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Los jóvenes como actores políticos: ¿son ellos quienes deben impulsar los grandes cambios del país?

A pocos días de las elecciones, el sociólogo Guillermo Nugent analiza la relación entre las marchas de noviembre del año pasado y el ánimo con el que los jóvenes irán a votar este domingo.

Protesta Perú
Las marchas de noviembre del año pasado dejaron un saldo de dos muertos y más de doscientos heridos. La mayoría de ellos eran jóvenes menores de treinta años.
Foto: Omar Lucas

en mi país
no hay donde ir
pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado
Y esto te urge más que una palabra perfecta


Enrique Verástegui (En los extramuros del mundo)

Ir saliendo...a las calles

Las masivas manifestaciones que en noviembre del 2020 forzaron la renuncia a la presidencia de la efímera aventura del congresista de Acción Popular, Merino de Lama, fueron de una magnitud sorprendente por su capacidad de convocatoria. Si bien las más impresionantes tuvieron lugar en Lima, se trató de un movimiento de protesta generalizado en las principales ciudades del país. Rápidamente el movimiento fue caracterizado como una reacción de “los jóvenes”. Ya se ha mencionado de manera insistente que se trató de una reacción espontánea y que no tenía una conducción política explícita. Es importante señalar que no está del todo claro si se trataba de una carencia o de un rechazo explícito a cualquier signo político partidario. En los análisis hay una asentada costumbre de entender los movimientos sociales o políticos que surgen de un momento a otro y sin una planificación previa como si se tratara de una deficiencia, algo ‘desordenado’. No siempre tiene que ser así.

A primera vista el escenario puede resultar desconcertante: la enérgica protesta contra Merino de Lama, quien encabezó el movimiento para declarar la ‘incapacidad moral permanente’ del entonces presidente Martín Vizcarra, (quien a su vez en el 2018 había llegado a esa posición porque el Congreso de mayoría fujimorista declaró esa misma ‘incapacidad’ al mandatario Kuczynski) no era un apoyo al depuesto presidente. Además hubo episodios de rechazos expresos a políticos profesionales que quisieron aparecer como abanderados de las movilizaciones. No puede olvidarse además que el telón de fondo de todas estas movilizaciones era la pandemia del COVID-19, que ya en la primera ola había producido miles de muertes y puesto en evidencia la extrema precariedad de los servicios públicos de salud; es decir, la injusticia en el cuidado de los cuerpos. En mi opinión, desde las movilizaciones de noviembre se hizo explícita la fusión entre pandemia y política, algo que ha ganado en intensidad con la entrada en escena, unos meses después, de las vacunas y su aplicación sigilosa a algunos funcionarios.

La posta democrática:
cuando mis hijos se meten con la política

Pasado un tiempo de las movilizaciones y en plena campaña electoral pareciera haber una especie de desencanto que podría traducirse en la pregunta: “¿Y dónde están los jóvenes?” Creo que eso transmite una especie de sobrecarga de expectativas que está fuera de lugar. Se da por sentado que hay un sujeto político, “los jóvenes”, cuya tarea sería señalar los nuevos rumbos que debe seguir el país.

Las movilizaciones de noviembre pueden entenderse más bien como un hartazgo ante la perversión de las reglas de la democracia política que hizo de la ‘incapacidad moral permanente’ del presidente un juguete más del cubileteo en el Congreso. La responsabilidad de la mayoría fujimorista del parlamento del 2016 como origen de este descalabro ha quedado grabada en la memoria pública y es probable que sea el motivo central del elevado anti-voto que tiene Keiko Fujimori en las elecciones generales del 2021.

A pesar de contar con diecisiete opciones más, la mayoría de los jóvenes no ha encontrado ninguna propuesta que los represente a cabalidad. Ciertamente la cuestión de la representación política continúa como tarea pendiente. Una especial dificultad surge de la práctica desaparición de las vocaciones para la política. Esa actividad al servicio de la representación de intereses (y en la medida que inevitablemente estos intereses son diversos, se crea un espacio para la elaboración y procesamiento de los conflictos), ha sido sistemáticamente desacreditada desde el autogolpe de 1992. En vez de tener una o dos generaciones de jóvenes políticos profesionales, lo que tenemos son elecciones que muestran oleadas de “independientes” que han pasado de la representación de intereses a la cruda búsqueda del beneficio inmediato. Por esa deficiencia en la vocación política es que el nivel de los debates es tan precario. No es tanto un asunto de “falta de preparación” como de un exceso en la búsqueda de las conveniencias personales a como dé lugar. A ese interés sin representación comúnmente lo llamamos corrupción. Es una situación que ha carcomido la actividad política y contaminado a los funcionarios del poder judicial.

