Cuando en 1993 el actor Kevin Costner aterrizó en Isla de Pascua, llevó con él a un equipo de actores de Hollywood y millones de dólares a un lugar donde no solía llegar casi nadie. En la isla más alejada del mundo todos recuerdan ese año, porque Rapa Nui —la película que Costner produjo— marcó el inicio de una era que revolucionó su economía. Desde entonces empezaron a llegar cientos de turistas ansiosos por conocer su historia y el misterio de los novecientos moais: las enormes figuras de piedra con forma humana, esculpidas hace siglos de la cantera de un volcán.
En los últimos veinticinco años, los rapanui han ofrecido su cultura como un producto turístico orientado a satisfacer a europeos, rusos, estadounidenses, asiáticos y continentales, que han llegado de forma masiva para tener una experiencia única en medio de la polinesia. Aunque la isla es tan pequeña que basta una hora y media para rodearla en vehículo, el año pasado recibió a 120.000 visitantes, un número diecisiete veces mayor a la población del lugar. Sólo en febrero último, se calcula que más de ocho mil turistas viajaron para asistir a la Tapati, el festival cultural en donde se despliega un espectáculo exótico de carros alegóricos, canotaje ancestral y competencias de caza submarina que terminan en la coronación de los reyes Rapa Nui. El éxito turístico y económico ha sido tan rotundo que les ha permitido vivir bien por años: muchos han creado negocios que nunca antes estuvieron en manos rapanui, como empresas de carga aérea o supermercados, han comprado autos de lujo como Land Rover de último modelo, o se han ido de vacaciones a lugares como Europa o Tahití.
Pero el domingo 15 de marzo todo cambió. Los contagios de COVID-19 se esparcían por el mundo aceleradamente y los rapanui temían que la pandemia llegara a su isla, ubicada a más de 3.800 kilómetros del continente y donde sólo hay tres ventiladores mecánicos para los casi ocho mil habitantes. Ante la inacción del gobierno chileno, en el mismo aeropuerto donde hasta entonces recibían a cientos de turistas con collares de flores y música polinésica, un grupo liderado por mujeres protestó con pancartas en idioma rapanui e inglés, exigiendo que no aterrizara ningún vuelo comercial más.
La medida fue efectiva: a cuatro meses del cierre de la isla se han registrado sólo cinco contagios. El problema es que sin turismo el 80% de la economía se desplomó a cero y no hay señales de que pueda reactivarse en el corto plazo. Sin embargo, el hecho de que se quedaran sin su principal fuente de ingresos no ha afectado su subsistencia. A diferencia quizá del resto del mundo, la pandemia no ha sido una desgracia para ellos.
“Los rapanui no necesitamos dinero para sobrevivir bien”, dice alegre Hotuiti Teao, un conocido modelo y dueño de un hotel boutique, quien es también director de la Cámara de Comercio de la isla. “Es tan simple como agarrar un candado, cerrar el hotel y salir a pescar —explica—. De hambre no vamos a morir”. El mar siempre ha traído abundancia, pero ahora con la pandemia los rapanui pueden disfrutar incluso de langostas y atunes de aleta amarilla, que antes solo capturaban para vender a los turistas porque son especies muy cotizadas.
No solo se proveen del mar sino también de la tierra fértil de la isla, en donde crecen fácilmente camotes, zapallos, mandioca, plátano, mango, guayaba. Por ser un territorio indígena, los rapanui son los únicos dueños del suelo que pisan y además están exentos de pagar impuestos. “Acá la gente nunca va a pasar hambre porque todas las familias viven en comunidades y tienen cultivos”, asegura Anakena Passalacqua, una mujer de 35 años que creó una fundación ambiental en la isla. “No existe pobreza como en el continente”, agrega. Desde marzo, los rapanui han hecho ollas comunes y curantos —un plato milenario que se prepara en un hoyo en la tierra entre piedras volcánicas— para compartirlos con quienes más lo necesitan. Eso ha sido clave para la subsistencia durante la pandemia, sobre todo de continentales que quedaron sin trabajo, ya que ellos no tienen tierras y no pueden cultivar sus propios alimentos. Para Leonardo Pakarati, quien trabajó en la película de Costner y hoy tiene su propia productora audiovisual, compartir está en la esencia de la identidad de su pueblo. “Ser Rapa Nui es saber pescar, saber correr, saber plantar, saber tomar agua de lluvia. Y es saber que cuando no queda nada, siempre queda algo. Y que cuando algo queda, queda para todos”, explica.
Mientras que en las ciudades se educa a las personas a que la comida se adquiere con dinero, en Isla de Pascua los rapanui aprenden desde niños a cazar, cultivar y pescar para subsistir. En una comunidad cuya supervivencia no depende de generar ingresos, la principal preocupación ante una pandemia sólo consiste en evitar los contagios.
