Quya Reyna creció siendo vendedora de paltas a domicilio, revistas de manualidades y cohetes navideños, en El Alto, aquella periferia de La Paz que en unas décadas se ha convertido en uno de los polos económicos más importantes de Bolivia y la gran capital aymara. Más que una ciudad, El Alto parece una profecía, y es un núcleo vibrante de pensamiento, arte y arquitectura. “En mi casa tenías que khamanear [“hacer una buena venta”, en aymarañol] o no eras digno de la familia”, escribe Quya Reyna en Los hijos de Goni, un libro autobiográfico que explica con agudeza, intimidad y humor los dilemas de ser una adolescente aymara en un país que, al igual que el Perú, puede tratar a los aymaras como enemigos o extranjeros en su propia tierra. Quya Reyna, que con ese libro se volvió rápidamente en una voz promisoria en el continente, ha seguido con atención la crisis en el Perú, y ha escrito y reflexionado mucho sobre lo que une, distingue y asemeja a nuestros países. ¿Es Evo Morales el diablo todopoderoso que quiere destruir el Perú? ¿Fue la Asamblea Constituyente una solución para su país? ¿Qué podemos aprender de la experiencia boliviana? ¿Qué errores deberíamos evitar? ¿Es relevante el debate alrededor de Milena Warthon?
¿Quya, de dónde viene tu nombre?
Mi nombre en realidad es Reyna Maribel Suñagua Copa. Yo soy de El Alto, soy aymara, recién cumplí 28 años. Trabajo principalmente como ilustradora, diseñadora gráfica. No asumo tanto el trabajo de escritora, aunque escribo eventualmente en redes sociales. Recientemente saqué un libro. Quya es un sobrenombre que me he apropiado por su significado, un préstamo del quechua, que se traduce como reina. La quya era una de las grandes líderes en el Imperio Incaico. Y lo adopté como algo identitario.
¿Y desde cuándo empiezas a usarlo?
Es una anécdota muy graciosa porque soy aymara. Escucho el aymara de mis padres, y lo uso eventualmente. Ellos lo usan todo el tiempo: para comprar, para hablar, para reñirte, para insultarte. Yo estudiaba en la Normal de La Paz para ser profesora, como gran parte de mi familia. Entré a una clase intermedia de aymara porque, en Bolivia, para ser docente, tienes que aprender un idioma originario de la región. Yo lo entendía y solo me faltaba escribirlo y pronunciarlo mejor. Mis compañeros, en cambio, eran en su mayoría de sectores rurales y sí lo hablaban muy bien. El yatichiri, que es el docente, nos dice en la primera clase que escribamos nuestro nombre y nos explica cómo se escribe un nombre castellano en aymara. Tienes que añadirle la sílaba wa al final. La cuestión es que mi nombre debía ser Reyna-wa.
Cuando el yatichiri me pregunta para escribirlo en la pizarra, le digo eso: Reyna-wa.
Pero él me cuenta que tenía traducción en aymara. Y lo escribe en el pizarrón:
Me pide que lo lea. Y lo leo: “Cu-ya”. Entonces, el yatichiri y mis compañeros se ríen porque es una mala pronunciación. Es que yo no sabía leer en aymara. Y desde ese momento mis compañeros me empiezan a decir “Cuya”, pero más como burla. Pero al final me terminó gustando mucho porque, la verdad, mi nombre Reyna siempre me ha disgustado. Ya más adelante mis compañeros indianistas y aymaras me corrigieron la pronunciación. Porque en realidad Quya se pronuncia Co-ya. Pero me llamen Coya o Cuya no me importa mucho: ya es parte de mi identidad.
Dijiste “soy de El Alto y aymara”. Era igual de fácil identificarte aymara cuando eras más pequeña.
No lo era. Yo no escuchaba a mis amigos, por ejemplo, decir: “sí, yo soy aymara o soy orgullosa”. En mi caso, mi papá tenía una visión muy indianista. No lo decía así, pero se notaba que él políticamente ya tenía una orientación de discurso y de pensamiento. En El Alto era muy importante la reflexión y discusión sobre el espacio que ocupábamos y las condiciones en que vivíamos. De niña, mi papá me llevaba a sus reuniones, y allí la gente se ponía a discutir sobre el país. Se vendían fotocopias de libros o escritos de autores indianistas. Varios de los textos que yo leía de pequeña tenían que ver con los indios, y se estrellaban con las cosas que nos decían en el colegio.
Mi papá siempre decía: “Nosotros somos aymaras, somos del campo; por eso no tienen que desperdiciar la comida. Esto cuesta porque nosotros somos pobres…”. Escuchar eso te generaba una conciencia sobre dónde estaba situada. Y yo decía: “Sí, yo soy aymara”. Pero cuando te vas involucrando más con la urbe y la escuela, ese discurso también va disminuyendo porque asumes una nacionalidad. En general, nuestra construcción de identidad parte mucho del colegio, a partir del patriotismo y los símbolos, y eso te desapega bastante de la identidad étnica o incluso racial.
