En la película Till, una madre soltera cuyo hijo negro acaba de ser brutalmente linchado por hombres blancos, en Estados Unidos, se enfrenta a un país cuyas autoridades procuran que esos crímenes queden impunes y sean rápidamente olvidados. El genio de Mamie Till consiste en mostrar públicamente el rostro de su hijo de 14 años, desfigurado por el racismo, para así enfrentar a su país con una pregunta: ¿Qué tipo de sociedad es capaz de hacerle eso a un niño inocente? A mediados de enero de 2023, en Juliaca, la señora Asunta Jumpiri perdió a su hijo en medio de una masacre policial que el Gobierno y sus aliados intentan mantener impune. Brayan Apaza, como se llamaba él, acababa de cumplir 15 años cuando lo mataron saliendo de una cabina de Internet. Más de un mes después, nadie está preso ni procesado por ese crimen. Por el contrario, como si el reloj hubiera devuelto al Perú a los años noventa, políticos anuncian amnistías para los responsables de la represión. La señora Jumpiri, agricultora del pueblo aymara, que apenas el año pasado pudo acabar el primer grado de primaria, busca justicia en medio de este paisaje adverso. Al igual que Mamie Till, todo lo que tiene son recuerdos y fotografías de un niño inocente.
¿Dónde se encuentra ahora, señora Asunta?
Estoy en Sandia, a cinco horas de Juliaca en bus. Sandia ya es selva. Estoy aquí para trabajar. Nosotros con mi hijo Brayan trabajábamos como ambulantes en Juliaca, y a veces había mucha competencia ahí. Es que yo no tenía un sitio donde vender, y vendía en las calles: agua, refresco en baldes. Pero, en la cuarentena, como ya no se podía hacer nada, nos fuimos a la selva para trabajar en las chacras. Ya ha sido un mes desde que ha fallecido mi hijo, y necesito trabajar porque ya van a empezar las clases escolares de mi hijo pequeñito, que tiene nueve años.
¿Y en qué trabaja, específicamente?
Trabajo en el cultivo de café. Deshierbo con machete. Las chacras vamos a trabajar. Acá ya me conocen y me alquilan un cuartito. Yo no tengo chacra. Yo no tengo nada. Simplemente voy a jornalear.
¿Y cuánto gana por el jornal?
Por día me pagan 25 a 30 soles. Hoy descanso. Pero mañana tengo que trabajar. ¿Qué voy a hacer, pues? Porque mi hijo también me hace tanta falta. Y tengo que trabajar. O si no, voy a estar llorando en mi casa, buscando a mi hijo. Yo sé que no va a volver mi hijo.
Vamos a hablar de Brayan. Pero quisiera que me cuente un poco más sobre usted. Vendía refrescos antes de la pandemia, ¿no?
Sí, antes de la pandemia en todo he trabajado, señor periodista. Trabajaba en una pequeña empresa que hacía papitas fritas, tipo Lays, de lunes a viernes. Sábado y domingo salía a vender refrescos de cebada, a veces maracuyá.
¿Y dónde nació usted?
Yo he nacido en el campo. En San Pedro de Putina Punco. Cuando tenía ocho años quedé huérfana. A mi papá no le conozco, solo en foto, porque falleció en un accidente de carro cuando yo tenía un añito. Mi mamá me crió hasta mis ocho años, más o menos. Pero se fue. Parece que tenía otra pareja, y me ha dejado con mi abuelita. Desde ese momento no he estudiado. Y mi abuelita, cuando yo tenía nueve años, ha fallecido por la edad. De ahí estuve con mis tíos, pero ellos no me trataban bien. Ahí es que empecé a trabajar para otras personas, y me vine al pueblo para trabajar.
¿Recuerda cuál fue su primer trabajo?
A los nueve años cuidaba a los niños de una señora, que tenía dos hijitos. También tenía que cocinarles. Pero no me pagaban. Simplemente, me daban comida o ropita. Y de esa manera he crecido hasta mis 15 años. Y ya tuve a mi esposo a esa edad. Él era mayor, de 35 años. Yo tenía 15 años.
¿Y cómo se conocieron?
Él trabajaba también como peón para otras personas. Así nos hemos conocido. Con él estoy hasta ahorita. Él ya tiene casi 60 años, y yo tengo 38 años. Y tenemos seis hijos, y muchas historias que nos pasaron. Él se ha accidentado durante la pandemia y, desde ese momento, he tenido que luchar para poder salir adelante con mis hijos.
¿Qué le pasó?
Era albañil. Y yo le ayudaba en ese trabajo. Pero de repente un día se cayó del techo de una obra. Y ya no podía caminar ni trabajar.
Y entonces usted empezó a trabajar más.
Yo siempre he trabajado. Con mi hijo Brayan trabajábamos juntos. Como él era un poco más jovencito, me ayudaba. Yo tenía confianza en él. Era mi fuerza. Y también de su papá. Brayan era el penúltimo de mis hijos. Mis hijas mujeres son las mayores. Rocío tiene 26, Talía tiene 24, Vanessa tiene 23. Mi hijo Ciro tiene 20 años; Brayan, 15; y el menor, Frank Anthony, 9 añitos.
Señora Asunta, si su hija mayor tiene 26 y usted tiene 38, ¿entonces tuvo a su hijita a los 12 años?
Sí, más o menos. Francamente, a veces la vida es así, señor periodista. Y yo tengo que contar la verdad.
