Sentí náuseas cuando leí que Vladimir Putin anunciaba el comienzo de una “operación militar especial” en Ucrania.
Las imágenes de civiles ensangrentados y edificios de viviendas bombardeados se agolparon en mi teléfono y mi televisión. Me sentí temblorosa. Y enfadada.
Me afectó, físicamente, cómo Putin maltrata mi lengua. La roba para fingir que está defendiendo los derechos de los hablantes del ruso. El ruso es mi lengua materna. Es la lengua en la que hablo con mis hijos. Y no quiero que sea la lengua de la guerra. Por desgracia, en eso se ha convertido.
Estas palabras no servirán de consuelo para quienes están bajo el fuego en Ucrania, pero lo mínimo que podemos hacer los ciudadanos rusos como yo es no guardar silencio, aunque sea desde lejos. Solo lamento no haber alzado la voz cuando todo empezó en 2014.
Han transcurrido ocho largos años desde que Rusia anexionó Crimea y los separatistas apoyados por Rusia iniciaron una guerra en la región de Donbas. Ahora, el millón y medio de personas que huyeron de allí hacia zonas más pacíficas de Ucrania corren el riesgo otra vez de perder la vida y sus casas. Todas las esperanzas de paz parecen haber desaparecido.
Conozco a muchos ucranianos que están dispuestos a luchar y defender su libertad. “Lo que está ocurriendo ahora da mucho miedo, pero los ucranianos lucharán por la independencia hasta la victoria”, me escribió una persona. Otra dijo: “Es la última oportunidad de parar al dictador”. Lo están expresando también en las redes sociales. Quienes pueden se están uniendo al ejército. Otras están construyendo refugios, ofreciendo primeros auxilios y alimentos. Los ucranianos en el extranjero están publicando mensajes en las redes sociales, pidiendo sanciones y apoyo aéreo, y recaudando fondos para iniciativas humanitarias.
Pero no veo a nadie del bando contrario deseoso de estar en el frente. Quizá es porque el término “nación hermana”, del que el Kremlin ha abusado durante años, significa algo real para los rusos con padres, hermanos y amigos al otro lado de la frontera.
O quizá se debe al temor y la tristeza por lo que vendrá después: menos libertades y más dolor. Mis padres en Rusia, que son mayores, están haciendo acopio de productos básicos, como harina y arroz. Han vivido varias crisis económicas y han visto las consecuencias de las rondas de sanciones anteriores. La gente está haciendo cola en los bancos para retirar su dinero, temiendo que el rublo se desplome. La guerra afectará casi seguro a la economía, al agravar una ya extrema desigualdad en un país donde, en enero, la pensión media del Estado fue inferior a los 200 dólares mensuales.
He recibido mensajes de compatriotas rusos diciendo que no nos preocupemos, que esta guerra es “política entre Rusia y Occidente y podría acabar pronto”. O que están “cansados” de las noticias, sobre todo porque Occidente “tiene su propia propaganda”. Otros han dicho que esta guerra era la única opción, dado que hace ocho años que están muriendo rusos en la región de Donbas, repitiendo lo mismo que dice una valla publicitaria en San Petersburgo con una foto de Putin y las palabras: “No nos dejaron opción”. No es que todos esos rusos sean necesariamente unos grandes partidarios de Putin. Muchos están agotados sin más, asustados, o han sido sometidos a un flujo constante de propaganda.
De modo que sí, podemos ver cómo la lengua rusa es la lengua de la guerra. Putin hizo que lo fuese.
El ruso también se ha convertido en la lengua de una mentira. Putin afirma que Rusia está defendiendo “valores tradicionales”, pero eso es falso. ¿Qué tipo de valores se están defendiendo al traumatizar a decenas de miles de niños y familias ucranianos? ¿O al obligarlos a protegerse de las bombas en el metro? Para muchos, no existe la posibilidad de huir de la zona de guerra.
¿Se supone que el rabioso deseo de Putin de redibujar el mapa de Rusia y volver a crear un imperio va a darles consuelo? La presunta historia que él cita para justificar esta agresión está plagada de mentiras.
La línea que separa lo veraz de la desinformación lleva mucho tiempo difuminada en Rusia. Mi familia y yo no somos los únicos que recordamos los horrores del siglo pasado llevados a cabo en nombre de la Unión Soviética. El Kremlin ha negado hechos clave sobre el Holodomor, la hambruna que se cobró la vida de millones de ucranianos. Ha encubierto las masacres en Chechenia y el ataque a la escuela de Beslán. Pero no hemos olvidado. Y vemos lo que ha estado sucediendo en los últimos años: persecuciones políticas y una mayor represión. El silenciamiento de disidentes, el cierre de Memorial, la principal organización de defensa de los derechos humanos de Rusia. Paso a paso, hemos visto la negación de la verdad histórica y el intento de borrarla.
El ruso se ha convertido en la lengua del miedo. Mis padres evitan hablar de política por teléfono, y no son los únicos. Puesto que el Kremlin ha sofocado la libertad de expresión, la mayoría de los rusos que conozco temen expresar sus opiniones en público. Han vuelto a las conversaciones en la cocina de la era soviética para compartir sus puntos de vista sobre política.
Hemos visto al Kremlin reprimir con violencia las protestas por las elecciones y presos políticos como Alekséi A. Navalny. El día que Putin lanzó su ataque a gran escala contra Ucrania, el gobierno emitió un comunicado donde advertía que los rusos que protestaran podrían ser enjuiciados.
Me animó, y me asustó, ver que la advertencia no disuadió a los rusos de salir a la calle en masa aquel mismo día. Hubo manifestaciones de protesta en toda Rusia, desde Moscú a San Petersburgo y Jabárovsk. En las pancartas se leían mensajes como “No a la guerra” y “¿Ves el mal y guardas silencio? ¡Cómplice del crimen!”. Casi 1800 personas fueron detenidas.
Y no solo eso: algunos periodistas rusos han condenado abiertamente la invasión de Ucrania. Y algunas celebridades rusas, también. La estrella del tenis Andréi Rubliov utilizó un rotulador para escribir “No a la guerra, por favor” en el objetivo de una cámara de televisión en un torneo internacional, mientras que la actriz Katerina Shpitsa escribió que por primera vez en su vida “pensó que quizá fuese mejor” que su abuela no estuviese viva para ver ese día.
Esto es casi insólito.
Todos saben que sus palabras no detendrán la maquinaria de guerra. Pero como dijo Yury Dud, uno de los periodistas independientes más populares de Rusia, al menos sus hijos sabrán que no apoyaron este “frenesí imperial” de su gobierno. Ellos utilizan nuestra lengua para la paz, no la guerra.
Me fui de Rusia en 2014, y he tardado años en aprender a respirar y hablar con libertad. Aún se me pone la piel de gallina cuando tengo que enseñar mi pasaporte en el control de fronteras ruso.
Me dará aún más miedo después de haber escrito esto. Pero tengo que decirlo: el ruso no debería ser una lengua de guerra. Esta guerra no es en mi nombre.
Irina Kuznetsova emigró de Rusia al Reino Unido en 2014. Es profesora asociada de geografía humana en la Universidad de Birmingham.
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