“Nacida débil y sensible, la mujer, esta fiel compañera del hombre, merece el más vivo interés y presenta un vasto campo a las meditaciones de filósofos y médicos”. Así arranca el Tratado completo de las enfermedades de las mujeres, un texto de 1844 que pretende ser una puesta al día de todo lo conocido por la medicina sobre las mujeres hasta la fecha.
El ‘sexo bello’ o el ‘ángel del hogar’ fueron nombres usados por algunos científicos del siglo XIX, que apuntalaron en el imaginario colectivo la noción de ‘sexo débil’ para referirse a la mujer. “Las modificaciones físicas que constituyen las bellezas de la mujer están en razón inversa de las que constituyen las del hombre. Las facciones de su rostro tienen unas proporciones finas y agradables, sus pies son más pequeños y manos delicadas, sus brazos, muslos y piernas son más gruesos, los músculos de todos sus miembros están dulcemente demarcados con líneas ondulantes”, escribe el médico Baltasar de Viguera en La fisiología y patología de la mujer (1827).
Para De Viguera, que relataba con profusión la sensibilidad y delicadeza en formas, sentidos y carácter de las mujeres, sus cualidades tenían que ver con “los órganos de la matriz”. “Esta prodigiosa esfera de la perpetuidad de la especie es la que determina los atributos del bello sexo, la que preside todas sus funciones, la que desarrolla las modificaciones de su instinto, en fin, la que manda e influye imperiosamente en sus pasiones, gustos, apetitos, ideas, propiedades e inclinaciones”.
Esta concepción del aparato reproductor femenino avaló desigualdades, entre otras, la que impedía a las mujeres acceder a los estudios superiores: “La teoría de conservación de la energía sirvió para que algunos se opusieran a la educación de las mujeres, pues el esfuerzo que habrían de dedicar a su instrucción les quitaría una energía necesaria para el funcionamiento correcto de sus funciones menstruales y reproductivas; eso impediría su finalidad primordial, ser madres”, cuentan en Las mentiras científicas sobre las mujeres S. García Dauder y Eulalia Pérez Sedeño.
Al útero se le culpa desde el antiguo Egipto: entonces, se decía que el órgano se desplazaba dentro del cuerpo de la mujer causando todo tipo de afecciones. Después, se han sucedido teorías más o menos elaboradas que relacionan el útero con enfermedades o comportamientos indóciles de las mujeres. La palabra histeria, enfermedad del útero (hystera, en griego), acompañó estos diagnósticos y tuvo una nueva edad de oro en el siglo XIX.
El ángel del hogar
García Dauder y Pérez Sedeño afirman que en el cajón de sastre de la histeria cayeron todos los “malestares producto de desigualdades de género”. Su vasta sintomatología incluía desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal, espasmos musculares, irritabilidad, dolores de cabeza, pérdida de apetito o tendencia a causar problemas. “La mujer histérica estaba a un paso de la mujer ideal romántica: un ser que debía ser frágil, dependiente, pasivo, sin deseo sexual, públicamente inválido, doméstico y ocioso”, relatan.
Aunque hoy en día la histeria ha desaparecido de los manuales diagnósticos, “se mantiene el prejuicio de que las mujeres son débiles, sensibles, que aguantan menos, que se quejan a la mínima. Lo que se llamó mucho tiempo ‘una histérica”, cuenta a SINC María Teresa Ruiz Cantero, catedrática de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Alicante.
"Es común que, cuando no se sabe muy bien qué ocurre, se use la etiqueta de ‘problema funcional’. Ellas se quedan en la atención primaria y se les acaba recetando analgésicos, mientras que a los hombres se les deriva al especialista".
María Teresa Ruiz Cantero, Universidad de Alicante
Y no es una preocupación baladí. Este prejuicio, dice Ruiz Cantero, está en la base de un importante fallo diagnóstico: que a las mujeres se les sobrediagnostiquen síndromes. “Es común que, cuando no se sabe muy bien qué ocurre, se use la etiqueta de ‘problema funcional’. Ellas se quedan en la atención primaria dando vueltas y se les acaba recetando analgésicos, mientras que a los hombres se les deriva al especialista, que le procura un tratamiento curativo. Esto es muy grave”, afirma.