Entiendo. También a mi mamá la casaron cuando tenía 14 años. Pero entonces, cuando empezó la pandemia, ¿usted y Brayan se fueron a Sandia?
Es que por la cuarentena no podíamos trabajar en Juliaca. Y mi hijo Brayan tenía comunicación por Facebook con uno de sus amiguitos que se había ido para ese lado. Él me animó a ir. “Vamos, mamá. En ese lado hay trabajo, dicen, en chacras. Mi amigo está trabajando”, me decía. Y así él me animó a ir. Ahí empecé a trabajar en la chacra. Las primeras veces era difícil, pero después nos fuimos acostumbrándonos. Brayan me ayudaba. Tampoco había colegio en la cuarentena. Y hemos aprovechado. Su amigo nos enseñaba: “Así se agarra el machete”, decía. Y aprendimos a deshierbar. Después, también aprendimos a cosechar café.
¿Qué edad tenía Brayan cuando fueron?
Trece años. Ya estaba en primer año de secundaria. Justo terminó la primaria y de ahí vino la cuarentena. Y en esos momentos nos hemos preocupado por trabajar.
Ustedes eran muy cercanos, como colegas.
Sí, con mi hijo siempre caminaba. Ahora último estaba conmigo en las chacras. Más antes, cuando él estaba en la escuelita primaria, él me ayudaba en la fábrica de papitas fritas. Todo lo que yo hacía, él hacía. Todo lo que yo trabajaba, él trabajaba. No le gusta estar en la casa. Se aburría, y quería estar siempre conmigo, trabajando. En la fábrica de papitas, yo ganaba por destajo, dependiendo de cuánto avanzaba. Y a él no le gustaba que yo me quedara atrás. Le gustaba que yo les ganara a mis compañeras.
¿Y cómo era el sistema de trabajo en esa fábrica?
Depende del avance. A veces me entregaban 300, 400 ó 500 bolsitas para que yo las rellenara con papitas. Por cada 50 bolsitas, ganábamos 2.5 soles. A veces hacíamos hasta 500 bolsitas, y me ganaba hasta 25 soles. Trabajábamos desde tempranito hasta las ocho de la noche. Brayan siempre me animaba: “Mamá, un ciento más, un ciento más. Ya casi terminamos”.
¿Y en qué otras cosas trabajaron juntos?
Una vez nos hemos ido a una mina para atender un baño público. Nuestro trabajo era cobrarles a las personas. Brayan me ayudaba a contar el dinero porque yo no sabía leer muy bien. Una vez también fuimos a Puerto Maldonado para lavar carros durante casi tres meses, en sus vacaciones, y regresamos a tiempo para su escuela.
¿Y cómo era Brayan en la escuela?
Siempre le ha gustado ser cumplido con su profesor. No le gustaba quedarse atrás de sus compañeros. Y siempre se preocupa por su tarea. Le gustaban las matemáticas. Él era bueno para sumar, para sacar las cuentas.
Él siempre hablaba con su hermanito menor, el Frank, y le decía: “Hay que ayudar a la mamá; desde los 8 años yo ya estoy trabajando”.
¿Usted llegó a estudiar en la escuela, al menos el primer grado?
Francamente, no. Y no conozco casi nada. Pero mi hijo Brayan me decía: “Mamá, yo sé todo lo que tú no sabes”. Cuando nosotros trabajábamos, él siempre me sacaba las cuentas. “Mamá”, me decía, “tanto hemos trabajado, tanto tenemos que cobrar”. Ya últimamente, él me animó a estudiar: “Mamá, tú puedes entrar a la escuela, a la nocturna”. Entonces le hice caso. Este año que pasó acabé el primer grado en la CEBA (Centros de Educación Básica Alternativa).
¿Y qué aprendió este primer año?
Las vocales. El abecedario. La profesora me enseñó cómo debo firmar mi nombre.
¿También aprendió a escribir el nombre de Brayan?
Sí, más o menos recuerdo cómo se escribe el nombre de mi hijo. A él le alegraba que yo estaba aprendiendo. Yo también le motivaba. Le decía que estudie para que no sea como yo. “Yo soy huérfana, no tengo a nadie, por eso no he estudiado, hijito. Y tú tienes mamá y papá, y tienes que estudiar”, le decía. Y él me decía: “Sí, mamá, yo voy a estudiar”. Él iba a terminar su colegio. De ahí, iba a ser policía. Ésa era su meta.
¿Y por qué quería ser policía? ¿Qué le gustaba de esta carrera?
No le gustaba que los grandes nos humillaran a nosotros. “A veces las personas no nos respetan, mamá; parece que no somos nadie”, me decía. “Siempre trabajamos y, cuando nos pasa algo, para nosotros no hay justicia. Pero si yo voy a ser policía, mamá, no les va a hacer nadie daño porque yo siempre les voy a defender”. Esa era su meta.
¿Alguna vez él vio que a usted la trataran mal?
Yo le confié mi vida. Y no le gustaba cómo me trataron las personas cuando yo trabajaba en las casas. No me pagaban, a veces me maltrataban; cuando querían me invitaban comida; cuando no querían, sin comer a veces dormía. A veces, dormía en las calles. Y todas esas cosas le conté a mi hijo. Y no le gustaba.
¿Y cómo se llevaba Brayan con sus hermanos mayores?
