La mañana del día que había decidido pasar sin utilizar productos de plástico —ni siquiera tocar plástico— abrí los ojos y puse los pies descalzos sobre la alfombra. Está hecha de nailon, un tipo de plástico. Llevaba casi diez segundos de experimento y ya había cometido una infracción.
Desde su invención hace más de un siglo, el plástico se ha colado en todos los aspectos de nuestras vidas. Es difícil pasar minutos sin tocar esa sustancia duradera, ligera y tremendamente versátil. El plástico ha hecho posibles miles de facilidades modernas, pero tiene sus inconvenientes, sobre todo para el medio ambiente. La semana pasada, en un experimento de 24 horas, intenté vivir sin él para ver de qué cosas de plástico no podemos prescindir y a qué podríamos renunciar.
La mayoría de las mañanas reviso el iPhone en cuanto me levanto. El día señalado, esto no fue posible, dado que, además de aluminio, hierro, litio, oro y cobre, todos los iPhone contienen plástico. Para preparar el experimento, había guardado el dispositivo en un armario. Enseguida me di cuenta de que no tener acceso a él me hacía sentir desorientado y audaz, como si fuera una especie de viajero intrépido en el tiempo.
Me dirigí al baño, pero me detuve antes de entrar.
“¿Podrías abrirme la puerta?”, le pregunté a mi mujer, Julie. “La chapa tiene una capa de plástico”.
Ella me abrió, dejando escapar un suspiro que decía: “Este será un día largo”.
Mi rutina de higiene matutina necesitaba una renovación total, lo que requería preparativos detallados en los días previos a mi experimento. No podía utilizar mi pasta ni mi cepillo de dientes, champú o jabón líquido habituales, todos ellos envasados en plástico o hechos de plástico.
Afortunadamente, existe una enorme industria de productos sin plástico dirigidos a los consumidores con conciencia ecológica, y yo había comprado algunos, incluyendo un cepillo de dientes de bambú con cerdas de pelo de jabalí de Life Without Plastic. “Las cerdas están completamente esterilizadas”, me aseguró Jay Sinha, copropietario de la empresa, cuando hablé con él la semana anterior.
En lugar de pasta de dientes, tenía un tarro de bolitas grises de dentífrico de carbón y menta. Metí una, la mastiqué, bebí un sorbo de agua y me cepillé los dientes. Era agradable y mentolado, aunque la saliva de color ceniza era inquietante.
Me gustó mi barra de champú. Una barra de champú es precisamente eso: una barra de champú. La mía estaba perfumada con toronja rosa y vainilla, y hacía mucha espuma. Según los defensores del champú en barra, también es más barato que el champú embotellado por lavado (una barra puede durar 80 duchas). Lo cual es bueno, porque la vida sin plástico puede ser cara. Package Free, un elegante establecimiento del barrio de NoHo, en Manhattan, colindante con la tienda Goop de Gwyneth Paltrow, vende una maquinilla de afeitar de zinc y acero inoxidable por 84 dólares (así como “el primer vibrador biodegradable del mundo”).
Vestirse también fue un reto, dado que muchas prendas incluyen plástico. Había encargado unos pantalones de lana que prometían no contener plástico, pero no llegaron. En su lugar, elegí unos viejos pantalones caqui de Banana Republic.
Afortunadamente, mi ropa interior no representaba una violación del plástico: calzones azules de Cottonique hechos de algodón cien por ciento orgánico con un cordón de algodón en lugar del elástico (que suele ser de plástico). Había encontrado esta prenda a través de una lista de internet de “catorce marcas de ropa interior masculina sustentables y de moda”.
Para la parte superior de mi cuerpo, tuve suerte. Nuestra amiga Kristen le había tejido a mi mujer un suéter como regalo de cumpleaños. Tenía rectángulos azules y morados, y era cien por ciento lana merina.
“¿Me prestas el suéter de Kristen durante un día?”, le pregunté a Julie.
“Lo vas a estirar”, respondió.
“Es para el planeta Tierra”, le recordé.
Plásticos del presente y el pasado
Según un informe de las Naciones Unidas, el mundo produce cerca de 400 millones de toneladas métricas de residuos plásticos al año. Aproximadamente la mitad se desecha tras un solo uso. El informe señalaba que “nos hemos vuelto adictos a los productos de plástico de un solo uso, con graves consecuencias medioambientales, sociales, económicas y para la salud”.
Yo soy uno de los adictos. Hice una auditoría y calculo que tiro a la basura casi 800 artículos de plástico al año: envases de comida para llevar, bolígrafos, tazas, paquetes de Amazon con espuma dentro y más.