¿Había espacio en tu escuela para hablar de la historia aymara, más allá de la historia nacional?
Muy poco. En la primaria te inculcan mucho el patriotismo. Recién conoces nuevos amigos y lo primero que te enseñan es el himno nacional. No lo entiendes y no entiendes por qué tienes que cantarlo. Y, sin embargo, se va volviendo parte de tu vida, como algo constante, repetitivo y, al final, termina siendo parte de tu identidad. No creo que esto sea, por lo menos en la actualidad, algo necesariamente negativo. Pero lo es cuando no viene con una reflexión profunda de por qué haces lo que haces.
Muchos amigos indianistas se enojaban al ver que, en las marchas en el Perú, la gente llevaba la bandera. Decían: “Pero esa bandera es de los criollos colonizadores, de los que han creado la república. No es nuestra bandera. Los aymaras tenemos nuestros propios símbolos…” Pero yo pienso que no está mal que, siendo aymara, adoptes parte de esa nacionalidad peruana. Porque puedes decir: “Yo soy parte de este país. Yo lo he creado. Yo lo he construido, y no voy a renunciar a él”.
Felipe Quispe, que fue un gran pensador aymara, decía hace algunas décadas que él no se sentía boliviano ni parte de Bolivia. Y se refería a una república que castigaba a los indios, que los excluía y segregaba. Pero en este momento, nuevos aymaras y quechuas se están apropiando poco a poco de los espacios y están construyendo otro tipo de nacionalidad. Solo falta mayor reflexión al respecto. Yo puedo ser muy boliviana y decir: “Sí, esta es mi tricolor”. Pero un día cualquiera quizá un gobierno podría matarme a nombre de esa misma bandera. Por eso, si no hay una reflexión profunda, ese patriotismo termina siendo muy superficial. Y en los colegios lastimosamente sigue siendo así.
Un ejemplo. Cuando murieron los soldados ahogados en Ilave, un hombre dijo: “los comandantes mandan a los hijos del pueblo a morir al río”. Es que los soldados son los más patriotas: les venden una idea de patria pero no les permiten entender por qué terminan en situaciones donde tienen que morir en un río o por qué tienen que asesinar a la misma gente que los cría. Ese patriotismo es muy fuerte, pero está condicionado solo a que esos soldados, que son indios, obedezcan el mandato de la patria pero no puedan reflexionarla.
Los líderes y políticos en el Perú, empezando por la misma presidenta, hablan desde sus oficinas sobre la defensa de la patria ante enemigos bárbaros. Pero en las imágenes, los soldados que matan y la gente que muere son muy parecidos entre sí, y a veces, pertenecen a la misma comunidad, como se vio en Ilave. A la vez, resultan tan diferentes de quienes dan las órdenes. ¿Cómo es esta idea de patria que los gobiernos gestionan tan bien?
En Bolivia pasa algo similar. Esta noción de patria, de una supuesta confraternidad, es muy fuerte hasta que determinadas condiciones sociales revelan que en realidad no somos iguales. Esto trasciende las condiciones económicas y la distribución de recursos o de servicios básicos. Hay una desigualdad latente dentro de la idea de patria. Por eso, no hay que hablar de patria sino de nación. Y lo aymara es una nación distribuida en Perú, Bolivia, Chile. Por eso, son muy tontos los debates sobre si la morenada es boliviana o peruana porque, al final, los aymaras no están condicionados bajo las fronteras republicanas. Cuando voy a Desaguadero, en el Perú, me encuentro con personas iguales a mí. Son peruanos y, a pesar de eso, no encuentro una gran diferencia. Sin embargo, cuando estoy ante un compatriota boliviano que es blanco, jailón, de la zona rica, sí me siento totalmente diferenciada. Y esta diferencia entre sujetos dentro del mismo país se debe a la condición racial.
Muchos alteños, en Bolivia, se sienten identificados con los puneños que van a Lima a protestar, pero no se sienten identificados con los bolivianos que se movilizan en Santa Cruz en contra del gobierno. Estas conexiones entre sujetos trascienden las repúblicas porque se remiten a condiciones sociales similares. Y el sur del Perú y la parte andina de Bolivia son espacios similares en ese sentido. Hablamos de sujetos racializados, como dice Carlos Macusaya; y el sujeto racializado, más que una identidad, es una condición. Quizá tú no te identificas como indio, sin embargo, llegado el momento el otro te hará saber que sí eres un indio de mierda. El Perú y Bolivia no son naciones: son estados construidos excluyendo a los indios, segregándolos, inferiorizándolos.