Lo querían. Cuando llegaba su cumpleaños, le gustaba estar con sus hermanas. El año pasado salimos para Juliaca a pasar con hermanas su cumpleaños. El 24 de diciembre, él estaba festejando su cumpleaños. Y sus hermanas habían comprado torta. Todo feliz estaba mi hijo riéndose ese día.
Señora Asunta, ¿todos en su familia son aymaras?
Nosotros somos aymara. Yo hablo aymara. Mi esposo también. Hablamos aymara cuando estamos solos. Pero con mis hijos hablamos más español.
¿Y Brayan sabía un poquito de aymara?
Sí, entendía, pero no podía hablar bien. Es que para los niños ha sido difícil aprender porque ya estaban en la ciudad. “Difícil es el idioma”, me decía Brayan. En la ciudad él estudiaba más en español.
¿Le da pena que sus hijos no hayan aprendido?
Sí, eso sí. Pero como ya no estamos en el campo, sino en la ciudad, acá puro español se habla. Y mis hijos han crecido acá y ya no están tanto en contacto con la lengua aymara. Pero si ellos hubieran crecido en el campo, sé que hubieran aprendido.
Muchas personas en ciudades del Perú escuchan hablar sobre pueblos indígenas, y creen que estos ya no existen. ¿Cómo les podría explicar qué es ser aymara?
A nosotros, francamente, a veces en Lima nos humillan. Somos aymaras y originarios de Puno. Nosotros los aymaras cultivamos las chacras, y en Puno todo lo que cultivamos se va a Lima y de esto viven viven las personas allá. Ellos no pueden ignorarnos. Trabajamos con nuestro sudor en las chacras. Sabemos cultivar, sabemos cómo se hace el chuño, cómo se hace la papa. No es como nos llama la Dina [Boluarte]: vándalos, terroristas. Nosotros no somos eso.
Mi abuela y mi madre eran aymaras legítimas. Ellas no sabían hablar español. Siempre caminaban con su ojotita. No conocían zapatos. “Pata pelada” les decían. Yo también soy aymara legítima, señor periodista. Yo no sabía hablar español, pero cuando llegué al pueblo, a los nueve años, ahí comencé a aprender. Yo no podía hablar así como ahora. Si me hablaban español, yo contestaba en aymara.
¿Y cómo lo aprendió?
Donde me han traído a trabajar como niñera a Juliaca, los hijitos de la señora no entendían aymara. Ellos eran castellano. A veces no podía comunicarme, se reían de mí. Todo lo que hacía para ellos era chiste. Me decían serrana, que yo no sabía hacer nada, que era una india. Hasta la comida que cocinaba, a veces me la echaban encima. Muchas humillaciones he vivido y en eso he aprendido.
En el Perú eso es clásico, ¿no? En mi familia, mi abuela paterna era quechua “legítima”, como dice usted, y los nietos no podíamos hablar con ella porque los adultos no querían que aprendiéramos el quechua. Hay mucha violencia alrededor del idioma.
Eso ha pasado también conmigo. Cuando mis primeros hijos iban al jardín, yo tenía 14 ó 15 años y todavía no hablaba bien el castellano. Mi esposo en esa parte me comprendía porque él sí hablaba bien, y yo era la que fallaba. Pero asistiendo a las reuniones más he aprendido. Y, ahora, a las reuniones de la escuela de mi hijo Bryan iba y todo entendía. Y hasta me hacían hablar para contarles de qué lugar era, y todas las preguntas que vienen cuando a un hijo lo matriculas en la escuela. Ahí más he aprendido y ahora normal hablo.
Mucha gente que solo habla castellano en el Perú es violenta con quienes saben dos idiomas, sobre todo cuando ese idioma adicional es aymara o quechua.
Yo quiero aprender quechua más. Sería bonito porque algunos hablan los tres idiomas acá en Puno. A mí me falta quechua. Aymara normal hablo, castellano normal hablo.
¿Sabe algunas palabras en quechua? Como cuando dijo “pata pelada”, me dije que en quechua eso es “qalachaqui”.
Algunas palabras sé, como “tiyaykuy”, que es siéntate. En mi escuela estamos todas señoras quechuas, aymaras, castellanos, todo. Y entre nosotras nos enseñamos: “Tú me enseñas aymara, yo te enseño quechua”.
¿Volverá pronto a la escuela?
Por motivo de trabajo estoy por aquí, en la selva, y por la tristeza de mi hijo. Pero ya hablaré con la profesora para ver cuándo voy a ir. En su nombre de mi Brayan voy a terminar mi escuelita. “Vas a aprender a leer”, él me decía. “Tú hablas bien. Lo único que te falta es leer y escribir”.
Después de pasar el cumpleaños de Brayan, ustedes siguieron en Juliaca hasta que llegó el día de la masacre. ¿Cuál era su plan? ¿Pensaban volver a la selva?
Pensábamos regresar a Sandia el martes 10 de enero. El lunes 9 ya habíamos alistado nuestras mochilas tempranito. Pero el Terminal estaba cerrado. Un bus iba a salir del puente al día siguiente, martes. “Yo te voy a llamar, señito, cuando ya va a salir”, me dijo la encargada.
