas, antes de ir al consultorio, cumplía el ritual de echarse colonia por todo el cuerpo y luego bebía un sorbo de la botellita: «Para el aliento», explicaba con voz pícara. A veces también lo hacía sin darse cuenta mientras atendía a un paciente. Una vez un niño la vio bebiendo colonia y cuando llegó a su casa copió el gesto de la pediatra. Al día siguiente Beatriz tuvo que calmar ruborizada a la madre furiosa. «Su personalidad juguetona la hacía conectar con los niños», dice su hija. Se llevaban tan bien que incluso algunos siguieron atendiéndose con ella cuando ya eran adultos.
Además de una pediatra traviesa, Beatriz también era una política admirada. A lo largo de su vida fue consejera regional, regidora y secretaria local del APRA, el partido más antiguo del país. Era tan respetada que hasta sus adversarios políticos se quedaban mudos al querer desprestigiarla. Para su hija, no hay imagen más simbólica que los pies de Beatriz en las campañas electorales. Sin importar el dolor de una tromboflebitis que solía hincharle las piernas, ella no se cansaba de recorrer los pueblos repartiendo volantes y escuchando a las personas. A menudo transitaba en taxi difundiendo sus propuestas con un megáfono. «Nunca ofrecía promesas que no iba a cumplir», recuerda su hija, quien solía acompañarla en esas excursiones electorales. Al fin y al cabo, la pediatra practicaba la política como hacía todo lo demás: con la espontánea honestidad de una niña.