No soy muy amante de las Asambleas Constituyentes ni de creer que estas van a resolver la situación del indio en el continente: en Bolivia no funcionó; en Chile los mapuches nos enseñaron que no vale la pena transformar una Constitución que en realidad no representa a un estado inclusivo para ellos; y en Ecuador, peor, los kichwas siguen siendo reprimidos y discriminados racialmente. Pero mientras eso pasa, también ocurre que esas mismas naciones indígenas quieren disputar los territorios de otra manera. Y no solo pasa en Bolivia, donde los aymaras están disputando el territorio boliviano con su presencia en todas las regiones del país. En el Perú se empieza a ver algo similar. Lima ya no es un lugar criollo o blanqueado pues muchas personas serranas han migrando y están incomodando a los limeños con su presencia. Y se ve ahora mismo durante las protestas
Por eso, más allá de que la crisis es muy dolorosa y genera mucha rabia, también es un proceso importante porque va a generar reflexiones mucho más profundas. Y quizá eso es lo que falta un poco en el Perú, donde no se ven aún liderazgos ni rostros que puedan generar análisis profundos de la situación en la que se encuentran. Perú ya no será el mismo, pero falta saber en qué terminará transformándose o qué transformación propondrán los mismos peruanos.
¿Cómo te conectas personalmente con la nación aymara y cómo esta conecta con lo boliviano?
Cuando salí de El Alto, porque yo buscaba salir de allí para poder estudiar, y fui a La Paz, entré en un proceso de, no sé si llamarlo blanqueamiento porque no me gusta la palabra, pero traté de desconectarme de lo aymara. Es que lo aymara está estigmatizado de forma muy ridícula: “Ay, el indiecito del campo que habla su idioma y viste poncho o pollera”. Y esta visión, como joven, te desconecta cuando entras a espacios donde no necesariamente hay una identidad étnica única, como La Paz. Allí se dice: “somos paceños y ya”. La gente no busca mucho en lo identitario.
A la par, pasé por un momento de mucho odio al MAS, el partido de Evo Morales. Lastimosamente, el “antimasismo”, que engloba a las personas que se atribuyen un antagonismo al MAS, es muy racista porque vincula todo lo aymara con Evo Morales. Si Evo es corrupto, entonces todos los aymaras son corruptos. Si Evo es mentiroso, entonces los aymaras también. No me di cuenta de lo racista de esta situación hasta que la crisis del 2019, cuando Evo Morales dejó la presidencia y la derecha entró al poder, y mucha gente fue asesinada en El Alto y en Cochabamba. En ese momento, en las redes sociales empezaron a tratarme como india masista o “masillama” o ignorante o cochina. No importaba que yo no estuviera a favor de Evo Morales: la sociedad interpretaba con solo verme cuál era mi posición.
Puedo decir: “Soy mestiza porque vengo de mezcla española y aymara”. Pero es la sociedad la que, sin atender lo que digas, te posicionará como inferior. No importa tanto si te crees blanca o que pienses que no eres aymara porque te has desvinculado de tu comunidad. En el 2019, la situación me colocó en esa disyuntiva y ahí tuve que asumir nuevamente una identidad. Hablo mucho de volver a lo indio porque el conflicto me llevó otra vez a lo indio.
Eso debe de estar pasando también en Lima y el Perú, donde mucha gente está siendo tratada como india otra vez. Les dicen: “Ándate a tu cerro”, “Ándate a tu chacra”. Y estas son formas de situar a la gente en espacios donde no molesten. Al asumir que yo estaba condicionada bajo esos aspectos sociales y raciales, me dije: “Bueno, entonces sí soy una ‘india de mierda’”. Sin embargo, asumir que eres india o cholo o serrano es solo un paso. Luego viene otro proceso de reflexión: volver a la identidad aymara.
La persona mestiza o blanqueada que vuelve a reconocerse quechua o aymara, indígena.
A mí me decían: “Tú no eres aymara porque tú no hablas el idioma”. Pero te das cuenta de que no hablas el idioma porque precisamente la colonización te ha arrebatado la lengua materna. Entonces, lo que tienes que hacer es entender por qué no la hablas. Recuperar el idioma también es parte importante de este proceso. Y si no lo logras recuperar, también sigues siendo aymara.
Lo aymara no es un estereotipo de vestimenta, ni el enfoque culturalista o espiritualista que nos quieren achacar. Porque siempre nos encajan como seres espirituales, pachachamistas, amantes de la madre tierra. Esos estereotipos, precisamente, logran que los jóvenes no quieran asumirse como aymaras; es que piensan que el aymara solo es un ser del campo mientras que ellos ya están en la ciudad. O que los aymaras visten poncho y como ellos ya no, entonces ya no son aymaras. Sé que estos estereotipos son muy fuertes en el Perú, en especial con las personas quechuas, quizá debido a la presión del turismo. Pero quechuas y aymaras estamos en las urbes, podemos vestir traje y corbata, podemos ponernos piercings, tatuarnos la piel, y no por eso dejamos de ser quienes somos.
Para mí lo indio, que fue el insulto que más recibí en el 2019, fue un paso para entender que soy aymara, que no he dejado de serlo.