Mientras estamos esperando, mi hija Talía Erika, que está embarazada, me llama la mañana del lunes a las 9:30 o 10, diciendo: “Un poco tengo molestia, me duele”. Y me pide que le acompañe a la clínica. Ella vive en la salida hacia Arequipa. Nosotros vivimos en la salida a Puno. Son extremos. Ella iba a ir caminando porque bien fuerte era la huelga. Y yo le dije: “Ya, hijita, te voy a acompañar”. Mi hijo Brayan estaba conmigo. “Yo también quiero ir, mamá”, me dice. “Quiero saber si es una niña o un varoncito”. Todo alegre. Y salimos a las 11:30 de la casa con mi hijito chiquito más, mi Frank Anthony.
Mi hija ya me estaba esperando en la clínica Wachay Wasi. Brayan abrazó a su hermana. A su cuñado también. Y entramos. Pero no llegaba el doctor. Seguíamos ahí parados esperando, pero mi hija Talía nos dijo para ir mejor a otra clínica. Y nos fuimos los cinco a pie: yo, Brayan, Anthony, mi hija Talía y su esposo.
Eran las 2:30 de la tarde más o menos. Y hemos caminado. Hasta otra clínica, Mama Wasi. Y entramos. Hasta ese momento estaba mi hijo Brayan conmigo, bromeando. Él quería saber qué sexo iba a ser el bebé de su hermana. Pero el bebé no se dejaba ver. La doctora le recomendó a mi hija que caminara mucho. Y de ahí nos salimos.
Caminamos hasta un grifo, y ahí nos despedimos de mi hija Talia Erika. Hasta ese momento he estado con mi hijo Brayan. Ya eran las 5 de la tarde o más. Yo tenía que ir a visitar a mi hija mayor, Rocío, que vive en la salida al Cusco. Y caminamos con Brayan dos cuadras, pero él me dijo: “Mamá, yo voy a entrar media horita al Internet. Si mañana nos vamos a ir, voy a aprovechar. ¿Me puedes dar cinco soles para mi gaseosita y para mi galletita”. Y quedamos en encontrarnos en el cruce de las calles Túpac Amaru con Moquegua. “Ahí me vas a esperar”, me dijo. Le di los 5 soles y él regresó al centro. Y yo me fui donde su hermana.
Poco tiempo he estado donde su hermana. Fui donde habíamos quedado que nos íbamos a encontrar. Esperé, esperé, y no ha llegado mi hijo. Esperé hasta las siete de la noche, más o menos, y no aparecía. Llamé a mi hija mayor, Rocío: “Hija, no aparece tu hermano Brayan, por favor, comunícate. ‘La mamá te está esperando’, así dile”. Él no tenía teléfono, y mi hija le iba a escribir por Internet. Pero él no respondió. Ella me dijo que me vaya nomás a la casa porque ya era de noche. No había ni mototaxis. Y mi hijo pequeño, Frank Anthony, me dijo: “Mamá, vamos nomás, el Brayan es grande. Ya nos va a alcanzar”. Le hice caso. Y me fui hacia la avenida Circunvalación, camino a mi casa.
Ya estábamos caminando por allí, y llamé a mi otra hija, la Talía: “Por favor, comunícate con tu hermano Brayan. Ya me estoy yendo a la casa. Estoy caminando despacio, que me alcance en la Circunvalación”.
Ella me dijo después: “Hasta hace 15 minutos estaba en el Internet. Ahora ya no me responde. Parece que ya se ha salido”.
Pensé que ya me iba a alcanzar. Caminé mirando atrás. Pero no aparecía. Yo me sentía de otra forma, no sé, inquieta. Pero, como estaba con mi hijito Anthony y ya era de noche, avancé. Llegué a mi casa una hora después, casi cerca de las 8. Y hasta ahí no aparecía mi hijo. Ya era la hora del cacerolazo contra el Gobierno. Y justo cuando empiezan a sonar las ollas en la calle, tocan la puerta. Yo pensé que era Brayan. Corriendo salí, alegre, pero era mi hijo mayor, Ciro Fredy.
“Ay, tú eres. Pensé que era el Brayan”, le dije.
“¿Y dónde está, pues, el Brayan?”, me dijo.
“Se ha quedado un rato en el centro, en el Internet. Y no aparece hasta ahora”.
“¿Pero por qué le has dejado, pues, en el centro? Deberías ir a buscar”.
Mi hijo mayor entró al cuarto de Brayan. Justo él estaba sentado y lo llama un amigo.
“¿No es tu hermanito?”, le dice y le manda un video. “En calle Moquegua lo han baleado. Parece que es tu hermanito”.
Yo me asusté. Mi corazón diferente ya era. No he visto ni el video, nada. Agarré mi mantón. Mi hijo mayor le estaba preguntando a su amigo en qué parte era. Y yo solo escuché y me fui. “No creo que sea mi hijo”, pensaba. Ya era noche, oscuro, 8 o más. Y salí corriendo de la casa. Toda esa pampa, que está vacía, he corrido hasta alcanzar la pista. De ahí llamé a mi hija mayor, Rocío, por el celular.
“Le han llamado a tu hermano. En calle Moquegua dicen que le han baleado al Brayan”.
Mi hija mayor me dijo: “No creo que sea el Brayan. A ver, voy a ir ahorita corriendo”.
Y ha corrido hasta la calle Moquegua, porque ella vive cerca al centro.
“No hay, mamá, nada en calle Moquegua. No creo que sea el Brayan”, me dijo después. “Pero hay dos jóvenes baleados aquí en calle Moquegua. Y ya les han llevado al hospital. Voy a ir al hospital”.
Y mi hija se adelantó para ir al hospital.
