Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
Ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
Y sé todos los cuentos.
León Felipe
Las elecciones en el Perú se realizan en un momento de crisis casi sin precedentes. El colapso de la sociedad se expresa en todos sus componentes, sociales, culturales, políticos, económicos. Miles han muerto, otros cientos de miles han enfermado o cargan con duelos, secuelas, traumas y muy posiblemente resentimientos difíciles de organizar en el alma. La pandemia, como un filtro brutal, ha demostrado a mujeres y varones que no hay amparo para lo más elemental: la sobrevivencia desnuda.
Enfermo
La realidad ha sido honesta y cruda. Pese a los discursos de éxito que inundaron el país por años, en el momento de morir, solo hay caos, indolencia, y al final soledad. Cada familia, en el trance de luchar por los suyos, ha debido gestionar su propio derecho a vivir, o a fracasar en ese intento. Conseguir dinero, endeudarse, hacer filas, buscar oxígeno, pelear por sitios, camas, remedios, entierros. Los peruanos y peruanas han ratificado sus razones para desconfiar de la institucionalidad y de sus prójimos. Sobre todo, de los que se relacionan con el poder. Han vislumbrado una verdad: que no hay país debajo de la palabra país. Nada parece real. Todo parece un relato infantil. Quizá lo único cierto es que votar desde una fosa siempre hambrienta, es absurdo.
Pero lo absurdo no significa que no pueda ser vivible. De todos modos, habrá segunda vuelta. Esta elección ha planteado un dilema, otra vez. No sólo el de escoger un mal menor, sino escoger entre dos candidatos que se perciben como agentes de peligro, que aumentan el caos que ya se está sufriendo. Que no traen promesas de paz, sino de más sufrimiento.
Una parte del país ve a la candidata Keiko Fujimori como la densa concentración de todos los males de la política corrupta, heredera de la dictadura de su padre, capaz de todo por alcanzar sus fines. Otros, ven a Pedro Castillo y su grupo como exponentes del autoritarismo de izquierda, conservadores, improvisados, con ideas relacionadas a los gobiernos del socialismo del siglo XXI, sobre todo al de Venezuela.
Estas percepciones no son solo arrebatos de la imaginación. Los grupos detrás de estas candidaturas en gran parte son lo que parecen. Pero hay que escoger. ¿Para qué elegir a alguien que traerá dolor? ¿Qué puede motivar la participación en un ritual de autosacrificio? ¿No es suficiente con ver filas de enfermos, que hay que agregarle filas de electores condenados a causar daño con su voto?
Pero se votará. ¿Quién es este sujeto que vota entonces? Una víctima, se podría decir. De la historia, de los grupos de poder, de la suerte, del covid-19, del sistema de salud. Un sujeto precario, alguien que sabe que no gobierna su destino ni el de su país. Un sobreviviente, por qué no. Pero también un hombre y una mujer cansados, desesperanzados, que han aprendido a vivir con el temor y la zozobra, con la ansiedad ya incorporada en sus hábitos.
Creo que el sujeto nuevo en este mundo de crisis es el enfermo. Una identidad ambigua, que se define por posibilidad. Que no se sabe si se es o no, pero que puede ser. Un enfermo contagia, sufre, pero también es peligroso, porque no se deja domesticar tan fácilmente por el sistema de vigilancia y disciplina de la sociedad capitalista. A diferencia de la figura de la víctima, que ha podido ser incluida dentro de una tecnología que la ha burocratizado, el enfermo por ahora va cuestionando con su sola presencia lo impuesto como normalidad, como lo saludable, lo bueno, lo armonioso. El enfermo se salta las reglas, porque haga lo que haga su suerte depende de cosas que no puede gobernar, casi del azar —como su sistema inmunológico o una predisposición genética—. Puede que esté agonizando sin saberlo, pero desde este estado adquiere algo de autonomía. Sufre, pero no está organizado y desorganiza.