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Por primera vez en décadas, no hay visitantes en la isla a quienes atender y los rapanui han aprovechado esto para convertir la crisis en una oportunidad de desarrollo. Frente a los 4.200 desempleados que se calcula dejó el colapso de la economía, el alcalde del lugar creó un programa de empleo de emergencia, basado exclusivamente en el trabajo comunitario y la sustentabilidad. Hoy son 1.200 personas contratadas para plantar flores y árboles, abrir nuevos senderos de trekking, pintar colegios y asistir a los adultos mayores. Algunos bucean para limpiar los desechos que contaminan corales y montes submarinos. Otros recogen la basura de las playas que dejó el turismo y separan toneladas de botellas de cerveza, vino y latas de bebida. “Un lugar con una cultura milenaria prestigiosa en el planeta no puede estar acumulando cerros de basura o de escombros —dice el alcalde Pedro Edmunds—. Por eso también estamos procesando lo reciclable, para tener la isla preparada y lista cuando abra el turismo”.
Otro proyecto que el municipio implementó para enfrentar la crisis es el de huertas domiciliarias, que se enmarca en un programa de soberanía alimentaria de Naciones Unidas que la pandemia adelantó. Este consiste en la entrega de catorce variedades de vegetales, como tomate, lechuga, pepino y zapallo italiano, a todas las familias de la isla. La idea es que, más allá de la crisis sanitaria actual, todos los rapanui sean capaces de cultivar y comer lo que cosechan sin necesidad de un minimarket o una verdulería. Aunque la mayoría de ellos sabe cómo sembrar una hortaliza, hasta hace unos meses gran parte de los hogares no contaba con un huerto. Hoy ya se han instalado en 350 viviendas y el alcalde asegura que de aquí a fin de año los tendrán en todas las casas de la isla.
Los rapanui renuevan su isla durante la pandemia
Hasta antes del cierre del turismo, muchos productos venían del continente. Algunos de ellos son esenciales y siguen llegando en barcos y aviones, porque no pueden producirse en la isla, como la bencina o los medicamentos. Pero también se traían frutas y verduras. “Todo dependía del avión. En los dos vuelos diarios llegaban unas treinta toneladas y muchos nos preguntábamos por qué teníamos que andar trayendo desde el continente alimentos que perfectamente se podían dar acá”, comenta Hotuiti. El empresario turístico espera que una vez que se abran las fronteras, la gente siga cultivando vegetales para que provean ellos mismos a los hoteles y restaurantes, que antes compraban en los mercados de Santiago. Así ese dinero podría quedarse en la isla.
“El mundo ya cambió y tenemos que adaptarnos a esos cambios”, reflexiona Camilo Rapu, presidente de Ma´u Henua, la comunidad indígena que administra el Parque Nacional Rapa Nui, cuyo ingreso depende directamente del turismo. El año pasado, Ma´u Henua recibió más de 5,5 millones de dólares por el pago de entradas al parque. Rapu dice que el 70% de ese monto se gasta en el sueldo de las trescientas familias que trabajan ahí.
Como no hay turistas, la comunidad no ha podido generar ningún ingreso. Por eso están desarrollando un proyecto llamado Plan Umanga, basado en un principio ancestral rapanui que había quedado relegado por la vorágine del turismo: trabajar juntos por un fin común. “Nuestra visión es volver a nuestros orígenes para poder diversificar los ingresos y no ser tan dependientes en el futuro de una sola industria”, comenta Rapu. Como parte del plan, han empezado a rescatar los productos que les ofrece la isla y proyectan exportar aquellos que no se encuentran en Chile continental, como las piñas o la miel autóctona que hay en 200 puntos del parque. También han vuelto a cultivar y recuperar plantas con las que sus ancestros sobrevivían. “Antes las teníamos de adorno, pero ahora las vamos a cosechar”, explica.
La comunidad indígena quiere que se reactive el turismo, pero le preocupa el desgaste y sobrecarga de los sitios arqueológicos del parque. Uno de los problemas que tenían antes era que, cuando llegaba un crucero, bajaban mil turistas que visitaban la isla en solo uno o dos días. “Orongo, donde está el Hombre Pájaro, tiene una capacidad máxima de setenta turistas por grupo y entraban mil”, explica Rapu. Por eso otra de las medidas del Plan Umanga es proyectar una nueva ruta de ecoturismo con visita a cultivos de piña, plátanos, maracuyá y mañoca. “Para que no vean puros moais y así disminuimos la carga de visitación de los otros puntos turísticos”, dice el hombre que administra el Parque Nacional.
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Sin la estridencia de los shows de música y de baile, el sonido de las motos, los concurridos paseos turísticos y los restaurantes llenos, los rapanui se han vuelto a encontrar en la tranquilidad de una isla en silencio. “Es como cuando apagas la radio en una fiesta. No hay música, entonces todo tiene otra velocidad”, explica el cineasta Leonardo Pakarati, quien hace diez años fundó el primer periódico de la isla: El Correo del Moai .
Antes de la pandemia, él casi no podía hablar Rapa Nui porque había mucha gente de fuera de la isla. “Ahora he vuelto a hacerlo, porque me he encontrado de nuevo con mis primos, con mis amigos que están con tiempo”, cuenta. Leonardo también ha vuelto a ver a familias juntas pescando, cocinando en la playa y haciendo fuego. “Yo no echo de menos a los turistas”, dice con determinación. Para Carlos Edmunds, presidente del Consejo de Ancianos que reúne a los 36 clanes de la etnia, antes los rapanui solían estar ocupados y mecanizados por el turismo: “La gente no podía ni conversar. Ahora en cambio estamos mucho mejor”. A su juicio, el ajetreo de la llegada diaria de huéspedes y la preocupación constante de poder ofrecerles una experiencia cultural memorable, los mantenía desconectados.