Yo estaba lejos. Y no había mototaxis. Solo motos lineales veía circulando. A unos jóvenes que iban en su moto los detuve, pero no me quisieron llevar. Han pensado que yo era una loca. Seguí corriendo. Vi a otro joven, y a ese joven le agarré igual.
“Por favor, llévame”, le dije. “A mi hijo dicen que lo han baleado”.
Unos señores en la calle me escucharon y me ayudaron a convencerle: “Por favor, llévale, pues, joven, a la señora. Te está pidiendo ayuda. Llévale al hospital”.
El joven aceptó. Me llevó hasta el hospital en su moto. Cuando estaba a punto de llegar, mi hija mayor me llama por teléfono, gritando:
“Mamá, Brayan siempre es”.
Yo no podía ni saltar de la moto porque estaba corriendo el joven, y me hizo llegar rápido hasta la puerta de Emergencia. Ni siquiera le dije “Gracias” a ese joven, nada. Entré corriendo, y mi hija Rocío, la mayor, estaba gritando, botada en un rincón. Tampoco me he acercado a ella para calmar su dolor. De frente a las enfermeras les pregunté:
“¿Mi hijo? ¿Dónde está mi hijo?”
“¿Quién eres?”
“Yo soy su mamá del Brayan. Por favor, ¿dónde está mi hijo?”
Y las enfermeras me dijeron: “No sé si será tu hijo. A ver, mírale”
Y entré a una sala y era mi hijo. Todo conectado con máquinas. Vendada la cabeza. Ni siquiera se movía.
Lo abracé: “Hijito, ¿qué te ha pasado? Contéstame”.
Pero él apenas respiraba un poquito por la máquina, nomás. No se movía. No me escuchaba. La máquina nomás estaba ahí, sonando.
El doctor me dijo: “Es su respiración”.
Me sacaron de adentro las enfermeras. Afuera esperé, lo miré, parada en la puerta, toda esa noche. Y amanecí así, mirando a mi hijo. “Ya se moverá, ya se moverá”, pensando. Pero él, nada, no se movía. Era ya martes en la mañana. Y les rogaba a las enfermeras: “Hazme ver a mi hijo, por favor”. Ni siquiera yo tenía hambre. No comía pensando en mi hijo. Pero esa tardecita, martes, él movió su manito. Tanto le he hablado que su manito se ha movido un poquito.
Y yo le dije al doctor: “Mira, está moviendo su mano. ¿Se va a sanar mi hijo, doctor?”
Y ahí me explicaron que la bala estaba alojada en su cerebro, que su cabeza estaba sangrando.
Y toda esa noche más estuve mirando a mi hijo. Desde la puertita, mirándole. “Se va a mover más. Yo sé que va a reaccionar”. Yo no aceptaba que estaba muy mal.
El día miércoles amanecí igual. Y mi hijo se ha movido. ¿Será por tanto que le he hablado?
Y yo le dije: “Hijito, vuelve a hacer, soy tu mamá. Te necesito, hijo”.
No quería perderlo. Yo no aceptaba.
Y mi hijito me ha respondido ese día con su movimiento. Alzó su mano, su pie. Movió su cabeza, abrió los ojos, me miró.
“Hijito, ¿estás bien?”, le hablé de lejos. Pero simplemente ha abierto sus ojos. De esos dos ojitos se han caído lágrimas. Lágrimas se han caído. Al verme a mí ha llorado mi hijo. Yo lo he visto, señor periodista.
Al doctor le dije: “Mira, mi hijo se ha movido”.
“Señora, tú le estás hablando mucho”, me dijo el doctor. “Su cerebro le estás haciendo ya… A la fuerza le estás hablando. Sé que te escucha, pero ahorita está con máquinas. Esas máquinas si las desconectamos… Ahorita le estamos haciendo vivir a la fuerza”.
Y yo: “No, doctor, pero acaba de moverse”.
Pensaba que iba a estar bien mi hijo. No podía aceptar que estaba así. No dormía, no comía nada, solo quería su recuperación. Pero ese día como que se ha despedido, parece, mi hijo. Ha llorado al mirarme.
Esa tarde me dijeron que la sangre estaba entrando a su cerebro. Sangre coagulada. Y tenían que retirarla. Eso dijo el doctor: “Vamos a retirarle esa sangre”.
Me hicieron firmar unos papeles. Y yo no sé leer.
“Vamos a entrar a la operación, a la cirugía”, diciendo.
Esa tarde lo alistaron a mi hijo. Y mi hijo entró a las 10 de la noche o más a la sala de operación. Yo lo correteé detrás desde el primer piso hasta la cirugía. Quería entrar con mi hijo pero me han sacado: “Usted no puede entrar”. Y me quedé en la puerta de cirugía.
Esperé en el rincón, mirando. Lo esperé. No aparecía mi hijo. Ya era cerca de la una de la madrugada. Y a esa hora ya lo sacaron.
Y yo dije: “¿Es mi hijo?”
Ellos rápido lo sacaron. Lo llevaron al segundo piso. No me dejaron verlo. Rápido lo han hecho entrar al UCI. Esa noche, en la puerta de UCI, también me quedé mirando a mi hijo. Pero era doloroso. Ese día cuando entró a cirugía le pedí al Señor. Me arrodillé en la puerta. “Por favor, Señor”. Pedía que salga bien de su operación. Pero, no fue así.
