Desde el inicio de la pandemia, en Wuhan, las niñas y niños parecían escapar de las consecuencias más graves de la COVID-19. Muchas veces sin siquiera tener alguno de los síntomas que los médicos veían en sus padres o abuelos. Semanas más tarde, en Europa y Estados Unidos, ocurrió lo mismo. En el país norteamericano, sólo un 2% de los casi 150.000 casos confirmados corresponden a pacientes menores de 18 años, según cifras de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades. Lo mismo pasa en otros países, como España.
Esto ha tomado por sorpresa a muchos. “Todo pediatra sabe muy bien que la infección viral del tracto respiratorio es muy común en niños pequeños”, dice Fabio Midulla, neumólogo pediatra de la Universidad La Sapienza en Roma. “Así que esperábamos muchos pacientes”. Por el contrario, en Italia, como en el resto del mundo, sólo unos pocos se contabilizaron como enfermos por coronavirus. Muchos otros pueden haber quedado fuera del registro.
“Hay evidencia de que los niños se han infectado con una frecuencia muy alta, pero la inmensa mayoría ha pasado desapercibido,” dice José Ramos Amador, infectólogo pediatra de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la Sociedad Española de Infectología Pediátrica.
Aunque los casos en niños y adolescentes sean más difíciles de detectar, pues muchos pueden ser asintomáticos y ni siquiera se dan cuenta de que están infectados, el consenso científico se mantiene por ahora: la enfermedad de COVID-19 los afecta con menor frecuencia y menor gravedad que a los adultos. Esto no significa que sean inmunes al virus SARS-CoV-2, que no sean capaces de transmitirlo ni mucho menos que su condición no pueda agravarse.
Todavía no existe evidencia concreta que explique cuál es el secreto de los pacientes más jóvenes para escapar de COVID-19. O al menos de sus síntomas más severos. Pero la comunidad científica ha propuesto algunas ideas. En un artículo recientemente publicado en el European Respiratory Journal, Midulla y sus colegas resumen tres hipótesis que podrían ayudar a explicar la paradoja.
La primera está relacionada con un sistema inmune casi prístino. Conforme envejece, el cuerpo humano pierde un poco su capacidad de responder adecuadamente a una infección. Algunos estudios han observado que los adultos con SARS-CoV-2 tienen niveles bajos de linfocitos B, las células que se encargan de producir anticuerpos contra el virus y de orquestar una serie de mecanismos destinados a destruirlo. Esto no ocurre en niños, que al parecer mantienen niveles normales de las células defensoras incluso cuando el virus ha entrado a su organismo.
Otra posible explicación es que los anticuerpos que los niños han producido contra otros virus les sirvan, al menos parcialmente, para controlar al SARS-CoV-2. Estos anticuerpos pueden generarse si ya fueron vacunados o si ya superaron la infección de otros coronavirus que provocan resfriados comunes. Midulla incluso sugiere que ciertas similitudes del SARS-CoV-2 con virus completamente distintos, como el del sarampión, podrían ayudar a que el sistema inmune de niños y niñas reconozca al nuevo invasor. Esto aún no se ha probado.
La última hipótesis es más compleja y tiene que ver con las puertas moleculares que usa el virus para entrar a las células.
El SARS-CoV-2 usa proteínas llamadas receptores ACE2 ––presentes en células de órganos como los pulmones, el corazón, los intestinos y los riñones–– como manija para introducirse en ellas. El número de estas proteínas disminuye bastante en adultos mayores. En principio, eso podría protegerlos porque ACE2 sirve como puerta de entrada para que el virus comience su infección. Pero ACE2 tiene una función importante: regular la respuesta inmune que, si no se controla, puede derivar en una inflamación excesiva y mortal que ataca a los pulmones. “Creemos que los niños tienen más receptores ACE2 que los adultos”, dice Midulla. “Estos los protegen de esa reacción inflamatoria”.