Este sujeto es el que debe votar en una segunda vuelta que se antoja paradójica, pero que sobretodo carece de sentidos nuevos que traigan sosiego, que no sean pura ficción. Porque hasta un enfermo desespera, y puede ser muy destructivo porque ya ha pasado por mucho y quizá no pase por más.
Cambio
¿Qué podría traer algo de sentido? Creo que un poco de paz, de descanso. Algo menos de violencia y de menosprecio. Porque tantas muertes y enfermos sin que pase mucho son un indicador de menosprecio. Algo de control sobre el mundo.
Esto puede llegar de varias maneras. Pero en esta coyuntura sobre todo de dos modos muy opuestos. Una forma podría ser por medio de devolver certeza a las supuestas bondades del modelo socioeconómico, a la promesa neoliberal del goteo y el crecimiento. Todo ese relato que la pandemia ha terminado por desmontar, pero que, en la incertidumbre y la ansiedad de una coyuntura electoral tan agitada, es tentadora porque es un orden, cualquier orden. Cualquier orden preferible a la amenaza del tiempo incierto. Votar por Fujimori puede representar este tipo de tranquilidad.
El otro modo de procurarse un poco de paz es dejando atrás. Poniendo un punto final o punto aparte a lo vivido, e intentar vivir de otro modo. Si la experiencia ha sido la del menosprecio radical, la respuesta podría ser la autoestima, el recuperar algo del propio valor. Esto no puede hacerse sin cambiar lo que ha estado detrás de este orden de cosas. Un voto por Castillo, pese a las limitaciones evidentes de su grupo, representa esta posibilidad. Es la paz del que quiere hacer un duelo por sus muertos, por sí mismo, por el país. Y seguir desde algún otro lugar que no sea la fatalidad.
Quizá no genere gran entusiasmo, pero esta posibilidad de cambio puede llevarlo a ganar las elecciones. Hay cierta identificación de los sectores más pobres con esta esperanza. Sin embargo, esta posibilidad de triunfo, y el que se haya mostrado poco permeable a ser “modelado” por las exigencias de los grupos de poder económico, es lo que ha dado su carácter definitivo a esta coyuntura.
El cambio por vía electoral, democrático, puede traer como consecuencia algo que ni la pandemia había desestabilizado: la pérdida de la situación de dominio, la hegemonía incontestable de un grupo de poder económico que se impuso por décadas sobre la base de un conjunto de verdades casi reveladas: una economía entendida como un elemento de la naturaleza; una vida social fundada en el egoísmo; una política convertida solo en administración; una idea de comunidad basada en el lucro y que desterró como perversión el sentido de solidaridad. Un modelo de gestión de la vida social que expulsó la idea de cambio como conflictiva y contraproducente a la gobernabilidad y el progreso económico, y, por lo tanto, convirtió en obsoleta cualquier imaginación de bienestar.
Como respuesta a este panorama, a pocas semanas de las elecciones, con las encuestas mostrando que este peligro es real, los grupos de poder han llevado al límite una política del miedo y movilización de la ira. La ira, colectivamente compartida, genera confrontación extrema, elimina la capacidad de la razón para alumbrar el difícil dilema electoral, acaba por convertir en enemigos a los que apoyan a uno u otro bando, y, sobre todo, impone un estado permanente de odio exaltado. Estas elecciones (parece ser la intención final de este juego alimentado por los grupos de poder) podría ganarlas el que logre movilizar mayor odio y generar mayor miedo.
Ira
Vemos ante las cámaras de la televisión al familiar de un paciente de covid-19, que acaba de morir en uno de los hospitales colapsados de Lima. Sobrepasado por la tristeza, por el cansancio, enseñando una lista de cuentas y deudas, mira hacia algún lugar muy lejano y le habla a nadie: ojalá les pase lo mismo, que pasen por lo mismo que hemos pasado. Agrega algo más que no se entiende bien. Su ira, dirigida como una última exhalación hacia las autoridades, los grupos de poder, todos los que considera que han tenido responsabilidad no solo en la muerte, sino sobre todo en el modo tan torturante y a su vez, indolente, en que se extinguió alguien que había amado.
