En estos días de pandemia, salir a las calles de Ciudad de México debe asemejarse a poner el pie en un sitio desconocido. Las avenidas, usualmente desbordadas con los vehículos de personas apresuradas por llegar al trabajo o regresar a casa, ahora lucen despejadas. Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno de la ciudad, lo anuncia orgullosa en sus redes sociales con gráficos que comparan el tránsito vehicular de ahora con el de un día habitual. Hasta hace dos semanas, el pico más alto de congestión alcanzaba el 40%, de por sí ya bajo para la capital. Este viernes 27 no superaba el 20%. Yo no tengo manera de comprobarlo: desde hace dos semanas he intentado aislarme voluntariamente del resto del mundo.
Pero basta escuchar a otros para darse cuenta que la aparente calma no reina en todas partes. En las líneas de metro que se retuercen por debajo del asfalto o en los autobuses que surcan la ciudad, la gente se hacina. “Necesitamos forzosamente salir a la calle para surtir todo nuestro mandado,” me cuenta Guadalupe Reyes, que todas las semanas toma dos autobuses distintos para comprar los alimentos que después prepara y vende en Gorditas Lupita, el local de comida que lleva su nombre y que instala fuera de su casa en la delegación Azcapotzalco. Su destino: el mercado de la Merced, donde a diario miles de personas se rozan, empujan y chocan entre ellas.
“Eso nos angustia bastante, porque supuestamente debemos de mantener la sana distancia entre todos. Y pues es imposible hacerlo,” dice Guadalupe, quien también se preocupa por su diabetes e hipertensión – condiciones que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) la hacen más vulnerable a enfermarse gravemente si el coronavirus logra alojarse en su garganta, vías respiratorias y pulmones.
Susana Distancia es el nombre con el que el gobierno mexicano bautizó a la superheroína que representa la jornada nacional de distanciamiento social y que comenzó el lunes 23 de marzo. Un periodo de cuatro semanas durante el cual se urge a los mexicanos ir en contra de su afectuosa naturaleza. No besarse, no abrazarse, evitar salir de casa si es posible y mantener una distancia de al menos 1,5 metros entre sí.
El mismo lunes también se suspendieron todas las actividades escolares. La Ciudad de México, además, cerró cines, bares, teatros, gimnasios, zoológicos, guarderías y más lugares para evitar la propagación del virus. Pero a pesar de las medidas, México ha sido señalado por no seguirle el juego a otras naciones – sólo en América Latina, por ejemplo, la mayoría ha endurecido medidas que incluyen cuarentenas obligatorias, toques de queda y cierres de fronteras. La apuesta mexicana ha sido otra. No cerrarle el paso a la epidemia, sino solo mitigarla. Y a la vez cuidar la ya de por sí golpeada economía. Encontrar un balance entre proteger la salud y salvar a muchas familias de la quiebra segura que implicaría paralizar al país.
En México, donde 52 millones de personas son pobres y casi un 60% de los trabajadores viven al día sin sueldo fijo, la estrategia es sensata. Pero también riesgosa. Si falla, podríamos convertirnos en el nuevo epicentro latinoamericano de COVID-19.
Al mismo tiempo, una actitud despreocupada del presidente, sumada a la poca transparencia de datos y evidencia con la que el país está tomando decisiones para enfrentar la pandemia, han generado confusión e incertidumbre entre los ciudadanos. Esos mismos sentimientos han contagiado también a las comunidades médica y científica.
“¿De dónde saca [el Gobierno] la información que nos está dando?” pregunta Malaquías López Cervantes, epidemiólogo y especialista en salud pública de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “Debemos de creer casi como si fuera la iglesia que es correcta, que la está obteniendo de las fuentes correctas, que lo que nos están planteando es correcto.”
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Cuando el virus parecía todavía una amenaza lejana, México actuó rápido. Desde diciembre de 2019, sus sistemas de monitoreo lanzaron alarmas sobre un pequeño brote de neumonía en Wuhan, China. En enero de este año, el país estableció un protocolo para hacer el diagnóstico de la enfermedad y distribuyó pruebas en laboratorios nacionales de todos los estados.