Antes de mi Día Sin Plástico, me sumergí en una serie de libros, videos y pódcasts sobre el plástico y los residuos cero. Uno de los libros, “Life Without Plastic: The Practical Step-by-Step Guide to Avoiding Plastic to Keep Your Family and the Planet Healthy”, de Sinha y Chantal Plamondon, llegó de Amazon envuelto en plástico transparente, como una rebanada de queso americano. Cuando se lo comenté a Sinha, prometió investigarlo.
También llamé a Gabby Salazar, una científica social que estudia lo que motiva a la gente a apoyar causas medioambientales, y le pedí consejos para mi día sin plástico.
“Sería mejor empezar poco a poco”, me recomendó Salazar. “Empieza creando un único hábito, como llevar siempre una botella de agua de acero inoxidable. Cuando lo hayas logrado, empieza con otro hábito, como llevar bolsas de frutas y verduras al supermercado. Poco a poco. Así es como se logra un cambio real. De lo contrario, te agobiarás”.
La fabricación de plásticos se aceleró durante la Segunda Guerra Mundial y fue crucial para el esfuerzo bélico, pues proporcionó paracaídas de nailon y ventanas de plexiglás para los aviones. A continuación, se produjo el auge de la posguerra, según Susan Freinkel, autora de “Plastic: A Toxic Love Story”, un libro sobre la historia y la ciencia del plástico. “El plástico se utilizó en mostradores de Formica, revestimientos de frigoríficos, piezas de automóviles, ropa, zapatos y todo tipo de cosas pensadas para durar”, explica.
Luego las cosas dieron un giro.
“Empezamos a tener problemas cuando empezamos a utilizar material de un solo uso”, comentó Freinkel. “Yo lo llamo basura prefabricada”.
La avalancha de popotes, vasos, bolsas y demás artículos ha tenido consecuencias desastrosas para el medio ambiente. Según un estudio del Pew Charitable Trusts, más de once millones de toneladas métricas de plástico llegan a los océanos cada año, filtrándose en el agua, alterando la cadena alimentaria y asfixiando la vida marina.
Está en todas partes
Al principio de mi día sin plástico, empecé a ver el mundo de otra manera. Todo parecía amenazador, como si albergara polímeros ocultos. La cocina era especialmente tensa. Todo lo que podía utilizar para cocinar estaba prohibido: la tostadora, el horno, el microondas. Incluso las sobras estaban prohibidas. Mi hijo agitó una bolsita de plástico llena de pan francés. “¿Quieres un poco?” Sí, quería.
En lugar de eso, decidí buscar alimentos crudos.
Salí de mi edificio por las escaleras, en lugar de utilizar el ascensor con sus botones de plástico, y me dirigí a una tienda de alimentos saludables cerca de nuestro departamento en el Upper West Side de Manhattan.
Cuando voy de compras, intento acordarme de llevar una bolsa de tela. Esta vez había traído siete bolsas de distintos tamaños, todas de algodón. También llevaba dos recipientes de cristal.
En la tienda, llené una de las bolsas de algodón con manzanas y naranjas. Al inspeccionarlas de cerca, me di cuenta de que cada cáscara tenía una pegatina con un código. Otra infracción probable, pero la ignoré.
En los contenedores a granel, vacié nueces y avena en mis platos de cristal con un cucharón de acero (lavado) que había traído de casa. Los cubos eran de plástico, pero no hice caso porque tenía hambre.
Fui a la caja. Llegó el momento de pagar. Lo cual era un problema. No había tarjetas de crédito. Tampoco el Apple Pay de mi iPhone. El papel moneda era otra violación: Aunque el papel moneda estadounidense está hecho principalmente de algodón y lino, es probable que cada billete contenga fibras sintéticas, y las denominaciones más altas tienen un hilo de seguridad hecho de plástico para evitar falsificaciones.
Para estar seguro, había traído un saco de algodón lleno de monedas. Sí, un saco grande y viejo lleno de monedas de 25, 10 y 1 centavo: cerca de 60 dólares que había sacado de Citibank y de las alcancías de mis hijos.
En la caja, empecé a apilar monedas lo más rápido que pude entre miradas nerviosas a los clientes que tenía detrás.
“Siento mucho que tardemos tanto”, dije.
“No pasa nada”, me dijo la cajera. “Medito todas las mañanas para poder lidiar con agitaciones como esta”.
Añadió que apreciaba mi compromiso con el medio ambiente. Era el primer comentario positivo que recibía. Conté 19,02 dólares —¡el cambio exacto!— y me fui a casa a desayunar: nueces y naranjas en una bandeja metálica de galletas, que balanceé sobre mi regazo.