Al inicio del proceso de vacunación, un canal de señal abierta, ciertos líderes de opinión con elevada influencia, y algunos políticos del grupo de poder fujimorista, entre ellos un congresista electo e integrante del equipo técnico en temas de salud de la candidata Keiko Fujimori, ejecutaron una campaña de sabotaje a la vacuna de Sinopharm. No les importó el impacto de este acto. Lo importante era ganar una disputa, herir al enemigo, lograr un efecto que sumara a sus objetivos. Poner en riesgo a miles, herir de duda a un proceso tan delicado y difícil como la vacunación, fue considerado secundario. Un conocido escribió sobrepasado por la indignación: ojalá se contagien, es lo que merecen.
Luego de la difusión del audio de un congresista electo de Perú Libre, donde se expresa despectivamente de la democracia, del enfoque de género, de la diversidad, y señala que su objetivo es la revolución e instaurar un gobierno que no respete la alternancia, es decir, establecer una dictadura de izquierda, innumerables respuestas en redes señalaron que, además de revelar la verdadera cara de este grupo, lo mejor sería exterminar a los terroristas, incluidos los que están inmersos de manera aviesa en el grupo dirigido por Pedro Castillo y Vladimir Cerrón.
Luego de un momento de duda, el ex candidato a la presidencia, el neofascista Rafael López Aliaga, anunció su apoyo activo por la candidata Fujimori, y abundó en su desprecio por la supuesta incultura, ignorancia e incapacidad de articular ideas y construir frases coherentes del candidato Castillo, un viejo modo de discriminar a alguien de origen indígena. Sin sentirse inhibido por tratarse de un acto público, que acabaría en medios de comunicación y redes sociales, hizo a continuación un llamado a la muerte de sus contrincantes. No a derrotarlos en las urnas. Ya que inferiores como personas, indignos, y peligrosos por salirse del lugar que les corresponde, lo que toca es eliminarlos.
La noche del 23 de mayo se celebró un debate entre los técnicos de los partidos. En el bloque correspondiente a Seguridad Ciudadana, un ex ministro expresó, tanto en su discurso como en su postura y gestualidad, la rabia como componente central de su presentación. Todo su ser era una representación de la amenaza a los que no fueran como él, los que no compartieran sus intenciones electorales. En pleno debate, teniendo a su lado a un personaje intachable en su calidad democrática, no se detuvo en emplear el terruqueo en pleno debate oficial, transmitido por la televisión, un domingo en horario estelar. El terruqueo consagrado como recurso legítimo en el más alto nivel político.
Al día siguiente, el país recibió la noticia de una tragedia. El asesinato de 16 personas en el VRAEM, incluidos dos menores de edad, cometido presuntamente por la organización narcoterrorista denominada Militarizado Partido Comunista del Perú (MPCP), liderada por Víctor Quispe Palomino. En unas pocas horas, el terruqueo, el estigma por excelencia de la sociedad peruana de posviolencia, se impuso casi como la única lengua franca posible entre miles de peruanos.
La ira había acabado de coronar su esfuerzo de meses, e impuso sus reglas de comunicación, de representación, y de organización de lo enunciable. Generando, además, un escenario que, si ya era de zozobra, ahora se acababa hundiendo en uno parecido al de la histeria colectiva.
En este punto casi nada podrá decirse que no sea interpretado o traducido por el contrincante como prueba de la calidad peligrosa, sino inmoral o criminal, del otro. Si una elección se imagina como un momento de gran responsabilidad para elegir poniendo en juego nuestro discernimiento, este escenario es lo más alejado a tal ideal. Este es un escenario donde prima lo irracional, el miedo, el chantaje y la manipulación.