Marchas 14N
Los jóvenes se organizaron a través de Instagram y TikTok para acudir a las protestas, formaron brigadas médicas para atender a los heridos y establecieron grupos dedicados a desactivar las bombas lacrimógenas.
Foto: Omar Lucas

Respecto de “los jóvenes” como actores políticos me parece importante hacer dos observaciones.

La primera es la presencia de lo que bien podría llamarse “la continuidad generacional”. En relación a la “Marcha de los cuatro suyos” de hace veinte años para impedir la fraudulenta reelección de Fujimori, los sucesos de noviembre del 2020 fueron una especie de relevo de la posta democrática, por así decir. En nuestra cultura pública, las menciones a los jóvenes tarde o temprano terminan en la frase de González Prada: “Los jóvenes a la obra y los viejos a la tumba”. Es inevitable que la aparición de una nueva generación, tanto en la política como en las actividades artísticas, tenga un componente de clausura o de tajante diferenciación respecto de los usos establecidos. El componente de ruptura más notorio, sin embargo, estuvo dirigido a una manera de entender la representación política tal como ha sido ejercida en el Congreso durante los sucesivos gobiernos en lo que va del siglo. La leguleyada que hizo posible la vacancia de Vizcarra fue la gota que derramó el vaso.

En noviembre del año pasado no hubo vladivideos de por medio, escenas escandalosas de compra de políticos y comunicadores, pero sí un envilecimiento de la palabra política que la pandemia en curso hizo insoportable. En este sentido es que cabe referirse a un relevo de la posta democrática.

La segunda observación tiene que ver con algo que bien podría llamarse “los valores familiares de la democracia”. Entre las múltiples imágenes representativas de las protestas, aparecen policías jaloneando una bandera peruana a los manifestantes y otras escenas de violencia brutal. También había el cartel de un joven que tenía escritas estas palabras: “Mamá, salí a defender mi patria, si no regreso, me fui con ella”. El aspecto que quiero destacar es la invocación familiar a través de la madre como parte de un mensaje de protesta política en defensa de la democracia. En un sentido se puede entender como una ilustración más del relevo generacional mencionado en el anterior párrafo, pero indica también cómo el mundo de la casa, del espacio familiar, se ha convertido en un lugar de reproducción de la cultura democrática. Hay al menos dos niveles que importa resaltar. Por una parte, esas madres y padres que apoyaron a sus hijos son los jóvenes de veinte años atrás que impidieron la perpetuación de un fujimorismo a esas alturas ya desembozadamente mafioso. Quiero señalar que una vez desaparecido el bullicio de la protesta callejera eso no significa que todo vuelve a una especie de calma conformista. La importancia de la esfera doméstica como espacio formador de hábitos y sensibilidades democráticas generalmente queda opacada por dos tipos de discursos: uno de las denuncias de violencia doméstica contra mujeres y menores, y de otro lado grupos extremadamente reaccionarios que se valen del término “familia” para justificar el horror a la sexualidad y la defensa de las formas de sometimiento jerárquico. Además de estas dimensiones, el espacio doméstico en algunos y representativos casos también es un lugar de maduración de una moral democrática. En buena cuenta se trata de un espacio de resistencia cultural ante la sistemática hostilidad de los medios de comunicación masivos hacia cualquier propuesta siquiera medianamente liberal. El espacio doméstico familiar, en mi manera de entender las cosas, ha tenido este papel de una resistencia cultural democrática que es importante resaltar. Así como para muchas mujeres y menores ha sido un escenario de violencias, también ha sido un lugar para afirmar procesos de individuación democrática.

¿El final de la “fantasía gamonal”?

Ayuda a entender mejor estas circunstancias si las colocamos en una perspectiva histórica más amplia. En el Perú ha habido dos grandes olas de restauración política* en el siglo XX con algunos paralelismos que insinúan tendencias destacables. El primer momento restaurador empezó con el golpe de 1930 contra el oncenio de Leguía. Lo que siguió fue un oscurantismo político-cultural, con la breve excepción del Frente Democrático de 1945-1948 hasta fines de los sesenta. Un encapsulamiento cultural que se expresó en el aniquilamiento de las vanguardias culturales que en los años veinte colocaban a Lima a la par de Ciudad de México y Buenos Aires. El gesto que mejor representa ese momento fue la clausura de San Marcos en 1932-1935. Esto sucedió en medio de una atmósfera favorable a los gobiernos fascistas europeos, de un rechazo a la migración de intelectuales republicanos españoles y, en el terreno de los discursos y en la estética, de un retorno a ideales coloniales que ponen de moda balcones de la época de las tapadas. Además, claro, de la persecución a apristas y comunistas. La destrucción de libros ciertamente no fue un episodio menor en este periodo. A pesar del crecimiento económico, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, se instaló una “fantasía colonial” en las maneras de legitimar el ejercicio de la autoridad. El componente de fantasía es central en todo ánimo restaurador, pues se trata de cultivar sensibilidades que están ya en notoria disonancia con las exigencias del día a día.