Muchas veces, desde el Perú, se piensa que la Bolivia de hoy es creación única de Evo Morales. Y no se ven las cadenas de eventos anteriores, la revolución de los 50, la politización de los movimientos sociales e indígenas, la guerra del gas, la guerra del agua.
Y ha habido mucho pensamiento político aymara. Felipe Quispe, por ejemplo, le decía al exdictador Hugo Banzer: “vamos a hablar de presidente a presidente”. Él hablaba mucho de dos Bolivias: una muy privilegiada, de blancos, y otra que no tenía agua ni carreteras y vivía en total precariedad. Había una dicotomía de la bolivianidad. Ésa fue la disputa en ese momento. Pero en la actualidad, ya no es lo mismo. Ahora la bolivianidad misma es un concepto en disputa; es decir, los aymaras están disputando la bolivianidad. Pero no de forma bélica, tipo, “vamos a pelearnos”. Lo están haciendo económicamente, territorialmente, porque están ocupando espacios que ni se imaginaba que iban a ocupar. Antes se decía: “el aymara es andino, está en los Andes”. Ya no es así. Los aymaras está en todos lados: en el oriente, en Cochabamba, en Santa Cruz. Y en todos esos lugares están disputando espacios de decisión, de profesionalización, de poder, porque los aymaras también están en la política, y en las universidades disputando espacios académicos.
Hay nuevos rostros que aparecen públicamente donde antes solo había rostros blancos. Por eso, ya no hay que pelearse con la bolivianidad: hay que apropiarse de la bolivianidad. Y hay que ver formas de entrar a esos espacios, ser más estratégicos. Y los aymaras en la actualidad son estratégicos.
Entonces, volviendo al Perú, pienso que Puno y el sur tienen que disputarse lo peruano. Porque el Perú no tiene que ser solo lo que la élite limeña o sus medios quieren que sea. La disputa, de hecho, ya está ocurriendo. Pero quizá lo que sí falta es un horizonte de país, un horizonte discursivo, y faltan rostros que puedan generar nuevos diálogos, nuevas reflexiones.
Se habla mucho de la necesidad de una Asamblea Constituyente en el Perú. Más de la mitad de personas, según las encuestas, piensa que esa podría ser una salida. Y están presentes palabras como “plurinacionalidad”, casi como un concepto que permite imaginar un país mucho más justo para las poblaciones que ahora están siendo asesinadas. Dijiste que no crees mucho en la solución constituyente. ¿Qué pasó en Bolivia? ¿Qué ha significado la plurinacionalidad para tu país?
La experiencia de Bolivia fue muy esperanzadora. Se buscaba cambios reales en la estructura institucional del Estado. Se pensaba que Evo Morales iba a gobernar para el pueblo. Pero, en realidad, la Constitución Política de 2009 fue una fachada.
¿Qué es la Plurinacionalidad? En mi opinión, es construir un Estado para el indio. Si la república consistió en construir el país para los blancos, entonces el Estado Plurinacional tenía que ser una alternativa frente a eso. Lastimosamente, el gobierno nunca entendió qué era el indio. Para Evo Morales y su régimen, el indio era un sujeto que vivía en el campo, un sujeto esencialmente comunitario (error), un sujeto que vivía en un territorio segregado de la civilización, un sujeto ritualista. Y, como el indio era ese estereotipo, crearon “universidades indígenas” donde los indios iban a aprender a criar gallinas, cuyes y a arar la tierra. No imaginaban que los indios tienen aspiraciones y proyecciones no solo relacionadas con el campo.
De la misma manera, el gobierno se propuso crear autonomías indígenas bajo la idea que los indios son un sector concentrado en un lugar y que no migran, que no generan negocios, que no se vinculan con otros departamentos o países. Y así se acumularon error tras error. Y el Estado Plurinacional se volvió solo una fachada: la fachada del “Vivir Bien”, que se romantizó mucho en el exterior, como si efectivamente nos hubiésemos convertido en un país más igualitario cuando, estructuralmente, seguíamos viviendo el racismo, la discriminación, la de falta de acceso a servicios. De hecho, muchos aymaras no tienen acceso a educación de calidad y tienen que migrar por falta de recursos. Es tan tonto pensar que años de colonia y racismo se van a solucionar dándoles a los indígenas un estado-fachada. Es un insulto para todas las luchas sociales. Tanto así que, una década después, en el 2019, a pesar del Estado Plurinacional, el gobierno y los militares seguían matando gente indígena.
No estamos ante un estado descolonizador ni inclusivo, o lo que quieras, si siguen muriendo indios, y peor si siguen siendo animalizados e inferiorizados. En el periodo de Jeanine Añez los aymaras fueron catalogados como salvajes terroristas. ¿Por qué fue tan fácil hacerlo? Pues porque ya había un antecedente histórico y social en la mente de muchos bolivianos que indicaba que las cosas eran o debían ser así. Y al gobierno solo le bastó con reforzar esas ideas a través de los medios, las redes sociales, los discursos políticos y la policía. El Estado Plurinacional no pudo eliminar estas taras, y los indios seguimos ocupando sitios precarios y desiguales.