Miedo
El miedo ha estado presente en los últimos años de un modo abrumador en el país. Miedo a enfermar, a asfixiarse, a respirar demás. Miedo a perder el trabajo, a no tener cómo mantenerse, a volverse aún más pobre. Miedo a la soledad, a la indiferencia, al destino, al día de mañana. Miedo a la política, al propio acto de votar, porque fuera de toda retórica, solo ha traído pesar. Miedo al cambio, pero también a que nada cambie. Miedo a la miseria peruana y a la de Venezuela. Miedo del prójimo, que, con sus elecciones erradas, podría estar poniendo en duda nuestra precaria existencia.
A esta suma de miedos se ha agregado con mayor fuerza el miedo a la muerte. La muerte por la enfermedad, contra la cual casi no se puede hacer nada. Y ahora, el miedo a la muerte violenta, generada por la brutalidad terrorista, contra la cual sí se podría hacer algo.
Este tipo de miedo nos muestra varias cosas. Primero, que no es solo un discurso banal, de caviares, ONGs, o intelectuales atascados en el pasado, que el Perú es un país de posviolencia que no ha podido hacerse cargo de este pesado problema con seriedad. Al contrario, se lo ha evadido y con su sola mención, se lo añade dentro del gran saco de lo estigmatizable.
El segundo asunto a considerar que nos muestra este miedo es que, aunque hay una abierta campaña de manipulación, esta es posible porque hay en dónde sustentarla. Son demasiados años de violencia, desde 1980, los que nos remiten directamente a matanzas. A grupos subversivos que llevaron la barbarie a todo el país y la justificaron en nombre de la revolución, es decir, de un supuesto bien. A represión estatal que implicó graves, masivas, sistemáticas violaciones de los derechos humanos, en nombre de la paz y el orden. Otros bienes. Miles perdieron lo más querido en este periodo. Su sensibilidad ante el regreso de este dolor injusto, es una realidad, es justa, es atendible. ¿Desde qué lugar dueño del devenir se lo puede cancelar solo porque eso los lleva a votar por alguien distinto a nuestra opción?
La tercera cosa sobre este miedo es que le debe mucho a lo que numerosos investigadores han llamado memoria salvadora. El predominio de una narrativa que ha construido una gesta contraterrorista a cargo del fujimorismo y los militares. Este relato y los grupos de poder que lo sostienen han generado una situación de vigilancia del pensamiento y de un lenguaje tutelado. Se ha depurado de la historia el crimen estatal, su revisión, su crítica y, por lo tanto, la valiosa posibilidad de superarlo. Se ha denigrado el intento de comprender lo sucedido en su complejidad, acusando este ejercicio de justificador y cómplice del terror. Y se ha construido un actor, una época y un único sentido para todo lo vivido que se condensa en la etiqueta de terrorismo, que no necesita mayor explicación que su sola enunciación. Con esto se pierde la oportunidad de entender lo sucedido, y también, de elaborarlo y dejarlo atrás.
Lo cuarto sobre este miedo es justamente que no se quiere dejar atrás. Construido como un concepto ahistórico, el terrorismo se autoexplica. Solo hay que condenarlo y perseguirlo. Ya que si se piensa en este periodo de violencia como parte de los procesos sociales del país es hacer apología del terrorismo, solo queda aceptar lo que dice la doctrina y dejar que la inteligencia se pasme. Como no se puede pensar en ello sin riesgo de censura o estigma, no tiene causas, orígenes, no se vincula a nada, ni cultural, ni histórica, ni territorialmente. Por ello este tipo de terrorismo acaba por ser difuso, eterno, general. Siempre peligroso. Su singularidad como parte de la historia peruana acaba por deshacerse, y más bien, se integra en el gran discurso vigente del antiterrorismo global.
Y finalmente, este miedo sí, claro que sí, hoy corresponde a la ejecución de una política. Una política de miedo. Una apuesta por la irracionalidad de los grupos de poder, que es posible por la confluencia de algunos de los factores anteriores.