Amanecí así parada. Y a las 4 de la mañana, escuché su voz. Él siempre me decía: “Má, mamá, mami”. Donde sea me llamaba así. En el trabajo, cuando me gritaban, cualquier cosa que pasaba, siempre su grito era “Má, mami”. Y esa mañana lo escuché: “Má, mami”.
A las enfermeras les dije: “Por favor, déjame entrar. He escuchado su voz. ¿Está bien mi hijo? Por favor, doctora. Por favor, enfermera”.
“No, no, señora, estás loca. Cómo va a gritar tu hijo. No es tu hijo”.
Me volví loca esa mañana. De la puertita vi que había bastantes enfermos conectados con máquinas. Pero no vi a mi hijo. Me dijeron que estaba en un rincón. “Mira, no está gritando”.
Ya de ahí se perdió su voz y no volví a escucharlo. Entonces me acordé de mi hijito de nueve años, Anthony. Desde el lunes no lo había visto, y me fui a la casa para cambiarle de ropa, pensando que Brayan se iba a poner mejor. Y a las nueve ya estaba de regreso en el hospital. Estaban correteando los doctores y las enfermeras a esa hora. Bajaban, traían unas máquinas, corrían, salían, desesperados.
Yo preguntaba: “¿Cuál es mi hijo?”.
No me contestaban. O me decían: “Tranquilízate, señora”. No me daban explicación.
A las 10 o más me llamó el doctor a un ladito.
“Señora, tienes que ser fuerte”, me dijo.
“¿Que ha pasado, doctor?”, le dije y empecé a llorar.
“Es que tú sabías. Tu hijo, bala en la cabeza tenía, y no iba a resistir. Tu hijo se ha fallecido”.
No podía creer. No podía creer.
“Doctor, ¿por qué no me lo has salvado?”.
“Nosotros hemos hecho todo lo posible. No se podía”.
“Doctor, por favor”.
Yo no creía que estaba muerto mi hijo.
“Por favor, déjame ver a mi hijo ahorita, doctor”.
“Solo un rato, puedes verle”, me dijo y me dejó pasar.
Ahí estaba en un rincón. Toda peladita su cabeza. Lo abracé. Estaba un poco caliente su corazón. No podía creer que estaba muerto. Lo abracé fuerte. No podía soltarlo. No quería que me lo quitaran de mis brazos. Lo he abrazado largo rato. Y he llorado y he gritado, pero las enfermeras vinieron. Me sacaron a la fuerza.
“Ya, señora”.
Largo rato he estado afuera, en la puerta. No sabía qué hacer. He gritado.
“¡Mi hijo Brayan! ¿Por qué me has dejado?”.
Bastantes personas había. Algunas me agarraban. No sabía qué hacer y solo me tocaba gritar. Nada más.
No pudo resistir esa bala que tenía en su cerebro alojado. Hasta ese extremo a mi hijo lo han matado. Me lo han arrancado de mis brazos. Él era tan bueno conmigo. De todos sus hermanos, él era diferente. No podía resistir. Dolor era para mí.
¿Cuántas horas habré estado ahí gritando? Después ya lo sacaron en su camilla hacia la morgue. Yo no quería aceptar, y lo agarré. “Hijo”, le grité, y hasta la puerta de la morgue lo seguí. “No me quiten a mi hijo”. Solo quería abrazarle y que se quedará al lado de mí. Pero no se podía.
Lo metieron a la morgue. Y me he quedado en la puerta. Y no sé, parece que estaba en mis sueños. No he podido superar esos momentos hasta ahorita, señor periodista.
Después de un par de horas en la morgue ya le han hecho autopsia, necropsia. Entró mi familia con un abogado y ahí terminó todo. Le han encontrado bala. Dentro de su cerebro estaba, y ya no ha podido resistir. Yo no he entrado porque no podía resistir. De Fiscalía han venido. Todos ellos estaban en la necropsia.
Y le sacaron fotos. Yo tengo esas fotos. Y las tiene la Fiscalía.
¿Cuando volvió a ver a Brayan?
Esa tarde misma me lo he recogido para velarlo. Mi hijo estaba riéndose en su cajón. Él estaba bien bonito, feliz. Su carita era normal. Pensé que mi hijo estaba durmiendo, en su cajón, parecía dormidito. Riéndose estaba.
Ese día jueves lo hemos velado en el centro. Bastantes personas decían: “Por donde lo han baleado, por ahí tenemos que llevarlo”. Y lo llevamos por donde lo balearon. Hemos dado vueltas, y en esa esquina donde lo mataron hemos hecho una oración. Unas personas me ofrecieron un localcito, y ahí lo hicimos descansar hasta el día siguiente porque mi casa era lejos. Los vecinos de mi barrio todos han venido. Lloraron. Ellos han visto cómo ha crecido él conmigo, cómo era desde chiquito.
Al día siguiente, viernes, ya lo he retirado para llevarlo a mi casa, donde él ha crecido. Aunque sea humilde, casita de adobe, no importa, yo quería que mi hijo durmiera esa noche ahí en su casa. El día sábado lo hemos llevado ya para poderlo enterrar. Hasta ese momento no quería dejarle ir a mi hijo. Pero había personas que me decían: “¡Cómo vas a hacer eso. Tu hijo ya está muerto, vecina!”. Y ahí es que lo hemos enterrado. Y no he podido olvidar hasta hoy. Más peor. Vacío.
Tengo esos recuerdos, señor periodista.
