El 18 de marzo se anunció el primer caso de coronavirus en Nicaragua. La noticia la dio la vicepresidenta, Rosario Murillo, y quedó registrada en el medio oficialista El 19 Digital. En un intento por transmitir tranquilidad en la población, ella dijo que el comandante Daniel Ortega está pendiente y dando instrucciones conforme a las recomendaciones de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). El primer enfermo resultó ser un hombre de 40 años, procedente de Panamá, y Murillo afirmó compungida que confía en Dios y el “pueblo organizado” para evitar mayores contagios.
La misma dirigente tres días antes, de forma inexplicable, convocó a una multitudinaria manifestación, obligatoria para empleados públicos, bajo el lema “Amor en tiempos del COVID-19”. Algo que evidentemente contradice una de las recomendaciones básicas de protección que es el distanciamiento social. Asimismo, la indiferencia del Poder Ejecutivo se había evidenciado cuando permitió que niños recibieran a turistas al pie de cruceros en plena crisis epidemiológica. Las fotos de los pequeños causaron indignación en las redes sociales.
Con las noticias sobre el coronavirus en las últimas semanas dan ganas de gritarle al mundo que pare para bajarse, como lo dice el entrañable personaje Mafalda de Quino. Cuarentenas, toques de queda, restaurantes vacíos, plazas y centros comerciales fantasmagóricos, suspensión de clases obligatorias, crisis, pánico y cierre de fronteras. En mi caso, la situación me llevó de un día a otro a regresar desde Bogotá, Colombia, donde por razones de trabajo estuve los últimos nueve meses.
Según las estadísticas, salía de un lugar que empezaba a ser un hervidero, con cifras creciendo cada vez más de forma exponencial, y llegaba a Nicaragua, donde aparentemente había una situación inmejorable, si creyera las informaciones oficiales. Un lugar donde no pasa nada, y mejor que no pase, pues sus condiciones no son las mejores con 12 camas hospitalarias, diez médicos, ocho enfermeras y nueve auxiliares por cada 10.000 habitantes según el Ministerio de Salud. Llegué a Managua, la que puede ser hoy la capital latinoamericana del absurdo. Aunque al ver otros países en la región y la situación de sus presidentes que subestimaron la pandemia, pienso que quizás no somos los únicos.
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En Colombia, donde me encontraba preso de la ansiedad por lo que ocurre -con la familia lejos- los casos registrados de esta enfermedad sumaron 128 en trece días, a partir del 6 de marzo cuando se confirmó el reporte del primer enfermo.
Las erráticas decisiones en la región eran motivo de toda clase de comentarios. Gracias a la comunidad periodística de CONNECTAS, de la que formo parte, en la que participan más de 150 periodistas de 17 países, pude conocer de primera mano cómo se está viviendo la emergencia en las salas de redacción y entre los ciudadanos, presos de pánico.
Situaciones como la de República Dominicana, donde se les ocurrió la idea que fuesen los miembros de la Guardia Nacional, quienes debían instruir sobre el virus que causa la enfermedad COVID-19 a los ciudadanos. Luego dieron marcha atrás.
Como si fuese irreal la posibilidad de contagio entre multitudes, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, besó y abrazó a simpatizantes en un mitin que realizó en el estado de Guerrero, ubicado a 191 kilómetros del Distrito Federal. El periodista Andrés Oppenheimer incluyó al mandatario en una lista de presidentes populistas que no se tomaron en serio la enfermedad en un artículo que recuerda que también el presidente Donald Trump minimizó inicialmente la pandemia.
El mandatario de Brasil, Jair Bolsonaro, llamó “histeria” al miedo de la población y aseguró que celebraría su cumpleaños en los próximos días sin importar la amenaza. “Lo que está mal es la histeria, como si fuera el fin del mundo, y una nación solo está libre del virus cuando cierto número de personas se infectan y crean anticuerpos, lo que se convierte en una barrera para no infectar a los que aún no están infectados”, dijo Bolsonaro. Días antes había realizado un mitín político a favor de sus intereses, con total indiferencia sobre los riesgos de contagio de sus simpatizantes.
Coronavirus en Brasil: Bolsonaro prepara una fiesta por su cumpleaños y critica a los gobernadores que dictan medidas de emergencia https://t.co/4FN3sLcuv1
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Mi caso no se compara con la situación de colegas que se han expuesto al virus buscando lograr una mejor cobertura, o que simplemente como le puede pasar a cualquiera, se contagiaron y pusieron en riesgo su salud. Al retornar a mi país, el riesgo del contagio era uno de los mayores peligros que enfrentaba. El menor era que se endurecieran en Panamá las restricciones y me encontrara atrapado en el aeropuerto Tocumen. Yo no quería que me pasara lo que le ocurrió al actor Tom Hanks en una de sus más famosas películas, menos lo que padece en la vida real, dado que fue recientemente diagnosticado de COVID-19. Finalmente, Panamá decidió suspender la llegada y salida de vuelos internacionales a partir de las 11:59 p.m. del 22 de marzo. La medida durará un mes.