Si se quiere cambiar un país, tienen que cambiarse las relaciones sociales. Es lo que decía Felipe Quispe. Cuando una periodista le preguntó por qué luchaba, él le respondió: “Porque no quiero que mi hija sea tu sirvienta”. Es algo tan simple: es que seamos iguales tú y yo. Fin. Pero, en Bolivia y en toda la región latinoamericana, las élites no quieren renunciar a ser más poderosos que los otros ni a su capacidad de controlarlos. Ese es el problema para mí. Una Constitución puede ser muy fachadista, muy superficial, y no garantiza que se resolverán en verdad estos conflictos.
En el Perú se habla de la vigencia del gamonalismo. Acabaron las haciendas y latifundios, pero quedaron las relaciones de sumisión y poder.
Si un presidente indígena ni una nueva Constitución no garantiza que esas relaciones cambien, ¿entonces cuál es el camino?
Cuando viajé por tu país el año 2018, pensaba que el Perú había podido generar bastante homogeneidad. Era la época del mundial y todo era fútbol, y cuando se habla de fútbol siempre se habla de nación. Y lo que se estudia en las escuelas parecía haberse metido tanto en los sentidos de los peruanos, por más que fueran aymaras y quechuas, y creía que les había permitido construir por lo menos un aspecto de nación. Pero lo que me hizo despertar de esa ilusión fue que, en las marchas recientes, cuando la presidenta dijo que “Puno no es el Perú”, muchos peruanos lo sintieron como si su madre o su padre les hubiera dicho que ya no eran sus hijos. Se sentían despreciados a un nivel muy profundo, como si los estuvieran apartando de algo muy suyo. Y entonces era evidente que no hay algo todavía que pueda generar un sentido común de pertenencia, y ese sentido es lo que hace una nación.
En Bolivia siempre ha habido esta discusión sobre qué es lo común, y la respuesta es lo colla [es decir, lo aymara]: el lenguaje que lleva el colla, la coca que lleva el colla, la comida colla, las tradiciones collas, la cultura que lleva el colla a Santa Cruz, a Beni a Pando, eso es lo que le genera algo en común en Bolivia. Por eso hay tanta disputa sobre la nación en la región de Santa Cruz, donde dicen: “Estos collas malditos”, y nos estigmatizan. Pero, mientras dicen eso, los collas están construyendo una nueva identidad boliviana. La atleta que gana medallas es colla. Los que ganan los juegos de Dota en el extranjero son collas. Ves a una astrónoma que ha encontrado un meteorito y ha sido reconocida por la NASA, y también es colla. Entonces hay algo en común que está generando simpatías en la gente. ¿Cómo articulas eso? ¿Cómo vuelves eso una nación?
No sé si en el Perú esta sea la receta. Pero noto que hay algo en común y no sé si es solamente lo serrano, porque también hay otros territorios como la costa y Amazonía, pero dice mucho esa canción, “El Perú nació serrano”, que a mí me encanta. Si es lo serrano lo que puede generar nación, entonces la gente tiene que disputarse los espacios contra los que quieren excluir a lo serrano.
La palabra disputa nos devuelve a la política. El año pasado, cuando fuiste a Santa Cruz para promocionar tu libro, mucha gente local sintió tu presencia y tus mensajes como un desafío. Allí mismo dijiste: “La Santa Cruz colla, morena e india va a desplazar a la élite cruceña”. ¿Cómo “disputas los espacios” en tu experiencia y en tu propio trabajo?
Sí. Yo fui a Santa Cruz con la intención de molestarles. Como dije en esa entrevista, parece que hay una pelea entre las ciudades de Santa Cruz y El Alto. Pero no es una pelea real. Y no lo es real tú ves que en Santa Cruz hay muchos collas. Y ves los espacios que ocupan, cómo se comunican, cómo hablan, lo que comen, las formas en que se relacionan, y son similares a los de El Alto. Entonces, si los collas están en ambas ciudades, no hay tal pelea. Sin embargo, la élite cruceña impulsa un nacionalismo o regionalismo que muchas veces convence, lastimosamente, a los mismos collas de que son forasteros en su propio país. Les dicen: “Santa Cruz es blanca, y ustedes están aquí para trabajar pero nosotros somos dueños de esa tierra”.
Yo no me puedo quedar callada en una situación así, cuando entiendo que la misma gente como yo, si algún día va a Santa Cruz, estará condicionada simplemente a obedecer. Santa Cruz, en cierto sentido, sigue siendo un espacio de adoctrinamiento. Entonces, disputarse ese espacio es poder decirles a los cruceños: “No. Los collas también podemos estar aquí, en los espacios de élite. Y podemos escribir”.
Es importante mostrarse aunque, lastimosamente, para los indios, el mostrarse y el hablar hacen que aflore el racismo. Y esa entrevista que me hizo el diario El Deber está llena de comentarios racistas contra mí.