Si el escenario ya era horrendo, con peste, confrontación y desesperanza, lo que agrega la política del miedo es el caos, la sensación de locura. La insensatez que nos arrebata a todos. Que nos abisma en un círculo infinito de ataques y contraataques, de infamia sobre mentira y de mentira sobre furia, y de furia y ansiedad arrojada sobre la cara de los demás. En este contexto no hay casi cómo salvarse, cómo quedar al margen de este marco.
En este contexto, lo primero que se pierde es la posibilidad de reflexionar, y luego la de ponerse en el lugar del otro. En un marco de locura, por definición ya no hay espacio para la razón. Una tragedia tan horrenda como el asesinato de 16 personas por un grupo narcoterrorista no produce un alto, una tregua, un despertar que nos diga qué estamos haciendo, por qué replicamos este esquema en el que nos agraviamos sin parar, sin esperar un segundo para subir la apuesta del agravio.
El dolor queda suspendido, condolerse por la pérdida de otros aparece como secundario. El grupo fujimorista y quienes los apoyan, llegan a extremos de ignominia, usando la tragedia para llevar al máximo nivel su política de miedo. Hará un uso inmoral de la muerte de otros, para expandir su terruqueo hacia todo el que no vote por ellos como salvadores de la patria.
Todos los que no ratifiquemos al grupo fujimorista y sus aliados entre las élites económicas, militares y mediáticas, los que no los consagremos en el altar de héroes y pacificadores inquisitoriales, seremos colocados en el lugar de cómplices del horror. Es un mecanismo que no se detiene en ninguna consideración moral, no se basa en verdades. Nuestra complicidad será por las muertes ocurridas, por las muertes por venir, por la pérdida de la patria, por la llegada del comunismo, por el retorno del terrorismo. Y esa complicidad nos será endilgada a gritos. A punta de amenazas.
Y de ejemplos. Personalidades que asumen la implementación de esta política represiva, que atenta contra las libertades, juegan un rol que no parece irrelevante. Ante tanta precariedad y desorden, la ciudadanía se aferra a algunos referentes para organizar sentido. Mario Vargas Llosa, gente de su entorno, numerosos periodistas reconocidos, gente liberal, han sumado su calidad de personalidades a esta configuración de un momento irracional. Parecen también atrapados en este esquema que solo los conduce a aumentar el caos.
Muchos dentro del grupo que apoya a Castillo también son incapaces de escapar a este encuadre de locura. Inmersos en una competencia que parece un contagio veloz e imparable, alterarán las prioridades, acusarán la manipulación que se hace de una tragedia como la masacre en el VRAEM, y pondrán en un segundo plano lo humano para concentrarse en lo proselitista. Atrapados en este marco que corrompe el lenguaje, estarán casi obligados a defenderse de lo que no les corresponde. A demostrar, a investigar, a suponer, a elaborar hipótesis sobre lo ocurrido en un lejano lugar y que tiene una lógica local muy compleja. Chantajeados, deberán mostrar ser lo menos terroristas que se pueda ser en un escenario comunicativo donde ya lo son por sola enunciación. No serán capaces de evitar ser llevados al lodo, que es donde la política del miedo desea que todo se defina.
Jugará un papel en este decaer la debilidad de este grupo y algunos de sus aliados, políticos e intelectuales. Para cualquier analista u observador serio, está claro que no son terroristas. Incluso, que no son comunistas. Por lo menos no la mayoría. Pero sí que representan la incapacidad del sector progresista de examinar sus tradiciones, su devenir, su racionalidad y sus valores heredados; de hacerlo con rigor, con una mirada auténticamente crítica. En estos grupos hay demasiadas sobrevivencias autoritarias. Y que incluyen el dogmatismo, el populismo, el caudillismo, y una forma de marxismo conservador. Y estas no son cosas menores. No en este país con tanto sufrimiento pasado y presente.
