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Desde Brasil: el coronavirus profundiza las desigualdades

En Río de Janeiro, una empleada del hogar de una casa del lujoso barrio de Leblon murió de COVID-19 por contagio de sus jefes, quienes se fueron de vacaciones a Italia y cuando regresaron no la protegieron. El virus llegó también a la favela Ciudad de Dios, donde el hacinamiento y la falta de agua son problemas estructurales.

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La falta de agua y el hacinamiento caracterizan a las favelas de la turística ciudad de Río de Janeiro.
Salud con lupa

Río de Janeiro es una ciudad que se identifica con el afecto, la simpatía y el calor. Los cariocas y fluminenses se saludan con dos besos, uno en cada mejilla y un largo abrazo. Entre hombres se estrechan las manos y acercan los cuerpos para darse una palmada en la espalda o en el pecho. Pero de un momento a otro, un virus desconocido que se expande por casi todo el planeta ha suspendido esas demostraciones naturales de afecto, sin que todavía aquí entendamos la magnitud de esa enfermedad llamada COVID-19 que ha generado en tres meses miles de muertes en el mundo.

La vida social en Río es al aire libre, en los parques, playas y bares. Es parte del ADN de sus habitantes. En el último carnaval, la ciudad recibió a 1,7 millones de turistas de todo el mundo. Y 2,9 millones de personas se juntaron en las playas de Copacabana para celebrar el espectáculo mundial de los fuegos artificiales del 31 de diciembre. Una multitud de gente en pantalones, camisas, shorts y vestidos blancos se abrazó y besó en el mar y en la arena. Otros tantos caminaron y bailaron por la Avenida Atlántica. 

Nadie hubiera entonces imaginado que esa espontánea efusividad que es como una postal de la ciudad sea ahora impensable. El primer caso de una persona contagiada con el nuevo coronavirus se registró en Brasil el 25 de febrero pasado y desde entonces, todos los países de la región tienen personas enfermas de COVID-19. Las cifras crecen todos los días: ya hay más de 4.800 personas contagiadas en Sudamérica. Y Brasil tiene la mayor cantidad de enfermos, con más de 1.800 personas. 

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Pasaje de una favela brasileña, donde la falta de agua potable eleva los riesgos de contagio de coronavirus y otras infecciones.

Vivo en Brasil desde hace 15 años y hasta hace pocos días, la mayoría de la población no terminaba de entender que un virus, originado en la ciudad china de Wuhan, se convertiría en una pandemia que ahora se disputa un lugar entre las enfermedades urgentes de la agenda de salud pública de los brasileños: solo en 2019 el mosquito del dengue afectó a 1.544.987 personas y mató a 782, el zika contagió a 19.708 personas, el chikungunya afectó a 132.205 y mató a 92 brasileños. Mientras que la fiebre amarilla y el brote de sarampión juntos generaron 15.914 contagios en ese período. 

La primera reacción de muchos brasileños fue creer que “el calor matará el virus”, pero mientras escribo estas líneas la cifra de contagiados llegó a  1.891 en los 27 estados del país y 34 murieron.   

El sábado 14 de marzo, cuando España ya había ordenado la cuarentena obligatoria a toda su población, en las playas de Río se veía a mucha gente. Incluso, yo fui a dar un paseo. Cualquiera que viera esas escenas desde España, Italia o Francia se hubiese sorprendido y desesperado por esta actitud de aparente normalidad. Desde Roma, una amiga se comunicó conmigo y me insistió en el cuidado de la higiene personal, del lavado de manos y el necesario aislamiento social. Pero la brisa de los últimos días de verano tuvo la fuerza suficiente de relativizar el escenario que hoy estamos viviendo. 

Muchas empleadas del hogar no tienen contratos, ni seguro de salud y menos ahorros para dejar de trabajar. Unas siete millones de mujeres están en esa situación en Brasil.

En mi barrio, Catete, ubicado en la zona sur de Río, donde vive un alto porcentaje de adultos mayores, la vida parecía seguir su curso normal en los últimos días. En el supermercado, las personas recorrían las góndolas, comentaban entre ellas los productos sin tomar distancia y sin mencionar la palabra más temida de este tiempo: coronavirus. Las cajeras expuestas y vulnerables atendían al público sin limpiarse las manos con alcohol en gel cuando contaban billetes, monedas y estrechaban las manos de los usuarios. Todos corríamos el riesgo de ser contagiados del nuevo coronavirus, pero vivíamos hasta hace poco en una ciudad y un país que veía con lejanía la amenaza y consideraba que todo estaba bajo control.