Esta semana ya había pasado un mes y no me he dado cuenta hasta que me llamaron mis conocidos: “¿No vas a hacer misa? Ya es un mes desde que lo han baleado”. Ahí recién reaccioné. “Es un mes. ¿Tan rápido?”. Es que yo todos los días seguía esperando a mi hijo. “Me va a tocar la puerta o va a venir. Cualquier momento voy a verlo con esa ropa que ha salido”. Su cara, su cabeza no puedo olvidar, ni cómo le gustaba hacerse cortar su cabello, su carita… Y todo eso seguía esperando.
Este 9 de febrero ha sido la misa de todos los baleados el mismo día. Pero mi hijo no ha sido baleado en el aeropuerto. Mi hijo ha fallecido en el centro de Juliaca, en la calle Moquegua con Ramón Castilla, a una cuadra de la comisaría. De ese lado es que los policías lo han baleado a mi hijo.
Todos los que estaban allí en ese momento han visto. Ellos me dijeron cómo le habían disparado. Porque dos jóvenes más han muerto en ese lugar. Un poco más allá, en otra esquina, a un caballero lo han matado también. A uno de frente le han baleado en la cabeza e instantáneo ha vomitado sangre y ha fallecido.
¿Cómo ha sido este mes para usted?
Ha sido totalmente doloroso haber visto en el hospital agonizando a mi hijo. Todas esas cosas no puedo olvidarlas. Una de mis hijas me decía: “Tienes que viajar, mamá”. Pero yo pensaba de otra manera: quería ir a la misma comisaría junto con mi hijito de nueve años para que me baleen también a mí esos malditos policías. Eso es lo que yo quería: entregarme. “Le has baleado a mi hijo. Así también baléame a mí”. Y les decía eso a mis hijas: “Que me maten; y que por mí también reciban su bono”. Eso es lo que yo quería. Y mis hijas me hacían entrar en razón. Así ha sido este mes.
¿Sigue pensando en eso ahora?
Ahora odio a los policías porque mi hijo quería ser como ellos. Su meta era ir al cuartel a los 18 años y después ser policía. Pero ahora veo en la calle a esos jovencitos policías y pienso: “Mi hijo hubiera sido así”. Y a veces los miro con odio. Y eso es lo que tanto me duele.
Yo sé que ese policía que ha matado a mi hijo me está escuchando. Solo le pido a Dios que tarde o temprano pagues por lo que has hecho. Tarde o temprano vas a pagar.
Hace dos días, cuando ya había venido acá a Sandia, me enteré de que policías vestidos de civil han ido al cementerio a ver la tumba de mi hijo. ¿Para qué van?
Les digo: “No tienen por qué estar buscándolo, policías”.
Eso es lo que ahorita está pasando y me quiero quejar. Si quieren contactarse, que se contacten conmigo, que me llamen a mi número. Yo sé, en mi mente, para qué lo están buscando. Ellos no tienen por qué tocar la tumba de mi hijo diciendo: “Este nicho vamos a cambiar”. ¿Qué cosa quieren con mi hijo? Si lo han matado a mi hijo, ya no quiero que lo busquen.
Ustedes, policías, son los títeres de esa Dina. Algún día van a pagar ustedes, señores policías. Así con respeto les digo: van a pagar.
¿Y qué debería pasar con Dina Boluarte?
Esos señores policías están manejados por Dina. Ella nos manda a los policías para que nos maten como si fuéramos unos animales. A ella no le importamos. Parece que es una ignorante. Igual como yo parece que no sabe escribir ni leer. Pero hasta nosotros sabemos que no podemos tratar a nuestros enemigos así. Para ella, ¿nosotros qué somos? Esta señora tiene que renunciar. Y recién vamos a encontrar paz nosotros.
Si se encontrara cara a cara con ella, ¿qué le diría?
En este momento yo no quiero verle ni en foto. Pero ella sí debe dar la cara. Debe venir acá a Puno, donde nos ha hecho matar a tanta gente. Pero si estuviera ahorita enfrente, le pediría que me devuelva a mi hijo. Que me lo devuelva tal y como estaba. Que me lo haga parar así a mi lado. Eso le pediría.
Dina, tú eres tan mala persona. Nosotros no te hemos elegido a ti para presidenta. Nosotros hemos elegido a Castillo. Igual como nosotros, campesino, era el presidente Castillo.
Ella no es nada para nosotros. No queremos verle aquí en Puno. Ella nos ha negado, nos ha dicho que no somos el Perú. Para nosotros ella no es nada.
Tarde o temprano va a pagar. Por su culpa en Puno la gente ha sido asesinada. Como yo, bastantes madres han sufrido.
El Gobierno no ejecuta masacres en Lima, como sí lo hace en Andahuaylas, en Ayacucho, en Puno. ¿Siente que ha habido racismo?
Ella [Dina Boluarte] sabe quiénes no le queremos. Nosotros siempre vamos a defender a nuestro Perú. ¿Ella piensa que nos puede humillar y que nos vamos a quedar así nomás? Ella pensará que nosotros somos serranos. Pero por estos serranos ella está bien sentada en Palacio. Pensará que nosotros no nos damos cuenta. Nosotros vamos a luchar hasta que renuncie.
¿Cómo está la investigación del asesinato de Brayan?
Yo me he manifestado a los periodistas internacionales. Yo no tengo miedo. Mi nombre es la verdad y mi apellido es la verdad. Y la verdad he contado. Tengo abogado y en Fiscalía me han tomado declaraciones. Pero ya va pasando un mes y aún todavía no me llaman.