Hay una fiscalización brutal de la participación política de la mujer indígena. Cuando un grupo de mujeres aymaras llegó al centro de Lima para manifestarse, la policía las reprimió con gases. Luego, el ministro de Educación las llamó malas madres. Y el Ministerio de la Mujer le dio la razón.
En Bolivia, muchas mujeres al ser reprimidas también fueron manoseadas y acosadas por policías. Incluso hubo vídeos de cómo un policía le metía la mano debajo de la pollera a una mujer, en El Alto. Vi cómo se reprime en el Perú, cómo les lanzaron gases a esas mujeres a pesar de que tenían niños en las espaldas. Para odiar o tenerle miedo a un sujeto hasta ese nivel, tienes que configurarlo como un enemigo (senderista, comunista, terrorista). De esa manera, la ciudadanía que se sienta amenazada por esos aymaras-terroristas justificará y apoyará las represiones.
En Bolivia, el gobierno configuraba no solo al enemigo sino creaba situaciones donde esos enemigos se volvían vándalos. Dijeron que los manifestantes querían tomar la planta de gas de Senkata para explotarla y que, por eso, los militares los habían matado. Entonces, los militares se convirtieron en héroes, y los manifestantes, en terroristas. Y no importaba que todo ese relato fuera mentira. Leía hace poco los comentarios sobre la muerte de soldados en Ilave, y mucha gente decía: “Ay, estos puneños seguramente los arrinconaron”. Es decir, asumían esas versiones con tanta facilidad porque ya está muy insertada la idea de que los puneños son una amenaza para el país.
Hablando de falsas amenazas, el gobierno y sus aliados propalaron la teoría de que Evo Morales financiaba a los manifestantes peruanos dentro de sus planes maléficos para dominar la región. ¿Cómo es la figura de Evo Morales ahora en Bolivia? ¿Es ese cuco poderoso que la derecha peruana ve en sus pesadillas?
Creo que sigue teniendo seguidores porque su importancia en el socialismo del siglo XXI fue trascendental para muchos países de la región. Así que no va a dejar de ser un sujeto importante públicamente. Pero ya está. En Bolivia, al menos, su imagen se desgastó bastante después del 2019. Perdió simpatía y hasta ahora genera mucha incomodidad con sus aseveraciones torpes. Es una persona desesperada por volver a ser un personaje con poder, como lo era en su etapa como presidente. Pero sus intentos son como querer sacarle brillo a algo que brilló en un momento pero ya no, y de tanto insistir terminas dañando la pieza por completo.
Pero esa figura que iba decayendo, volvió a relucir un poco gracias a la crisis peruana. Todo comenzó con la noticia falsa de que los Ponchos Rojos estaban llevando municiones Dum Dum hasta el Perú a través de Desaguadero. Y solo había un video dudoso. Pero la oposición aquí se encargó de usar ese vídeo para decir: “Ah, Evo Morales está mandando a los Ponchos Rojos al Perú y quiere involucrarse en ese conflicto”. Y de pronto su figura se infló de forma muy tonta, y con ayuda del mismo gobierno y congreso peruanos. Pero, en general, los bolivianos estábamos más ocupados en atender nuestra propia crisis en Santa Cruz.
Otra figura interesante a ambos lados de la frontera es la cantante Yarita Lizeth Yanarico, sobre la que escribiste, analizando su gesto de prestar su bus y donar dinero para los sepelios de las víctimas de la masacre en Puno. Ahora ya sabes que la Fiscalía la está investigando. ¿Qué te interesó en esta artista?
Tampoco es para sorprenderse de que la investiguen. Muchas personas involucradas con las donaciones han sido detenidas, así que Yarita no iba a pasar desapercibida. Yo la seguí desde el primer momento, y era la única artista que en sus estados en redes sociales posteaba sobre las marchas. Y no solo eso: asumía una posición porque, como mujer aymara, entendía que ese era su pueblo, y lo escribía así: “mi pueblo”. Y se notaba que las represiones la conmovían. Como te decía al inicio de la entrevista, son estos momentos de crisis los que te llevan a empatizar con la gente que es como tú. Esa conexión se ha sentido mucho también entre la gente aymara del lado boliviano. Y los gestos de Yarita, como decía en el texto que escribí, son un ejemplo de cómo volver a la sangre y no negar lo que eres. Porque muchos artistas acá en Bolivia son indios o indias, pero en el momento del conflicto del 2019, aplaudían a los militares. Pero Yarita, además de asumir su identidad sin vergüenza, reconoce su propio privilegio y sabe que tiene dinero y, sabiéndolo, lo usó para ayudar. Es un ejemplo importante para los aymaras de ambos lados: si estamos en una situación de privilegios y de poder, es sumamente importante volver nuevamente con tu gente, volver con lo que tú tienes y con lo que puedes. Quizá esto resulte extraño para otros cantantes. Y me refiero a quienes lucran con lo indio y romantizan lo indio, y que más bien agradecen no ser indios. Porque si lo fueran estarían siendo asesinados o asesinadas.
