En su premiado libro “La evolución de la belleza”, el ornitólogo evolutivo y jefe curador del museo de historia natural de la Universidad de Yale, Richard Prum, rescata una hermosa teoría de Charles Darwin marginada en los últimos 150 años porque reconoce que animales y humanos seleccionan a sus parejas basándose no solo en factores funcionales sino también en preferencias estéticas; es decir, que pueden elegir a quienes les gusta más y punto.
Lo que se propone en este libro es una verdadera revolución. Descubrimos que la selección natural —la famosa teoría de Darwin según la cual siempre “gana el mejor”— en realidad había de ser pensada con una segunda teoría suya: la de la selección sexual, que propone que la evolución también se da por el desarrollo de rasgos no necesariamente útiles para la adaptación pero sí atractivos para obtener parejas: aquellos ornamentos y comportamientos que aparecen simplemente para captar miradas y ser deseados.
¿Quién puede negar que la atracción sexual es impredecible y poco funcional? Aunque la mayoría de los biólogos evolutivos arguyen que los ornamentos y rituales surgieron para intercambiar información objetiva sobre la utilidad, la salud y la calidad genética de los animales —como datos en un perfil de Tinder—, todos hemos vivido (espero) indecorosas experiencias que nos demostraron que la atracción sexual es bastante más irracional. Pues bien, Prum sostiene que esto es así en toda la naturaleza y no solo en los humanos.
Por ejemplo: los gallitos de las rocas lucen preciosos pero imprácticos mohawks, los manaquines deliciosos hicieron sus huesos más densos y pesados al vuelo solo para cortejarse con resonantes músicas cantadas mas no con la voz sino ¡con las alas!, y este primate usa su brillante escroto azul más por coquetón que por comunicar datos cual hemograma completo. En estos casos—y según Prum, en la mayoría—el fin de la selección sexual no pasa tanto por la utilidad sino por la búsqueda de belleza, por el diálogo entre deseo y objeto de deseo.
Y hay más. El libro expone que en la apreciación estética importan las capacidades sociales, pues por ejemplo la violencia —históricamente entendida como sinónimo de fuerza masculina—, sería más bien antónimo de sexy. Ya que en la mayoría de las especies el parto y el cuidado de crías es realizado por las hembras solas, la decisión final en la selección de pareja es predominantemente suya y, contrario a lo que muchos creerían, ellas no eligen a los machos agresivos sino a los más respetuosos de su autonomía.
De esto el ornitólogo Prum ofrece pruebas maravillosas, como los pajaritos que ensayan peculiares coreografías grupales para demostrar a las hembras que si danzan bien coordinados es porque practicaron pacíficamente con otros machitos y por consiguiente pueden relacionarse pacíficamente también con ellas, o como las mujeres cis heterosexuales, quienes por selección de pareja, hemos llevado a los hombres a ser cada vez menos agresivos hasta convertirnos en la única especie de primates desacostumbrada a cometer infanticidios para forzar el retorno del período de celo en las hembras.
Entonces, ¿por qué se ha rechazado “la teoría olvidada de Darwin”? El rechazo, señala Prum, se debería a que aceptarla implica abandonar un sistema de valores basado en la superioridad genética de determinados cuerpos, en el control del sexo masculino sobre el femenino, e inclusive en la censura de las relaciones homosexuales. Porque cuando no gana “el mejor” sino “el más bello” y el concepto de belleza es arbitrario, ¿cómo ordenamos el mundo?
Si la ciencia ha intentado justificar todo rasgo evolutivo por la existencia de un hipotético “gen superior”, con la teoría de la selección sexual tendrá que preguntarse también ¿por qué frecuentemente no nos gustan los pretendientes “superiores”, “correctos”, “buenos partidos”? ¿Qué hace que ciertos animales y humanos resulten bellos, placenteros, agradables? ¿Cómo han evolucionado las preferencias estéticas y la belleza? Con este giro, las ciencias sociales, los estudios de género y el arte estarían más vinculados a la ciencia y esta habría de repensar varias de sus verdades.
Un dato muy tierno es que Prum cuenta que conoció y se enamoró de su actual esposa Ann en Cocha Cashu, Perú, cuando de jóvenes estudiaban las aves de nuestra selva. Sería buena idea, entonces, hacer honor al libro, a Darwin, al bonito amor del autor y su pareja, y a las bellísimas aves de este país, tomando conciencia de nuestra propia selección sexual. Esto es, asumiendo nuestra libertad para elegir a quienes nos satisfagan de verdad, con espacio para la autonomía y la complejidad, más allá de lo meramente utilitario. La belleza de nuestra especie depende de ello.