Hasta Fujimori, siendo tan poderoso en su momento, entró a la cárcel. ¿Usted imagina que Dina Boluarte y los responsables de la muerte de su hijo irán a la cárcel?
Sí, peor que Fujimori es ella porque por su capricho es lo que está haciendo matar a nuestros compatriotas. Es por capricho. Tiene que ir tras las rejas. No será este año, no será al otro año, pero tiene que haber justicia. Aunque yo soy pobre acá, para el Señor yo no soy pobre. Él sí va a buscar justicia para mí.
Entiendo que este es un momento difícil para pensar en el futuro, ¿pero cómo sería el Perú que su hijo Brayan hubiera querido ver?
Él quería que su país sea como Bolivia. Eso soñaba. Porque allá ayudan a los pobres. Él ha pensado que el Castillo iba a ser igualito que Evo Morales. Ese era su su pensamiento. Él me decía: “Bolivia es bonito. Les ayudan a los pobres, a los que trabajan en las chacras”. Eso le gustaba a él. Soñaba que cuando fuera al cuartel iba a encontrarse con el Presidente Castillo. “Algún día cuando voy a estar en el cuartel, voy a encontrarme con el Presidente”, decía. Esa era su manera de hablar.
¿Qué piensa ahora de Castillo?
Francamente, la derecha, los grandes, no le han dejado gobernar. Nosotros todos nos dimos cuenta. No le han dejado demostrar. Él tenía ganas de trabajar, nos ha prometido, y nosotros creemos en él porque nosotros lo hemos elegido a él. Dina le ha traicionado.
Usted tiene un hijito chiquito aún, Frank Anthony. ¿Qué quiere ser él de grande?
Él quiere ser un doctor. Cirugía. “Yo voy a curar a los enfermos”, dice.
¿Y qué piensa Frank de lo que ocurrió con su hermanito Brayan?
Él siendo tan chiquito dice: “Dina, asesina, tú me lo has matado a mi hermano”. Tan chiquito así tiene ese pensamiento. A veces mira las fotos de Brayan que hay en mi celular y escucha la música que le gustaba a su hermano y eso también le gusta ahora a él. “Un día yo también voy a sacar una canción para mi hermano y voy a cantar”, dice.
¿Cree que Frank llegará a ser médico?
Sí. Sé que con ayuda de Brayan, que ahorita es un ángel, lo hará. Brayan siempre lo va a guiar, como me guiaba a mí. Muchas ideas buenas le va a poner en su mentecita.
¿Y usted cómo se ve en el futuro?
Yo, como siempre, trabajando. Siempre voy a apoyarle a mi hijito, que necesita mucho. Solo para él ahora trabajaré. Eso nada más me queda, pues, señor periodista. ¿Qué más puedo hacer?
Me dijo que no va a dejar la escuela.
No lo voy a dejar. Como tengo 38 años, ojalá que mi hijito Brayan quiera algo para mí, y algo quizá pueda yo ser. Pero ya estoy de edad, y no creo que pueda. Pero a mi hijito le daría orgullo que yo aprenda a leer y escribir.
¿Cree que alguna vez una persona aymara será presidente del Perú?
Yo sí. Tengo fe. Qué bonito sería ver a un primer presidente aymara. Un orgullo.
Quizás Frank Anthony puede ser el primer presidente aymara.
Uy, mi Brayan estaría bien alegre en el cielo. Sí, puede ser mi hijito. Solo espero que él quiera.
Necesita mucho apoyo. Su ojito está mal de nacimiento. Como le conté, su papá se accidentó hace años. En ese momento yo estaba gestando a Frank. Y he llorado hasta que nació. Y eso a su ojito le ha afectado. Pero yo sé que con el tiempo él va a ser una gran persona, como mi hijo Brayan.
Brayan no ha vivido en vano.
Sí, mi hijo ha sido un héroe. Y aunque sea injusto, sé que por algo ha tenido que pasar esto.
Me ha dado más reacción. Me ha dado más pensamientos. Gracias a mí Brayan ahorita pienso muchas cosas. Por él voy a hacer muchas cosas. Así estoy intentando sacar fuerzas.
¿Piensa ir a Lima en algún momento?
Sí, voy a ir. Voy a agarrar la foto de mi hijo Brayan y voy a protestar. A ver si me encuentro también con esta señora Dina cara a cara, pues. Eso es lo que quiero. No voy a quedarme así, y mi hijo Brayan me va a dar fuerza. Él está en mi mente, en mi pensamiento. Él está vivo para mí.
Marco Avilés
Periodista. Nació en Abancay y, muy pequeño, migró a San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado del país. Es autor de los libros No soy tu cholo, De dónde venimos los cholos y Día de visita. Escribe sobre racismo en América Latina y es candidato a doctor por la Universidad de Pensilvania. Más sobre su trabajo en marcoaviles.com
¿Qué país queremos?
Es un espacio de conversaciones con figuras y líderes de los diferentes pueblos y comunidades que componen el Perú, quienes suelen ser ignorados por quienes gestionan la discusión pública en el país. Trataremos de entender junto con ellos y ellas de qué trata la dolorosa crisis política que consume al país; es decir, cuál es su diagnóstico. También, recogeremos sus propuestas de cómo podemos sanar como sociedad en los aspectos que ellos consideran importantes.