Un ejemplo, para la experta, se encuentra en los primeros tiempos de la covid-19. “Al principio, la enfermedad se relacionó principalmente con una afección del aparato respiratorio, que afecta más a los hombres. Se vio más tarde que también se asocia con problemas intestinales, más comunes en mujeres. De este modo, las mujeres salieron peor paradas en diagnóstico, lo que tiene que ver con la mortalidad”.
Deseo sexual, el justo
“Se toca todas las noches —dice, sollozando, la madre de una adolescente al doctor protagonista de la serie de televisión El Alienista—. Los curas dicen que necesita baños fríos y sanguijuelas, que el diablo está en su mente”. El facultativo responde que no hay nada mal en su mente, “sino que se está convirtiendo en una mujer”, en una perspectiva que no parecían compartir muchos de sus colegas en la vida real.
“No hay goce sano que no sea reproductivo. Los deseos culpables y dañinos, los de las infértiles, las nodrizas, las prostitutas, las lectoras, las tísicas y las histéricas”, escribió en 1876 el ginecólogo Ángel Pulido. La masturbación era considerada un “hábito funesto”, y el deseo femenino se asociaba con las clases bajas, “las primitivas de ambientes cálidos y las enfermas nerviosas y físicas”, así que se encontró un término para patologizar la libido femenina: ninfomanía.
Según explica a SINC la sexóloga Laura Morán, es muy difícil determinar cuánto deseo o cuánta excitación sexual es demasiada: “Intentaron modernizar la ninfomanía llamándola hipersexualidad, pero no fue posible cuantificar esas variables y por eso no aparece en el último Manual diagnóstico de los trastornos mentales. Mientras puedas cumplir las funciones básicas de supervivencia como son comer, dormir, trabajar y socializar, si quieres dedicar el resto de tu tiempo al sexo, pues estupendo”.
Así de arraigada estaba esta creencia en la sociedad que, según cuenta en Señoras que se empotraron hace mucho la historiadora Cristina Domenech, unas profesoras de una escuela para señoritas de Edimburgo, presumiblemente pareja, ganaron un juicio gracias a que el jurado no podía creer que una mujer conociera el goce sexual.
Conforme avanzaba el siglo, se extendió la idea de que la mujer normal y sana, la madre de familia, debe ser una mujer fértil, dueña de una sexualidad moderada. Y aquí viene la siguiente creación ad hoc: la frigidez. “¿Es una enfermedad? No, lo que pasaba es que no se entendían los procesos de excitación femeninos. Ni siquiera las propias mujeres los conocían, no podían explicarles a sus partenaires sexuales lo que les gustaba y lo que no. Esto tiene que ver con una educación sexual insatisfactoria”, dice Morán.
La actual disfunción sexual femenina (DSF) es una enfermedad que, para García Dauder y Pérez Sedeño, se construyó para crear el nicho de mercado de un nuevo medicamento. Los cambios en el deseo sexual de las mujeres, afirman, no son una enfermedad sino un proceso normal, “incluso una respuesta saludable a factores como el estrés”.
Pero, aunque el deseo moderado estuviera bien visto, la masturbación seguía sin verse con buenos ojos, y preocupaba especialmente su presencia en adolescentes. En ellas apareció otra enfermedad ya desaparecida: la clorosis, que presentaba palidez, dificultad respiratoria, somnolencia o supresión de las reglas. “Con frecuencia, los diagnósticos médicos la relacionaban con la menstruación y la masturbación. Para muchos autores, la enfermedad desaparecía cuando la adolescente maduraba y normalizaba su vida sexual a través del matrimonio”, afirman en este artículo los pediatras Miguel Zafra Anta y Víctor Manuel García Nieto.