También se discutió mucho sobre Milena Warthon, a quienes mucha gente, desde las redes, le exigían pronunciarse.
Que Milena no haya dicho nada no me molesta tanto porque, más que decir o no decir, hay acciones que pesan más. Lo que me molestó fue que en Viña del Mar ella se puso en el pecho un mensaje sobre lo difícil que es ser andina [“Para ser una mujer andina en Latinoamérica hay que tener CORAJE”]. Es un mensaje que diría una mujer que está en una situación de desigualdad y en una condición de inferioridad, y esa no es la condición que tiene Milena Warthon. Tú eres una chica estudiante, tienes los recursos para poder hacer música y no estás en la misma situación de otras mujeres que están muriendo o siendo gasificadas con sus hijos.
No puedes situarte al mismo nivel de las mujeres que están en una condición de inferioridad, y asumir que tú eres la voz de ellas. Me molesta mucho esto en el feminismo y en muchas mujeres que están en una situación de privilegio y no lo admiten, como Silvia Rivera o María Galindo. Ella dice “Sí, yo soy una mujer bastarda”. Y no. Tú eres una mujer blanca que está en una situación de privilegio. Pero ella insiste: “No, es que yo soy bastarda”. Y no. Eres una mujer blanca. Fin. Yo soy una mujer india. Tú eres una mujer blanca. Y acá no hay bastardas.
Por eso tengo una gran admiración por Yarita. Ella nunca ha tenido que decir que está en una situación de desventaja. No. Ella ha dicho: “Yo estoy aquí porque soy aymara y punto”. Nunca la he visto victimizarse por una situación en la que ella personalmente no está.
Personas como ella son muy importantes en Bolivia porque te aseguro que mañana pueden morir mil personas acá y artistas como los Maroyu o los Kjarkas no van a decir nada al respecto. Mientras que Yarita ha tenido el coraje de decirlo en una situación en la que podría haber corrido riesgo su carrera. No necesitas tener privilegios académicos o mediáticos para poder hacerlo. Y muchos otros artistas peruanos sí los tienen.
Hablando de arte y artistas, ¿cómo ha sido tu experiencia de escritora siendo aymara?
El ámbito literario busca mucho a mujeres indígenas. Entonces, no es tan complicado en ese aspecto. Lo complicado es que ya tienen una imagen esencialista de cómo es la mujer indígena. Romper eso es la mayor dificultad para mí. Claro, sin negar que los espacios en la literatura siempre van a ser de disputa con los hombres porque sí.
Lo que yo quisiera es romper con ese mito sobre los aymaras: que son progresistas, feministas, antimachistas, anticapitalistas y que siempre tienen que darle un mensaje a su libro sobre la pobreza o la integridad o qué sé yo. Lo malo es que las mujeres indígenas estamos estigmatizadas por todos lados. Los blancos piensan que somos inútiles y no sabemos escribir. Los de izquierda piensan que somos revolucionarias y que nuestros libros son una revolución en la literatura.
Pero, más allá de eso, mucha gente está buscando referencias de mujeres indígenas. Y hay que aprovechar esos espacios de escritura. Lo malo es que nos sigan diciendo cómo y qué debemos escribir.
¿Esperan un texto abiertamente anticolonial?
Exacto. Y muchas veces eso cae en el romanticismo. y yo quiero romantizar El Alto ni a la gente aymara. La realidad de esta ciudad tiene que ser expuesta con sinceridad sin volverla un escenario revolucionario, antisistema, como lo ve la izquierda; tampoco la ciudad salvaje o de barbarie como la ve la derecha. Pienso que El Alto necesita eso. Y la literatura aymara necesita eso. Mucha escritura aymara conecta con lo que se ha vivido antes, en el campo. Y no está mal el vivir con la paja, con los animales, con los cóndores y todo lo que muestra esa literatura. ¿Pero qué mostramos ahora?
Tu libro, que transcurre en la ciudad de El Alto, me hace pensar mucho en los llamados “conos” de Lima. Esas zonas construidas a partir de la migración de gente desplazada por la guerra y la pobreza. Esas partes, que en Lima se llaman “periferia”, son ciudades en sí mismas aunque no siempre se las ve así. ¿Cómo le explicarías El Alto a una persona peruana?
Uf. Creo que durante mucho tiempo he romantizado El Alto. Era por la necesidad de defenderlo. Porque nos llamaban la ciudad que trae la pandemia, los cochinos, y nos cuestionaban que teníamos que salir a vender durante la cuarentena. Pero es una ciudad –y no lo voy a romantizar ahora– que puede hacer muchos cambios políticos y económicos porque, para quienes viven acá, esas son cosas urgentes. Pero también es cierto que El Alto puede hacer esos cambios grandes, pero no puede hacer las cosas más pequeñas, que también son urgentes. El Alto es una ciudad muy rezagada aún en cuanto a pensamiento, a intelectualidad y a propuestas sociales y políticas de cambio. En lo pragmático, en cómo se involucran en la economía, allí son capísimos. Y no tienen tantos complejos para negociar con un blanco o un chino o un peruano, y se involucran en cualquier espacio y territorio. Los alteños están ocupando territorios importantes en Chile, en las fronteras, en Argentina, adonde migran. El Alto es una ciudad muy creativa. Los alteños pueden crear trabajos que no imaginarias. Pero está todavía en un proceso de incubación.
