SHARM EL SHEIKH, Egipto — Este año, la crisis climática alcanzó nuevos niveles de devastación para millones de personas en países vulnerables que no causaron el problema. Las inundaciones en Pakistán, la sequía en el Cuerno de África y los huracanes en la República Dominicana, todos intensificados por el cambio climático, acabaron con el sustento de varias personas y ocasionaron pérdidas tan inmensas que muchos en países ricos no pueden ni siquiera comprender.
Durante casi tres décadas, los países más vulnerables a los desastres climáticos les han pedido a los países ricos que los ayuden a pagar los daños, solo para ser ignorados.
En la conferencia climática anual de las Naciones Unidas de estas semanas, la cuestión aparece de manera formal en la agenda, lo cual es un avance en sí mismo. Resulta alentador que algunos países ricos, como Austria, Alemania, Nueva Zelanda, Irlanda, Bélgica y Dinamarca, hayan empezado a prometer dinero, aunque sean cantidades pequeñas.
Estas contribuciones son bienvenidas, aunque algunas de las promesas reasignan recursos de otros fondos de financiamiento climático, o destinan dinero a seguros o sistemas de alerta temprana, que no son el tipo de ayuda que buscan los países más pobres.
Lo que estos países han pedido, y necesitan con urgencia, es una fuente colectiva de fondos en el seno de las Naciones Unidas que los ayude a recuperarse de las devastadoras pérdidas ocasionadas por las catástrofes, el aumento del nivel de los mares y otros impactos climáticos.
Estados Unidos y la Unión Europea deben sumarse a este movimiento ahora. Tomará algún tiempo decidir cuestiones específicas, como cuánto dinero, de dónde proviene, a quién se le entrega y bajo qué condiciones. Pero es fundamental que en esta conferencia climática los países ricos acuerden un proceso, con fechas límites claras, para el pago de los daños.
No se trata de una una obra de beneficencia. Las medidas son en beneficio de los países ricos. A medida que el cambio climático se imponga, más fábricas y puertos de todo el mundo (de los que dependen las naciones ricas para sus teléfonos, autopartes, moda rápida e incluso alimentos) cerrarán, lo cual devastará las cadenas de suministro mundiales. Los precios de los alimentos aumentarán. Más personas resultarán desplazadas, lo que provocará nuevas crisis migratorias. Los conflictos aumentarán a medida que la gente se dispute la tierra y el agua. Las repercusiones desestabilizarán incluso a las economías más sólidas. Prevenir este resultado ahora, financiando la recuperación de los daños climáticos, garantizará un futuro más estable para todos.
Este tipo de financiamiento se conoce como “daños y perjuicios” y se propone atender los impactos climáticos a los que las personas no se pueden adaptar. Quizá el concepto parezca descabellado, pero no lo es: las pérdidas tienen un nombre y los daños tienen una dirección.
¿A dónde se dirigirán ahora los millones de personas de Pakistán desplazados por las inundaciones? ¿Qué hacen los pequeños agricultores de Kenia cuando una prolongada sequía les impide sembrar para alimentar a sus familias? En todo el mundo, la gente enfrenta todos los días decisiones desesperadas.
Los países ricos suelen tener los recursos necesarios para afrontar estos impactos climáticos. El año pasado, en Estados Unidos, el 54 por ciento de las pérdidas relacionadas con los desastres estaban respaldadas por seguros, en comparación con solo el 3 por ciento en promedio de los 77 países más pobres del mundo.
Estados Unidos y la Unión Europea han rechazado o paralizado este tipo de ayuda financiera, lo que hace temer que destinar fondos para los daños y perjuicios climáticos pudiera interpretarse como un admisión de culpa y abrir la puerta a una avalancha de demandas. Sin embargo, el Acuerdo de París, firmado en 2015, ya debería haber puesto fin a esa preocupación, pues deja en claro que “evitar, minimizar y abordar” los daños y perjuicios “no implica ni proporciona una base para ninguna responsabilidad o compensación”.
Algunos países desarollados argumentan que la ayuda humanitaria ya satisface esa necesidad. No es así. La ayuda humanitaria provee refugio inmediato y asistencia alimentaria después de un desastre, pero no está disponible para, por ejemplo, los residentes de las islas Fiyi que deben buscar otro lugar para vivir debido al aumento de los mares ni tampoco para el pescador en Palaos cuyo modo de vida va a desaparecer cuando el atún emigre a aguas más frías.
Los compromisos iniciales de pagar daños y perjuicios son importantes a nivel político. Sin embargo, la necesidad es exponencialmente mayor: estos costos en todo el mundo podrían ascender a entre 290.000 y 580.000 millones de dólares en 2030, según un cálculo.
Un nuevo fondo para responsabilizar a las partes podría cambiar la vida de miles de millones de personas que ya están padeciendo los efectos del cambio climático, además de ofrecer una vía de recuperación donde hoy no existe ninguna. Cuando se produzca un ciclón, un gobierno podría solicitar fondos con rapidez y distribuirlos para ayudar a la gente a reconstruir las casas destruidas. En el caso de problemas continuos como las sequías, el dinero podría ayudar a los agricultores a diversificar sus capacidades cuando sus medios de vida originales ya no sean viables. Pero también podría mejorar la vida de los habitantes de los países ricos, al aumentar la solidez de las cadenas de suministro mundiales, estabilizar las economías en las que sus empresas importan y exportan bienes y crear las condiciones para un mundo más pacífico.
Como dijo la primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, la semana pasada en la conferencia: “Los países en el norte global que han ocasionado el cambio climático y tienen el mayor acceso a recursos tienen la obligación de actuar”.
Si las naciones ricas siguen poniendo trabas al financiamiento de los daños y perjuicios, las negociaciones sobre el clima en Egipto podrían fracasar. La capacidad del mundo para hacer frente al cambio climático depende de la confianza entre los países desarrollados y los países en desarrollo y sin avances concretos para hacer frente a estos daños y perjuicios serios, esa confianza corre el riesgo de romperse.
Ani Dasgupta es presidente y director ejecutivo del World Resources Institute.
c.2022 The New York Times Company