Un signo de los tiempos fue la creación de los primeros grandes almacenes, que sacó a la calle a las mujeres con dinero, que hasta entonces encargaban la ropa desde su casa. Las calles, de repente, no eran solo territorio masculino, cuenta el investigador Nacho Moreno en Ladronas victorianas. A ellas, dice, ya no les bastaba con quedarse en casa.
La reputación de las mujeres de clase alta no les permitía el escándalo de ir a la cárcel si delinquían, así que médicos especializados en trastornos femeninos determinaban que su impulso de robar no era más que delirios relacionados con la menstruación.
Intervenciones innecesarias
Para los trastornos causados por el ritmo de la civilización moderna, el remedio fueron las curas de reposo. Un neurólogo pionero de estas curas fue Silas Weir Mitchell. Sus remedios fueron criticados por la escritora Charlotte Perkins Gilman en El papel pintado de amarillo (1890), un relato que describe su encierro en una habitación sin permiso para trabajar o recibir visitas: “Vive una vida tan hogareña como te sea posible, realiza no más de dos horas de actividad intelectual al día y no toques nunca más una pluma, un pincel o un lapicero”, fue su receta.
Otros médicos indicaban la manipulación de los genitales femeninos hasta llegar al paroxismo histérico, el orgasmo, algo que solo podían hacer ellos o las comadronas, dado que la masturbación femenina era indecente. También se aplicaron tratamientos como la hipnosis, el aislamiento o la dieta —se explica en La mujer en los discursos de género— , y otros tan delirantes como sanguijuelas aplicadas a la vulva, al ano y al cuello de la matriz; cauterización del cuello uterino con nitrato de plata; inyecciones de varios líquidos a la vagina, hidroterapia en forma de duchas, chorros vaginales y baños fríos o templados o electroterapia.
Si la causa de todo mal era el útero, algunos consideraron que la solución también era extirparlo: se recomendaban histerectomías, ooforectomías (extirpación de los ovarios), incluso ablación de clítoris. María Fernández Chereguini, ginecóloga y miembro de la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia (SEGO) explica, en conversación con SINC, que incluso hoy en día esta intervención intenta evitarse: “Salvo por una patología maligna, sangrados o miomas que no se controlan con tratamiento médico o por prolapso genital, no se realiza. Y si se hace es, normalmente, mediante laparoscopia. Esta manera de extirpación no invasiva era imposible en la época”.
Además de la función reproductiva, el útero es responsable del sostén del suelo pélvico, pero su extirpación no debería provocar efectos secundarios. Sin embargo, “quitar los ovarios puede producir una menopausia adelantada, con los problemas que eso conlleva: riesgo cardiovascular y problemas en los huesos, entre otros”.
La mirada femenina
Las desigualdades en la medicina siguen existiendo y “afectan a la calidad de vida de las pacientes, y a su proyecto de vida”, dice Ruiz Cantero. “Se relaciona con la cultura de los cuidados: ellas cuidan de ellos, y ellas también cuidan de ellas”. La perspectiva de género es necesaria porque los sesgos, afirma, “se contagian y nos los acabamos creyendo hombres y mujeres. Ellas acaban respondiendo a los prejuicios que se tienen sobre las mujeres negándose sus propias salidas”.
“Hoy existen más mujeres científicas, y están cambiando la forma misma de hacer ciencia. Se están planteando preguntas que nunca se habían formulado antes”, cuenta la periodista Angela Saini en su libro Inferior. “Se cuestionan cosas que se daban por sentadas, y las viejas ideas dejan paso a otras nuevas. El retrato distorsionado —a menudo negativo— de las mujeres que había en el pasado ha sido cuestionado en las últimas décadas por investigadores, que afirman que era equivocado”.
Y concluye: “En un mundo en el que muchas mujeres siguen padeciendo el sexismo, la desigualdad y la violencia, [los datos] pueden transformar la forma en la que nos vemos mutuamente. Si disponemos de estudios serios y cifras fiables, los débiles pueden volverse fuertes y los fuertes, débiles”.