El vuelo CM622 salía a las 6:08 p.m. de Colombia. Las horas previas a esta salida fueron de profunda inmersión en el tema sobre recomendaciones para el viaje, el uso de guantes y la compra de una mascarilla que tenía unos dientes de conejo—solo había de ese tipo cuando necesité comprarla– y el manejo de mis emociones durante el trayecto. Tuve muy claro que lavarme las manos, evitar ponerlas en cualquier objeto del aeropuerto y evitar tocarme el rostro eran acciones esenciales para reducir mi riesgo de contagio.
La mañana del 17 de marzo, el aeropuerto El Dorado, por donde ingresaron el ochenta por ciento de los contagiados de COVID-19 a Colombia, lucía vacío. Pero había pasajeros que se acercaban a las funcionarias de las líneas aéreas preguntando si sus vuelos habían sido cancelados. Cuando me tocó a mí, la joven que me atendió dijo que aun no les habían avisado nada sobre mi caso después de revisar una lista de vuelos con una columna a la derecha donde decía "cancelados".
-Fíjese si su vuelo aparece en la pantalla- recomendó.
La escena de otros pasajeros llenos de incertidumbre se repitió en la tarde, pero no alcanzó un drama. La resignación fue más contagiosa que el coronavirus. Fue muy común ver y escuchar a grupos de personas relatando que su visa se venció sin poder salir, por la cancelación de vuelos o que incurrieron en más gastos.
Un día después, ese mismo aeropuerto fue el escenario donde un pasajero agredió a unas funcionarias quitándose el tapabocas y tosiendo en sus rostros. Días después fue capturado y enfrenta procesos penales. ¡Es médico!
Entre mis compañeros de viaje había quienes aseguraban haber pagado más de 900 dólares sólo para poder lograr la conexión con Panamá. El periplo estuvo marcado por la supervisión de las autoridades del Ministerio de Salud de todos los países en el trayecto, que medían en general la temperatura de cada persona. En mi caso, se detuvo en 35.7 grados. En Tocumen caminé durante 25 minutos hasta la puerta 128 en un aeropuerto diseñado para grandes aglomeraciones en los pasillos, de pasajeros haciendo compras en las tiendas de ropa y dispositivos. Este es una terminal con conexiones a 84 ciudades de América y a 34 países de Europa. Todas sin mayor restricción. Cada tanto se distribuían los funcionarios de sanidad vestidos de celeste, discretamente con sensores para medir la temperatura, muy pocos para el flujo de pasajeros que luego llegaban a ubicarse a la puerta de la sala de abordaje. El riesgo de contagio ahí es mayúsculo.
A las 9:15 de la noche, salió el avión hasta Managua. Fueron 45 minutos eternos porque algunos amigos me dijeron que temían que el presidente Daniel Ortega cerrara las fronteras.
De acuerdo con el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), Nicaragua es el país con menos medidas de prevención tomadas en la región, que registra un total de 234 casos al 18 de marzo. Eso puede verse en la infografía detallada de las precauciones tomadas en el istmo, publicada el 15 de marzo, lo que ahora se convierte en un boomerang político contra el ejecutivo nicaragüense.
Con la incertidumbre causada por todo lo vivido en los últimos días, el Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino me recibió silencioso. Dos médicas preguntaron a los pasajeros sus datos y hasta su número de teléfono, pero no había un control extraordinario. Todo era muy discreto. Así fui avanzando, ya con mi familia, y me interné en la ciudad de siempre viendo los árboles de metal, de hasta 21 metros de alto, que mandó a instalar Rosario Murillo como símbolo de su poder en la capital años atrás, un bosque de fierros que le resulta increíble a los visitantes. El 18 de marzo, un día después del aterrizaje, se confirmó el primer caso de COVID-19 en Nicaragua. Al cierre de esta nota, el medio digital Confidencial confirmó que se trató de un militar. En el discurso oficial, la vicepresidenta Murillo pasó del optimismo a pintar otro panorama. Los nicaragüenses estamos asustados. Al publicar esta nota, Bogotá se encuentra en aislamiento obligatorio, igual que Argentina, lo que contrasta con Nicaragua, donde la demanda ciudadana es tener mayor información. Con respecto a mí, me voy a una etapa de aislamiento obligatorio durante dos semanas.
Esta crónica fue originalmente publicada en Connectas y Salud con lupa la republica con su autorización.
Octavio Enríquez es periodista nicaragüense. Editor de CONNECTAS. Ha escrito en diferentes medios de su país como Confidencial, además de colaborar con publicaciones en España, México y El Salvador. El Premio Ortega y Gasset para Periodismo Impreso ha reconocido su coraje e investigación sobre el enriquecimiento encubierto del ex ministro Tomás Borge publicado en el periódico La Prensa. Fue el ganador del Premio Internacional de Periodismo Rey de España, en la categoría de Periodismo Ambiental y Desarrollo Sostenible por un trabajo periodístico realizado sobre la Mafia en la Industria de la Madera. También, recibió el premio a la excelencia de la Asociación Interamericana de Prensa, por una serie de análisis que retrataron la reforma legislativa que permitió a Daniel Ortega cambiar la constitución para ser reelegido indefinidamente.