Si hay una memoria salvadora, de la pacificación y su gesta cívico-militar, que obstaculiza procesos de elaboración del pasado y son problemas para la democracia, también persiste una memoria heroica de la militancia que se nutre del relativismo moral, y que puede llegar a extremos como sostener que la supuesta revolución senderista debe reintegrarse a las tradiciones de lucha populares. Este tipo de progresismo antihumanista también es un problema para los procesos de democratización.
El miedo no es poca cosa. Mucho menos este que estamos viviendo. Crece como el rumor, se esparce como un contagio a través de las redes sociales, llega a extremos tanáticos. Cuando todo cae bajo la sospecha de ser un psicosocial montado sobre otro, y hasta la tragedia más dura se convierte en una oportunidad para la manipulación, su réplica y su contraataque, la realidad cede. Estamos en un campo donde ha vencido la suma de mentiras, de manipulaciones, de desinformaciones, de hipérboles, conformando una especie de delirio donde la verdad y el sentimiento de lo apropiado, de lo justo, desaparecen como elementos del intercambio social.
De seguir esto así, la política del miedo impuesta por los grupos de poder habrá logrado su objetivo. Quizá no les baste para ganar, pero habrá ayudado a marcar una frontera mental para los cambios que, se presume, podrían llegar.
Estigma
La política del miedo tiene como objetivo reducir el campo de los votantes legítimos. Va a intentar dividir a la ciudadanía entre normales y desviados. Los desviados serán los que favorezcan el supuesto regreso del terrorismo. Los normales serán los que desde diversas ubicaciones (desde la fe, desde la adhesión identitaria, desde el cálculo político, incluso, desde la auténtica evaluación de que se trata del mal menor) opten por supuestamente defender la democracia apoyando a Keiko Fujimori.
Los normales serán, aunque suene extraño, los que escogerán a un grupo antidemocrático como defensor de la democracia. Los desviados o anormales serán los que deseen votar libremente por la posibilidad, aunque sea pequeña o improbable, de un cambio. O los que desean votar contra el grupo de los Fujimori basados en su experiencia real de lidiar con ellos treinta años. ¿Cómo se puede lograr tal organización de los sujetos?
Hay que desacreditar masivamente. El estigma como mancha personal que menoscaba a su portador en cada interacción social no es suficiente para esta coyuntura. Se trata de crear sujetos colectivos, y marcarlos colectivamente como nocivos.
Varias cosas se han hecho para lograr tal efecto en los últimos meses. Construir un peligro inmenso, difuso, abarcador, casi sin límites, donde pueda incluirse a cualquiera. Como tener un arco que incluya al joven que protesta, al subalterno que solo quiere vengarse, a los ignorantes que con su necedad van a echar a perder años de crecimiento, a los comunistas reciclados, y a los terroristas que buscan, ahora sí, tomar el poder.
Todos estos miedos justifican una acción preventiva para los grupos de poder. No se puede esperar a que gane Keiko Fujimori por la fuerza de sus propuestas o porque la gente lo pensó bien. Todos los rivales, todos los electores, deben transformarse en peligros potenciales. No por sus actos —finalmente no han hecho nada aún— sino por lo que representan y lo que podrían hacer. En este punto, estigmatizar se hace algo sin bordes, se puede aplicar indiscriminadamente, sin base en la evidencia, masivamente.
Muchos recursos simbólicos se pueden poner en juego para lograrlo. Uno muy interesante es el modo en que la propia ubicación de Pedro Castillo como posible ganador se puede leer como un “fracaso de la memoria”. Pedro Castillo podría representar (para quienes así se lamentan en las redes) que no hemos estado atentos a las lecciones del pasado. Para una lectura conservadora, es un profesor, alguien sin mérito y más bien con mucho demérito. Además, es un profesor sindicalista. Si antes, al menos hasta los años 70 u 80, la imagen de la educación y del magisterio era positiva y significaba modernidad, hoy esa imagen está muy matizada.