Por otro lado, es un espacio que ya no se ve a sí mismo como una periferia sino como un lugar muy importante, un centro. Los alteños poco a poco están dejando esa mentalidad de periferia porque, claro, antes éramos la periferia de La Paz, y La Paz era la ciudad bonita, donde todos aspirábamos a vivir. Pero ahora los alteños han podido construir su propia ciudad y buscan que su trabajo esté aquí y ya no en La Paz.
El Alto también es la capital aymara. Vincula a Puno y al sur del Perú con Bolivia. Y no es difícil que, en un futuro, El Alto pueda generar un espacio incluso más importante de vinculación social, de pensamiento, de intercambio, y con más trascendencia en otras regiones. El Alto es una ciudad aymara de migrantes rurales que se están urbanizando. Pero esta urbanización es muy diferente a la que ocurre en La Paz. No es una urbanización blanca, donde te construyes tu casita bonita o vives en tu edificio muy lindo, sino una urbanización donde los lenguajes, la forma de comer, las formas de socializar y de generar negocios y dinero son diferentes. Ese es El Alto.
¿Y hay presencia peruana?
Un montón. De hecho, en la casa donde vivía antes tenía muchos vecinos peruanos. Hay muchos más en el norte de El Alto, cerca del lago y de Desaguadero. Y, la verdad, no encuentras diferencias a simple vista, y quizá sí un poco en el lenguaje, la forma de hablar.
Tu libro se siente muchas veces como una ventana a la historia de esta ciudad, pero también a la intimidad de la niña y adolescente que fuiste. Uno de tus textos, “Perro gris”, es una crónica sobre tu experiencia rescatando perros de la calle. ¿Has vuelto a rescatar alguno recientemente?
Después de eso, ya no. Rescatar perros me generó un trauma. Y, como decía en el libro, hubo una época en que miraba a través del animal. Y dejar al cadáver de ese perro [spoilers] en el basurero también implicaba cerrar un ciclo para mí. Por lo menos así quería mostrarlo. Y no he rescatado perros desde entonces, aunque hace un tiempo una amiga me dejó un perro diciendo que lo cuidara mientras se lo daba en adopción a otra persona. Y acepté a la perrita, que ahora está acá ladrando. Pero como nadie la adoptó, mi mamá se encariñó mucho con ella y la tuvimos que dejar en la casa. Se llama Mamacha y a ella también le gusta rescatar perros. Una vez fuimos a un lago cercano y vimos a una perrita temblando al lado de la carretera. Yo me estaba yendo y la Mamacha la vio y se soltó de la correa y fue a lamerle la carita. Tuve que llevarla conmigo porque la Mamacha estaba llorando, supongo que por compasión. La llevamos al veterinario, se puso mejor y fue la última que rescaté. Le puse Chuñita porque era negrita, como el chuño.
¿Y dónde está ahorita?
Murió porque le atropelló un carro.
Nooo…
Pero se embarazó antes de que la atropellaran y dejó a una wawita. Y a esta sí la adoptó mi hermana. Ahora tengo otra posición frente al animalismo. Es que es una forma de evitar el sufrimiento a otros seres pero lograrlo es un objetivo imposible. Y pienso que se trata más de un sufrimiento interno que tenemos los humanos. Creo que eso me llevó a ser animalista y rescatar perros en un momento. Porque lo que yo hacía no era rescatar a cualquier perro que veía, sino a los que estaba en situaciones muy graves, como el perro gris de mi libro, que estaba arrastrándose cuando lo encontré.
¿Y ahora qué haces cuando ves un perro en la calle y te da pena?
Llamo a mi mamá. O a mi hermana, y ella viene corriendo como loca.
Marco Avilés
Periodista. Nació en Abancay y, muy pequeño, migró a San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado del país. Es autor de los libros No soy tu cholo, De dónde venimos los cholos y Día de visita. Escribe sobre racismo en América Latina y es candidato a doctor por la Universidad de Pensilvania. Más sobre su trabajo en marcoaviles.com
¿Qué país queremos?
Es un espacio de conversaciones con figuras y líderes de los diferentes pueblos y comunidades que componen el Perú, quienes suelen ser ignorados por quienes gestionan la discusión pública en el país. Trataremos de entender junto con ellos y ellas de qué trata la dolorosa crisis política que consume al país; es decir, cuál es su diagnóstico. También, recogeremos sus propuestas de cómo podemos sanar como sociedad en los aspectos que ellos consideran importantes.