“Estamos tranquilos,” dijo Hugo López-Gatell, subsecretario de prevención y promoción de la salud de la Secretaría de Salud en conferencia de prensa el 21 de enero. “Tenemos la confianza de que el país está preparado” para atender algún brote de COVID-19. Un mes después, a finales de febrero, López-Gatell confirmó el primer enfermo.
Días más tarde, contradiciendo las recomendaciones de la OMS, el presidente Andrés Manuel López Obrador se dirigió a una sala llena de periodistas. “Hay quien dice que por lo del coronavirus no hay que abrazarse,” les dijo. “Pero hay que abrazarse. No pasa nada. Nada de confrontación ni de pleitos”.
Las críticas no se hicieron esperar. Ni esa vez ni cuando una reportera le preguntó a López-Gatell si, en caso de portar el virus, el presidente podría transmitirlo a las personas que saluda y abraza durante sus giras semanales. “La fuerza del presidente es moral; no es una fuerza de contagio,” respondió el subsecretario. “Entonces no tiene porqué ser la persona que contagie a las masas”, sugiriendo que el mandatario tenía la misma probabilidad de contagiar que la periodista o el mismo López-Gatell.
Durante buena parte de marzo, la Secretaría de Salud repitió un llamado a la calma: no hay evidencia alguna de que en México existan casos de COVID-19 cuyo origen no pueda ser rastreado a una persona que llegó de regiones como Europa y China. Esto retrasó postergar eventos masivos (como el festival de música Vive Latino, con un estimado de 115.000 asistentes), cancelar clases o suspender actividades laborales para que la gente no se trasladara de sus casas al trabajo y de regreso. Aunque siempre aceptó que había casos fuera de su radar, el Gobierno eligió sólo hacer pruebas a personas con síntomas que habían llegado de algún país de riesgo y sus contactos, pero no a la población general.
No a todos les pareció la mejor decisión.
Para saber más sobre los desafíos que presenta la pandemia de COVID19 en Latinoamérica, escuchen el primer episodio de El Hilo Podcast de Radio Ambulante elhilo.audio.
“Lo que estamos viendo en México es lo que hemos visto en todas partes, esa respuesta tardía. Parece que es la película que seguimos viendo una y otra vez”, me dijo hace una semana Carlos del Río, médico mexicano de la Universidad de Emory en Atlanta, donde el virus ya había infectado a cientos. “Esta epidemia es como una pesadilla. Nos ha cambiado la vida a todos”.
“Hay una parte un poco arrogante” en la estrategia del Gobierno, opina Alberto Díaz-Cayeros, economista y politólogo mexicano de la Universidad de Stanford, en California. Ese exceso de confianza lo motivó a tratar de entender qué tipo de información estaba usando México para responder ante la epidemia.
La primera pista la encontró en datos del sistema de vigilancia epidemiológica. No había ningún brinco anómalo en neumonías o muertes asociadas a enfermedad pulmonar en fechas recientes. La segunda vino de la propia Secretaría de Salud, que todos los días publica un mapa con el número de muestras que toma de pacientes negativos a la prueba de influenza y otros virus respiratorios. Hasta el último conteo, todas esas muestras también habían salido negativas para el coronavirus que causa COVID-19. Evidencia de que, en teoría, no existía contagio local.
Pero algunos estados no habían sido muestreados. El número de 182 muestras, además, parecía demasiado bajo como para representar a México entero. Y el mapa no consideraba a los pacientes asintomáticos o con síntomas leves – casos que, según algunos estudios, podrían haber diseminado el virus en China sin saberlo – que no habían ido a un hospital o centro de salud para atenderse. “Ahí fue donde dije: ‘Bueno, en realidad no creo que puedan saber lo que ellos piensan que saben a partir de esa información’”, me comentó Díaz-Cayeros.
Otros concuerdan. “Me preocupa que se sigan tomando decisiones con base en información a medias”, dice Miguel Betancourt Cravioto, presidente de la Sociedad Mexicana de Salud Pública y ex funcionario de la Secretaría de Salud. “Que predomine la decisión política sobre la decisión científica”.
Pero algo lo tranquiliza. México tiene una experiencia de décadas en la atención de este tipo de emergencias. El ejemplo más reciente ocurrió en 2009, cuando nos convertimos en el Wuhan de la pandemia de influenza H1N1. Hasta octubre de ese año, se registraron unas 400 muertes. De no haber hecho lo que se hizo entonces, se estima que hubiera habido casi 9.000 más.
