Una niña violada no necesita que la obliguen a parir.
Necesita justicia, contención, cuidado.
Pero en Perú, esta semana, el Estado eligió lo contrario.
El Instituto Nacional Materno Perinatal —la principal maternidad del país— cambió su guía clínica y eliminó dos causales clave para acceder al aborto terapéutico por daño a la salud mental: cuando el embarazo es producto de una violación sexual en niñas y adolescentes y cuando hay malformaciones fetales incompatibles con la vida.
El aborto terapéutico sigue siendo legal desde 1924. Pero este cambio reduce, en la práctica, el acceso de las más vulnerables. Y no fue una decisión técnica. Fue el resultado de presiones políticas de la congresista y pastora Milagros Jáuregui de Aguayo (Renovación Popular), con el apoyo de colectivos ultraconservadores como Padres Peruanos.
No hubo debate médico. No se convocó a las sociedades científicas. No se preguntó a las niñas ni a las mujeres. Hubo acoso institucional, discursos de odio y estigmatización contra quienes defienden la salud con evidencia.
La guía anterior fue elaborada con respaldo técnico de nueve sociedades científicas, incluida la Sociedad Peruana de Obstetricia y Ginecología y el Colegio Médico del Perú. Reconocía que forzar una maternidad tras una violación puede causar un daño psicológico severo. También reconocía el impacto emocional de gestar un feto que no sobrevivirá. Ese enfoque integral —avalado por estándares de la OMS y la ONU— ha sido eliminado.
¿Qué celebran hoy quienes impulsaron esta decisión? Que una niña violada tenga que continuar con un embarazo que puede llevarla al suicidio. Que una mujer sin condiciones para cuidar a un bebé incompatible con la vida deba soportar el proceso completo, aunque eso la hunda emocionalmente. Dicen defender la vida, pero lo que han impuesto es maternidad forzada y abandono institucional. Lo han hecho en nombre de un dogma que ignora la evidencia médica, el derecho y la humanidad.
Cada día, al menos tres niñas entre 10 y 14 años dan a luz en el Perú. Todas, por ley, fueron violadas. Muchas abandonan la escuela. Algunas mueren. Varias nunca lo cuentan. Ahora, además, tienen menos opciones para ser atendidas con dignidad.
Esto no es un caso aislado. Es parte de una ofensiva conservadora que ha ido desmontando los avances en derechos sexuales y reproductivos: censura del enfoque de género en la educación, aprobación de la Ley del Concebido, y ahora este nuevo golpe a la salud mental como causal válida de aborto terapéutico.
Expertos en salud pública y organismos internacionales han sido claros: negar el aborto terapéutico en casos de violación o malformaciones fetales graves puede constituir una forma de tortura. No es un debate de opiniones. Son decisiones que afectan directamente la salud, la vida y el bienestar de niñas y mujeres en situaciones límite.
¿Desde cuándo la salud mental dejó de ser salud? ¿En qué momento se volvió aceptable que una niña, en vez de recibir ayuda, sea castigada?
Lo que ocurrió esta semana no fue solo un cambio administrativo. Una institución pública fue presionada hasta anular una guía médica que protegía a niñas y mujeres en riesgo.
Y mientras en algún rincón del país, una menor abusada se pregunta por qué nadie la defendió, una congresista celebra haberle cerrado la puerta.
La guía puede volver a cambiar. Pero la responsabilidad no desaparece. Y la historia sabrá señalar a quienes convirtieron el sufrimiento en política pública.