Todos los días, en algún momento de su jornada laboral, el abogado Fernando Zegarra recibía el mismo mensaje: “Hola, papi. No te olvides de traerme mis stickers”. Era la década de los noventa y los celulares aún no se popularizaban en Lima. Zegarra recibía el recordatorio en su beeper. De lunes a viernes, Mariana, su hija que en ese entonces tenía diez años, llamaba a una operadora y le dictaba el mensaje que le urgía decirle a papá. “Siempre le pedía mis stickers de Barbie o de cualquier otro dibujito. Ahora me imagino a mi papá caminando desde su trabajo hasta la librería Minerva, la única que vendía los stickers que me gustaban”, recuerda Mariana.
Como abogado, Zegarra era inquebrantable. Nada lo podía convencer para torcer la ley. Sin embargo, su firmeza tambaleaba frente al cariño de sus tres hijos. Ellos lo recuerdan como un padre que siempre estuvo al pendiente. Y Mariana, la única niña de la familia, como un adulto cómplice de todos sus deseos. Era él quien la recogía ni bien ella estornudaba o le dolía el estómago en la escuela, quien la llevaba a alquilar películas a Blockbuster con sus amigas y le compraba todas las golosinas que le pedía en la bodega. Esta disposición para atender a sus hijos no terminó cuando ellos dejaron de ser niños. Si a alguno se le quedaba las llaves dentro del carro, él no dudaba en manejar hasta donde estuviese para auxiliarlo. A veces sus pedidos llegaban cuando Zegarra ya estaba en pijama. “Uy, hoy sí que estoy cansado”, admitía a su esposa y compañera de más de cuatro décadas. “Diles que no puedes”, le respondía comprensivamente ella. Pero eso para Zegarra era imposible.
Unos años antes de la pandemia, él y su familia viajaron a las playas del norte del país. Después de uno de esos días bajo el sol, cuando todos estaban en el carro de regreso a Lima, su yerno, el esposo de Mariana, se dio cuenta de que se le había caído su cadena de oro en la playa. Zegarra dio la vuelta con el carro y todos bajaron a buscar la cadenita extraviada. De pronto, alguien la encontró entre la arena. El suegro, a lo lejos, mientras hacía su propia búsqueda en la orilla, levantó lo brazos, gritó “bien” y dio un salto. Mariana dice recordar con claridad ese saltito de su padre. Un acto espontaneo que evidenció la alegría más honesta de toda su vida: ayudar a su familia bajo cualquier circunstancia.