En el último cumpleaños de su sobrino, el empresario Hotuiti se dio cuenta de algo importante. Estaba toda la familia reunida comiendo curanto y sus primos empezaron a tocar ukelele y guitarra. Compartir ese momento con el turismo activo habría sido muy difícil. En ese entonces todos cantaban en shows folclóricos o cenas que necesitaban música ambiental rapanui, y nunca lo hacían simplemente para pasarlo bien. “Estábamos desconectados al servir a pasajeros que venían, les dabamos un servicio, pagaban y se iban. Pero gracias a la pandemia hoy día la gente está disfrutando de estos momentos”, dice el dueño del hotel Harenua, quien antes solía ofrecer desde puestas de sol románticas y cabalgatas al volcán, hasta “matrimonios ancestrales”: ceremonias en cavernas privadas con vista al mar, donde todos se visten con atuendos de plumas y fibras e invocan a los ancestros para dar prosperidad a la unión.
Muchos rapanui piensan que cuando vuelva el turismo no debería ser la industria de antes, sino una menos masiva y estridente. La crisis sanitaria ha cambiado sus prioridades: les ha hecho ver que prefieren el bienestar de la comunidad antes que el éxito económico. Ahora están enfocados en diseñar un modelo de desarrollo que no se centre sólo en el dinero, sino en la calidad de vida de su comunidad. Al fin y al cabo, antes de la explosión del turismo ellos ya sabían vivir con menos. Leonardo Pakarati, por ejemplo, recuerda que cuando era niño en la isla no había zapatos. Tampoco latas para los techos, ni ladrillos, ni cemento, ni autos, ni motores, ni lanchas, ni televisión. “No había nada. Estábamos nosotros, nuestras cuevas, las casas en las que vivíamos, muchas veces hechas de chapas metálicas, y los botes que construíamos para ir a pescar. Y éramos inmensamente felices —asegura—. Nosotros sabemos, lo hemos vivido: se puede vivir con la misma dignidad siendo el mismo tipo de persona con o sin dinero, con o sin auto, en una cueva o en una casa”.
Desde que poblaron la isla, los rapanui han sobrevivido a guerras intertribales, expediciones esclavistas y epidemias que introdujeron extranjeros, como la lepra o la viruela, y que mataron a cientos de personas. En el año 1000 —su época de apogeo— llegaron a ser diez mil rapanui. Pero antes de firmar el tratado de anexión con Chile en 1888, la población había disminuido a sólo 111 personas. “Nosotros como pueblo originario hemos sobrevivido más de 1.600 años porque hemos aprendido a adaptarnos. Hoy somos la descendencia de esas 111 personas, entonces comprendemos bien la situación que está viviendo el mundo”, dice Camilo Rapu, el presidente de la comunidad indígena que lidera el Plan Umanga.
Para que las nuevas generaciones mantengan esa historia, todos los años, en los mismos buses turísticos, Leonardo Pakarati lleva por la isla a los niños escolares y les enseña los nombres de los lugares, las leyendas y las familias que eran dueñas de cada territorio. Como por el desarrollo turístico en Isla de Pascua hay gente de todo el mundo, en esos buses van niños rapanui, pero también japoneses, chinos y americanos. En el último viaje antes de la pandemia se cruzó un ternero por delante del bus. “Un niño del continente me dijo: Tío mira que está linda la vaquita. Y otro niño me dijo en rapanui: Viejo, métela a la olla para comer. Un niño ve un peluche y otro ve el almuerzo. Esa es la cultura. Son sutilezas, pero ese matiz cultural te da herramientas y miradas distintas sobre las cosas”, explica Leonardo.
Para Camilo Rapu es esa cultura la que explica que puedan subsistir de forma autónoma en medio del coronavirus: “Estamos en un sistema globalizado que no tiene más de cien años donde todo depende de las tarjetas y la plata. En cambio nosotros, los pueblos originarios, hemos aprendido a sobrevivir solos a lo largo de 1.600 años de historia. Eso es mucho más fuerte que un siglo de globalización. Por eso la sustentabilidad, no solo de la isla, sino del planeta, depende de los pueblos originarios”. Por su parte, Leonardo está convencido de que ellos tienen algo que enseñar. “Ese algo son siglos de adaptación. De salir de un continente al otro lado del Pacífico, de aprender a navegar, de aprender las estrellas, de aprender qué pescado había que seguir si es que querías llegar a otra isla. De crear finalmente una cultura”, dice el cineasta. Superar distintas adversidades moldeó el carácter y la identidad de los rapanui. Luego de siglos de aprendizaje, la pandemia que ha puesto en jaque al mundo no ha podido estremecerlos. Todo lo contrario: los ha impulsado a conectar de nuevo con sus raíces para repensar juntos el futuro.