Por: Bikut T. Sanchium
Quienes conocieron a Santiago Manuin saben que su ingenio siempre te sacaba una carcajada. Los chistes que contaba se basaban en sus propias anécdotas, experiencias o historias de los seres vivos de la Amazonía que había visto. En los breves años que fuimos amigos —nos conocimos durante mi etapa universitaria—, lo que más recuerdo es su sonrisa de oreja a oreja que no desaparecía ni siquiera en los momentos más difíciles. Él para mí era un maestro. Un referente en la sabiduría y pensamiento awajún, quizá más cercano a los del Oriente. Nos teníamos un trato familiar. Él me acogía como su sobrino y yo como si fuera mi tío. Conocerlo más allá de su nombre, en la vida y en su filosofía, fue para mí el reencuentro con la capacidad y potencial intelectual del pueblo de donde provengo: awajún.
Hay algo muy curioso que me recuerda a Manuin cada vez que voy al mercado. Es el queso. En su plato de comida nunca podía faltar el queso. Una vez, antes de ir de vacaciones a su casa, le pregunté a su hija Sekut qué le encantaba comer a su padre. Su respuesta me asombró y a la vez me hizo reír. Me comentó que un día Santiago se acabó el queso que ella tenía guardado y que le dejó sin nada. Era tan aficionado a este alimento que incluso llegó a decir: “Si alguien me ofreciera en este instante el queso a cambio de mi hija, sería capaz de venderla”. Y luego se echó a reír de su frase traviesa.
Por otro lado, el viejo Manuin —como lo llamo con mucho cariño— era muy buen conversador y un ser dotado para la reflexión. La primera vez que fui a visitarlo me quedé una semana en su casa. Cada día, antes y después del desayuno, almuerzo y cena, respectivamente, sentados en la banca de su sala, nos poníamos a conversar casi de todo. Él reflexionaba a partir de su experiencia, trayectoria y entendimiento del mundo y yo también hacía lo mismo. Era una conversación intensa y armónica entre un joven curioso y un hombre muy sabio. Solo dejábamos de hablar cuando nuestro cuerpo y mente no aguantaban más. “Sobrino, ya estamos cansados. Ve a dormir. Luego seguimos conversando”, decía finalizando la plática. Yo me ponía de pie agotado, como si estuviera en la semana de parciales o finales de la universidad que, de hecho, tenían casi el mismo nivel de exigencia que mis diálogos con Santiago. Intenté varias veces no salir cansado de la conversación, pero no pude. Al final entendí que pensar, reflexionar y hablar con argumento consume la energía del cuerpo.
Esas conversaciones eran preciosas y más aún en su silenciosa parcela El mirador, ubicado al frente del río Marañón. Allí, en los atardeceres de sol rojizo claro, con un cielo azul profundo, un viento fresco y el agua verde intenso del río, Manuin se sentaba en una silla a mirar los peque peques que iban y bajaban del pueblo de Nieva. A veces sólo apreciaba el río o el movimiento de algún pescador.
Una mañana que volvía a mi casa, tras el desayuno, Manuin me dijo unas palabras. “Sobrino, mucha gente dice que vivo con el dinero del pueblo, pero tú mismo has visto que vivo de los productos de mi chacra, granja, río, quebrada. Aquí en mi parcela hay desarrollo sostenible”. Cruzamos nuestras miradas serias. “En 2009 peleamos con lanzas para defender nuestro territorio y casi nos ganan porque no estuvimos preparados a nivel intelectual. De aquí para adelante la lucha no será con lanzas, sino con el conocimiento. Por eso, ustedes jóvenes tienen que prepararse mejor” añadió. Él, mi maestro, tenía esperanza en la nueva generación.
Santiago, no pude estar a tu lado en tus últimas líneas de lucha contra la muerte. Me duele tanto tu partida. Has ido en silencio como si aquello fuera la paz de tu tierra. Qué haré al no verte cuando vaya a Nieva, a tu casa y me sienta a ver el atardecer desde la parcela, y la nostalgia me invada. Qué haré cuando quiera discutir sobre nuestro pueblo y la vida, pero la vida ya no cuente contigo. Aun así, vives en nuestra Amazonía, el maravilloso tesoro milenario que defendiste perdiendo una pierna. Y seguirás vivo en cada lucha “por vivir en paz en nuestro territorio”. Es irónico decirlo: me abriste un fragmento de herida y dolor que no supe cómo calmar sino escribiéndote unas poesías de despedida. Aquellas han sido líneas de lágrimas.