El profesorado está minusvalorado. Para muchos grupos de poder, incluidos funcionarios del Estado tecnócratas, el profesor es un sujeto falto de capacidades. Un problema más que una solución a los desafíos de la educación. Su imagen, además, está vinculada al uso que hizo Sendero Luminoso de las redes magisteriales para su expansión temprana en la década de 1980. Se han mostrado reacios a las reformas emprendidas para implantar la meritocracia. Y en particular, el sector de Pedro Castillo, ha sido vinculado en el presente a facciones gremiales extremistas.
Para alguien que evalúa de este modo, entregar el poder a un profesor del Perú debe parecer la peor decisión que podría tomarse en un país con tantos retos urgentes y vitales. Esta imaginación negativa respecto del magisterio podría ser importante en este momento de tensiones, para quienes necesitan herir de insensatez esta propuesta política.
Este menosprecio al profesor, que además es campesino, moviliza el racismo. Si además es indio y amenaza con reformas al modelo económico, se le agregará al perfil su carácter de comunista. Si encima usa un lenguaje clasista, y se resiste a los usos tecnocráticos que se han acostumbrado en la competencia electoral normal, será un potencial terruco. De nada le valdrá jurar sobre proclamas, ponerse la camiseta de la selección nacional de fútbol o invocar a los héroes patrios. Cada cosa que haga será reinterpretada como un uso avieso, ladino, tramposo.
Por su parte, los electores son objeto de varias acciones que, en síntesis, llevan a ningunear su voto, a restarle valor. Esta campaña de miedo se implementa desde arriba, pero tiene a su favor que es replicada de modo espontáneo por una gran parte de la ciudadanía. Algo relevante, porque en este momento el individuo siente que ejerce su libertad al construir sus propios marcos de dominación.
Un mecanismo de estigmatización tan amplio va a desear varias cosas. El objetivo es que masivamente el elector “anormal” se inhiba, pierda su libertad. Para ello las campañas en medios de comunicación, los mensajes políticos, los apoyos ejemplares, la política del miedo replicada hasta el delirio en redes.
Los electores van a recibir mensajes que busquen avergonzarlos, reprimirlos, asustarlos, humillarlos, en suma, descalificarlos como votantes responsables. Y generarles culpa, porque los males que se vienen serán fruto de su irresponsabilidad, que además se le había advertido. Construir este efecto de elector culpable del fracaso del país puede que no tenga tanto impacto entre quienes ya decidieron su opción. Pero ¿quién quiere compartir la responsabilidad, la culpa de destruir a la república, a la democracia, de poner en riesgo a las nuevas generaciones? Quizá el efecto sea inhibir a los que aún no han decidido, evitar que se contagien, curarlos en salud.
Hay límites para esta política de miedo, para este momento de ira. Si se estigmatiza a medio país, andar en un mundo de marcados ya no puede ser tan malo, ni tan sostenible siquiera como imagen. El propio objetivo del apartar se hace imposible.
Pero el principal límite es la propia cultura de la ira. Ya pasó en noviembre del 2020 con la revuelta ciudadana, que básicamente pedía un mínimo de decencia y sensatez. Hoy quienes tienen posiciones de privilegio, parecen arrojarnos a lo peor de nosotros. Podemos intentar no replicar, por lo menos no amplificar más odio. Nuestra rabia y nuestro miedo, sentimientos muy íntimos, merecen un mejor destino que la manipulación permanente. Y aunque no podamos dejar de sentirlos, podrían dejar de regir nuestra conducta pública. Si hacemos el esfuerzo de indagar que hay detrás del miedo del otro, qué nos dice de su experiencia, de su pesar y su sentir, quizá cuando esta coyuntura haya pasado, nos encontremos en mejores condiciones de restaurar o proponer mejores formas de convivencia.