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Uno de los aspectos más llamativos de las movilizaciones fueron las pancartas y los disfraces de varios de los protestantes. Una señal de que las marchas fueron la expresión de una nueva generación de peruanos.
Foto: Omar Lucas

El segundo momento restaurador empieza con el autogolpe de Fujimori en 1992, que introdujo una drástica reforma del Congreso al suprimir la bicameralidad y reducir la representación a 120 parlamentarios. Se buscaba reducir el ámbito de lo público a un mero agregado de intereses privados. La privatización de los servicios de salud y educación son los más crudos ejemplos. Esta vez no hubo clausura de la universidad, pero sí intervención militar, y por sobre todo, una trivialización de la educación universitaria mediante la promoción de las universidades-empresa. Todo ello acompañado de una persistente cultura de la acusación en los discursos políticos y una naturalización del soborno y del chantaje, ejemplarmente representados en los llamados ‘vladivideos’ del principal asesor de Fujimori, Vladimiro Montesinos. Como sucedió en 1930, los cambios de gobierno no significaron el fin del ciclo restaurador. La cultura de la acusación se prolongó y junto a ello un estilo de prepotencia que se mantuvo de gobierno a gobierno y que podría llamarse la fantasía gamonal. La idea de entender el ejercicio de la autoridad con la omnipotencia del hacendado en su chacra en cualquier ámbito de la esfera pública ha tenido una tremenda vigencia. Es como un intento de recuperar el repertorio de símbolos que desapareció con la Reforma Agraria, y verdadero tabú en el discurso político dominante. Es la pretensión de gestionar las cosas públicas con un ánimo que ya no corresponde a estos tiempos. De hecho en eso consisten las restauraciones políticas: en el intento de someter el presente a un sistema desfasado. Pero son los jóvenes quienes más se resisten a esto. No es casualidad que la película La revolución y la tierra (2019), que justamente trata sobre la reforma agraria en el gobierno de Velasco, fuera el documental más visto en la historia del cine peruano.

¿Las marchas de los jóvenes representan el agotamiento de la segunda ola restauradora? Hay algunas señales alentadoras pero la atmósfera de clausura cultural persiste. Esto queda muy claro al revisar la diversidad de propuestas políticas y notar que la mayoría de ellas rechaza los derechos sexuales y reproductivos y la perspectiva de género. Lo que tienen en común es que se trata de cuestiones que aluden directamente a los procesos de subjetivación, a la delimitación de la individualidad. Ciertamente una de las paradojas del actual orden de cosas es que se reconoce la legitimidad de buscar tus propios intereses, pero simultáneamente se traba la posibilidad de ejercer tu autonomía individual, hasta en algo tan elemental como que la sociedad se dirija a ti de acuerdo al género que te corresponde. No se trata mayoritariamente de un asunto de creencias personales muy arraigadas, de lo que podría llamarse un tradicionalismo genuino. Hay que pensar que una buena parte de ese conservadurismo es arrastrado por un sentido de la vergüenza, una mirada desaprobatoria al discurso, pero no a las acciones. De otra manera no se explicaría la coexistencia de una cucufatería vociferante en materia de actividades sexuales y la proliferación de hostales en todas las ciudades del país.

En eso radica el gran mérito de las manifestaciones de noviembre: en que los jóvenes rompieron las inhibiciones de la vergüenza inercial y convirtieron a los usurpadores en objeto de la vergüenza. Aunque ellos no tengan la obligación de hacer los grandes cambios en el país, el haberse levantado para defender la democracia ya es una transformación cultural y política de largo alcance.


* Restauración es el nombre con el que se conoció los intentos de las monarquías europeas por revertir los logros de la Revolución Francesa y volver al Antiguo Régimen aristocrático. Por extensión, se usa para hacer referencia a movimientos reaccionarios que quieren volver a instalar un orden que habían perdido.

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