Sin embargo, en las últimas horas, la preocupación de los brasileños creció como una ola gigante. Las noticias sobre el avance del coronavirus, las medidas de los países europeos e incluso de los países que limitan con Brasil tomaron protagonismo en los medios y redes sociales. Nuestro “chip” cambió cuando el virus ya se estaba propagando rápido en el país. 

Ante la actitud displicente del presidente Jair Bolsonaro, quien subestimó la gravedad de la pandemia de manera irresponsable, los brasileños hicieron un cacerolazo. Desde los balcones de sus casas, miles de habitantes de Río de Janeiro, Sao Paulo, Belo Horizonte, Brasilia y Recife le gritaron ¡Fuera! mientras el mandatario pronunciaba un discurso por televisión con una mascarilla mal puesta que le tapó por un momento los ojos.

Imágenes captadas por un drone de Río de Janeiro vacío por el COVID-19. El video del usuario Grabiel2584 se ha viralizado en redes sociales.

El gobernador del estado de Río de Janeiro, Wilson Wiltzel, fue uno de los pocos que se adelantó a las indecisiones del gobierno federal: decretó situación de emergencia el martes el 17 de marzo. Bolsonaro - que el domingo 15 de marzo había acudido a un acto de simpatizantes en Brasilia donde extendió la mano a mucha gente agolpada - seguía creyendo lo que había sostenido 11 días antes: que la pandemia era una fantasía inflada por los grandes medios. 

Al tiempo que las calles de Río se empezaron a vaciar, la noticia de las primeras muertes nos llegó de golpe. La primera persona fallecida en esta ciudad fue una empleada doméstica de 63 años que trabajaba en una residencia del exclusivo barrio de Leblon. Allí laboraba desde hacía 20 años. Nunca había viajado ni a Europa ni al sudeste asiático. Sin embargo, sus empleadores habían pasado sus vacaciones en Italia en febrero. A su regreso, no le informaron que eran sospechosos de haber contraído el nuevo coronavirus.

Su muerte demuestra las profundas desigualdades en Brasil porque quienes trabajan para familias ricas están bajo un grave riesgo: muchas empleadas del hogar no tienen contratos, ni seguro de salud y menos ahorros para dejar de trabajar y acatar por varios días una cuarentena obligatoria en sus casas. Según OXAM, unas siete millones de mujeres ocupan esta posición en una sociedad brasileña que arrastra la herencia de la cultura esclavista que duró hasta el siglo XIX. 

El 20 de marzo, los hijos e hijas de trabajadoras domésticas del país publicaron un manifiesto en el que exigen medidas como cuarentena remunerada, tanto para aquellas con un contrato formal como para trabajadoras informales, además del adelanto de las vacaciones. "Mi mamá trabaja cada día en una casa distinta. El lunes, cuando explotó lo del coronavirus, mi hermano me mandó un mensaje diciendo que nuestra madre no quería entrar a nuestra casa porque su patrona había dicho que estaba con fiebre. Ella no quería exponer a las personas que ama", contó Yane Mendes, de la localidad de Totó.

Dos días después, la Secretaría Municipal de Salud de Río de Janeiro confirmó el caso de una persona contagiada con el nuevo coronavirus en la favela Ciudad de Dios. En las favelas - como se conocen a los barrios más pobres donde viven 35 millones de personas expuestas a la violencia y en las peores condiciones sanitarias- los problemas de abastecimiento de agua potable son estructurales. No hay cómo cumplir con la recomendación permanente de lavarse las manos correctamente. Solo en Río de Janeiro hay 763 favelas donde habitan 1,5 millones de personas. Paulo Buss, director de la Unidad de Relaciones Internacionales de Fiocruz - un prestigioso centro de investigación en salud pública - hizo ayer una declaración desoladora: “la ironía es que la enfermedad fue traída por los ricos a Brasil, pero va a explotar entre los pobres”.


Soledad Dominguez es una periodista argentina que vive en Río de Janeiro. Trabaja en Amnistía Internacional. Es colaboradora ocasional para Americas Quarterly, Revista Anfibia, Suplemento Las 12 (Página 12), Revista Late, Revista Ñ de Clarín y RedAcción. 

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