Un par de horas más tarde, en busca de un almuerzo sin plástico, me dirigí a Lenwich, una tienda de bocadillos y ensaladas de mi barrio. Llegué a primera hora de la tarde, con mi plato rectangular de cristal y cubiertos de bambú.
“¿Puedes hacer la ensalada en este recipiente de cristal?”, pregunté, sosteniéndolo en lo alto.
“Un minuto, por favor”, espetó el hombre del mostrador.
Llamó a un encargado, que dijo que sí. ¡Victoria! Pero el encargado rechazó mi petición de utilizar mi cucharón de acero.
Después de comer, me dirigí a Central Park, pensando que era un lugar de Manhattan donde podría relajarme en un entorno sin plásticos. Abordé el metro, lo que me supuso más infracciones, pues los trenes tienen piezas de plástico y se necesita una MetroCard o un celular para pasar por los torniquetes.
Paseando por Central Park, vi limpiadores dentales, un cuchillo negro de plástico y una bolsa de plástico.
De vuelta a casa, anoté algunas de mis impresiones. Escribí en un papel con un lápiz de cedro sin pintar de un “Juego de Lápices Residuo Cero” (los lápices normales contienen pintura amarilla rellena de plástico). Después de un rato, fui a beber agua. Lo que me lleva a hablar del enemigo más omnipresente de todos, uno que aún no he mencionado: los microplásticos. Estas diminutas partículas están por todas partes: en el agua que bebemos, en el aire que respiramos, en los océanos. Proceden, entre otras cosas, de la basura plástica degradada.
¿Son perjudiciales para nosotros? Hablé con varios científicos, y la respuesta general que obtuve fue: aún no lo sabemos. “Creo que en los próximos años lo sabremos mejor”, afirmó Todd Gouin, consultor de investigación medioambiental. Pero los más precavidos pueden utilizar productos que prometen filtrar los microplásticos del agua y el aire.
Compré una jarra de LifeStraw que contiene un microfiltro de membrana. Por supuesto, la jarra tenía piezas de plástico, así que no pude usarla el Gran Día. En lugar de eso, la noche anterior pasé un rato en el fregadero filtrando agua y llenando tarros. Nuestra cocina parecía preparada para el apocalipsis.
El agua sabía especialmente pura, lo que supongo que fue una especie de efecto placebo.
Escribí durante un rato. Luego me senté en mi silla de madera. Sin teléfono. Sin internet. Julie se apiadó de mí y me propuso jugar a las cartas. Negué con la cabeza.
“Revestimiento de plástico”, le dije.
Cerca de las nueve de la noche, saqué a nuestra perra a dar su paseo nocturno. Llevaba una correa cien por ciento de algodón que compré por internet. Me había deshecho de las bolsas de excrementos, incluso las sostenibles que encontré estaban hechas con plástico reciclado o de origen vegetal. En su lugar, llevaba una espátula de metal. Por suerte, no tuve que usarla.
A las 22.30, agotado, me tumbé en mi cama improvisada: sábanas de algodón sobre el suelo de madera, pues mi colchón y mis almohadas son de plástico.
A la mañana siguiente me desperté contento de haber sobrevivido y de haberme reencontrado con mi teléfono, pero también con un sentimiento de derrota.
Mucha confusión
Según mis cuentas, había cometido 164 infracciones. Como Salazar había predicho, me sentía abrumado. Y también inseguro. Había muchas cosas que seguían sin estar claras, incluso después de llevar semanas estudiando el tema. ¿Qué artículos sin plástico suponen realmente una diferencia y cuáles son meros “ecoblanqueos”? ¿Es una buena idea usar cepillos de dientes de pelo de jabalí, desodorantes de árbol de té, dispositivos de filtrado de microplásticos y pajitas de papel, o la molestia de usar esas cosas vuelve a todo el mundo tan loco que en realidad acaban perjudicando a la causa?
Llamé a Salazar para que me animara.
“Puedes volverte loco”, me dijo. “Pero no se trata de perfección, sino de progreso. Lo creas o no, el comportamiento de cada uno importa. Va sumando”.
“Recuerda que el plástico no es el enemigo. El enemigo es el uso único. Es la cultura de usar algo una vez y tirarlo”, aclaró.
Empezaré con cosas pequeñas, creando hábitos. Me gustó la barra de champú. Y puedo llevar bolsas de productos frescos al supermercado. Tal vez incluso lleve mi botella de agua de acero y cubiertos de bambú para mis viajes a Lenwich. Y a partir de ahí, ¿quién sabe?
Y llevaré con orgullo la camiseta que dice “Mantengamos el mar libre de plásticos” y que compré por internet en los días previos al experimento. Solo tiene diez por ciento de poliéster.
c.2023 The New York Times Company