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El martes 24 de marzo, al no poder identificar cómo se habían infectado cinco personas, López-Gatell declaró formalmente el inicio de la fase 2 de la epidemia.
Una vez más, el plan del Gobierno es mantener a flote la economía mexicana lo más que pueda. Para hacerlo, su propuesta es monitorear a COVID-19 con una estrategia que no muchos otros países han replicado: la vigilancia centinela.
México ya tiene bastante experiencia usando este sistema. Desde 2006, es la manera en que vigila los casos de influenza cada año, con más de 400 centros de salud distribuidos en todo el territorio. La idea no es tener una cuenta exacta de cuántos enfermos tienes sino más bien cómo se va comportando la epidemia: dónde están apareciendo más casos, dónde están disminuyendo. Como un termómetro que indica en qué lugares vale la pena implementar medidas más severas. Por esta razón, comprar y hacer miles de pruebas al día no es necesario. Basta con hacer algunas pocas y estimar el resto.
Carlos Gershenson, científico computacional de la UNAM, lo compara a una encuesta. “Para darte una idea general de cuál es la opinión de una población, no necesitas preguntarles a todos y cada uno,” dice.
El problema del sistema, sin embargo, es que sólo tomará pruebas de COVID-19 a algunos que estén lo suficientemente enfermos como para ir a uno de los hospitales o consultorios incluidos en la red de vigilancia centinela. Pero quienes no tengan síntomas o no se sientan tan mal no serán incluidos en el muestreo. Gershenson, quien ha usado modelos matemáticos para estudiar cómo funciona la vigilancia centinela, dice que su efectividad también depende de cómo están distribuidos los centros de salud. En el caso de México, advierte López Cervantes, esos datos no son públicos.
“Creo que en general los Gobiernos siempre tienen miedo a equivocarse, y por eso no comparten este tipo de información, lo cual aumenta muchísimo las probabilidades de que se equivoquen”, dice Gershenson. “Nos podemos equivocar todos juntos y, pues sí, ni modo. Pero la probabilidad de error aumenta mientras menos personas tomen una decisión”.
No es claro aún lo que pasará en las siguientes semanas, cuando aumenten más y más los números de enfermos. Al momento en que escribo esto, el Gobierno ha anunciado ya 848 casos confirmados y 16 muertes. Si su plan funciona, las cifras seguirán aumentando. Pero nuestro frágil sistema de salud podrá lidiar con las oleadas de gente que llegarán a sus salas de urgencias. Si algo sale mal, las oleadas se harán más grandes hasta transformarse en un tsunami inmenso, como algo que nunca hemos visto.
El sábado 28 de marzo, algo cambió en el discurso del Gobierno. Acompañado de algunos de los y las científicas que han planeado la estrategia mexicana, López-Gatell habló con cara preocupada. A pesar de sus esfuerzos, los chilangos seguimos sin hacer caso. En la capital mexicana sólo se ha reducido un 30% la movilidad en las calles, plazas y pasos peatonales. No es suficiente. Alzó su brazo y señaló a la audiencia.
“Si no te quedas en casa tú y tú y tú y todos nosotros, lo que va a resultar es que en las próximas semanas vamos a tener demasiados casos para poder atender a todas y todos,” dijo. “Esto es impostergable. Es nuestra última oportunidad de hacerlo”.
Debe sentirse extraño salir a las calles de la Ciudad de México. Pero me siento igual aquí, frente a mi escritorio, esperando a que ocurra algo grande. Hace varios días dejé de hacer cosas que antes consideraba inofensivas –– ir a ver una película al cine, salir por cervezas con amigos, entrevistar a alguien en persona, viajar a otro país. Hoy, me parecen innecesariamente riesgosas. Durante mucho tiempo, México tuvo el privilegio de observar lo que pasaba a su alrededor y poner atención. Pero el simulacro terminó. Lo que hagamos ahora cambiará lo que está por venir.
Emiliano Rodríguez Mega es un periodista mexicano que se ha enfocado en cubrir las historias de ciencia, salud y ambiente de América Latina. Su trabajo se ha publicado en medios como Nature, Science, Scientific American y The Associated Press.