Sin embargo, a pesar de los datos abrumadores, pensar que los niños siempre se libran de las consecuencias más terribles del nuevo coronavirus es simplificar la situación.
Un estudio de marzo que salió en la revista Pediatrics analizó a 2.143 menores de 18 años enfermos de COVID-19 en distintas regiones de China. Casi la mitad tuvo síntomas leves como fiebre, tos, náuseas y diarrea. Un 40% empeoró con neumonía o problemas pulmonares. Sólo un 4% no presentó ningún malestar. Pero 125 niños (la mayoría de ellos menores de cinco años) enfermaron gravemente y uno, de 14 años, murió.
Poco a poco, además, la comunidad pediátrica de países como el Reino Unido, Italia, España o Estados Unidos ha hecho sonar nuevas alarmas. En las últimas dos semanas, decenas de niños y adolescentes han llegado a los hospitales gravemente enfermos con una extraña condición que los médicos han comenzado a llamar “síndrome multisistémico inflamatorio pediátrico”.
Se presentan con fiebre y dolor abdominal bastante severo, dice Adriana Tremoulet, infectóloga pediatra de la Universidad de California en San Diego. Muchos también tienen la piel con sarpullido y los ojos, labios y manos enrojecidos. Incluso a veces llegan con las arterias del corazón y el mismo músculo cardiaco inflamados. Por eso su presión suele ser baja y la circulación de su sangre ––que transporta oxígeno y nutrientes a los diferentes órganos del cuerpo––, muy pobre.
El síndrome tiene cierta similitud con la enfermedad de Kawasaki, que también afecta a niños y que provoca una inflamación generalizada, afectando al corazón.
La coincidencia de este síndrome con la pandemia ha provocado que algunos piensen que podría ser una secuela de la COVID-19. Algo así como una respuesta exagerada del sistema inmune que en algunos casos puede aparecer hasta semanas después de haber superado la infección. De hecho, el virus o al menos los anticuerpos contra él se han encontrado en varios de los niños afectados, pero no en todos. Hasta el momento, nadie puede afirmar nada.
“Todavía no hay suficiente evidencia”, dice Miguel Ángel Pezzotti, pediatra del Centro Médico Nacional 20 de noviembre en Ciudad de México. Indicar cualquier tipo de relación causal entre ambos padecimientos “es meter más ruido en algo que todavía no se ha resuelto”.
Tampoco queda claro por qué sólo los niños y no los adultos presentan este síndrome. O por qué afecta a unos y a otros no. Se desconoce la razón por la que el sistema inmune de los enfermos está reaccionando de esa manera. Asimismo, faltan certezas sobre qué fármacos son más efectivos para tratar a los pacientes.
“Aprendemos algo nuevo cada día de esta pandemia, del virus, de lo que ha afectado”, dice Tremoulet. “Y creo que nos queda bastante por aprender”.
Lo que sí sabemos, añade, aunque aún no tengamos suficientes datos al respecto, es que el síndrome no es común. Solo en Nueva York, donde la epidemia suma más de 186.000 casos confirmados, alrededor de 100 niños han presentado síndrome inflamatorio. Eso representa 0.05% de las personas con COVID-19 en la ciudad. Tres de esos niños han muerto.
Tremoulet ha estado hablando con sus colegas de la Red de Enfermedad de Kawasaki en América Latina (REKAMLATINA) para saber la cantidad de casos que existen en la región. “No ha habido muchos”, responde. “Puede que sea muy temprano para América Latina porque la epidemia está ahora subiendo, y esto está pasando unas dos o cuatro o seis semanas después de que [los países] llegan al nivel más alto de infección”.
Mientras no se recopile información suficiente, Pezzotti pide cautela. “Hay que esperar a que esto se decante y que las cosas tomen el lugar que les corresponde”.
Ese momento puede que nunca llegue, apunta Midulla. Pero eso no es necesariamente malo. Para resolver el misterio de cómo actúa la COVID-19 en los niños, se necesita hacer estudios con muchos pacientes. “Y afortunadamente no tenemos tantos”.