Opinión

Comida con olor a corrupción

Las ollas comunes no piden caridad, exigen respeto. Pero lo que reciben es desprecio disfrazado de ayuda: alimentos de mala calidad, contratos otorgados a empresas sin experiencia y el silencio de quienes deberían investigar. En una ciudad donde el hambre crece, se normaliza la indolencia.

Comida con olor a corrupción

Parece que nos estamos acostumbrando. A que se entreguen alimentos de baja calidad a las ollas comunes. A que empresas sin experiencia ganen contratos millonarios como si fuera cuestión de suerte. A que la Municipalidad de Lima no responda, saque comunicados sin rendir cuentas, y no pase nada.

Esta semana fue la sangre de pollo. Un alimento con un olor tan fuerte que algunas dirigentas de las ollas lo describen como “olor a perro muerto”. Dicen que al cocinarla, salta, burbujea, y todo indica que no está en buen estado. Pero se reparte igual, bajo la lógica de que cualquier cosa basta para quienes no tienen nada.

Las ollas comunes surgieron como una respuesta colectiva al hambre en plena pandemia. Cuando el Estado no llegaba, ellas lo hicieron: mujeres organizadas que cocinaron con lo que había, que sostuvieron barrios enteros, que aún hoy garantizan una comida al día para miles de personas. En vez de reconocimiento, han recibido desprecio. Primero del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social, luego —y con mayor cinismo— de la Municipalidad de Lima.

Durante más de tres años han luchado por una ley, por presupuesto, por respeto. Pero en la práctica, siguen recibiendo lo que les quieran dar. Y si se quejan, corren el riesgo de quedarse sin cocina, sin horno, sin insumos. Porque la ayuda no se administra con criterios técnicos ni sentido de justicia, sino con clientelismo. No es dignidad, es control.

Y todo esto ocurre en una ciudad donde el hambre está cada vez más presente. Cuatro de cada diez limeños enfrentan hoy algún nivel de inseguridad alimentaria, según datos del INEI. El déficit calórico —es decir, la diferencia entre lo que las personas deberían comer y lo que realmente consumen— alcanza el 43.5% en la capital. Es una brecha más grave que el promedio nacional, e incluso más alta que en muchas zonas rurales. Esta situación se ha ido agravando en los últimos cinco años.

El caso de la sangre de pollo lo deja todo al desnudo: un consorcio sin trayectoria, formado por una empresa sin experiencia previa, logra un contrato de más de cinco millones de soles con la Municipalidad de Lima. Fue el único postor. Nadie compitió. Y el producto, que llega a las ollas comunes, huele mal, no es inocuo y cuesta —según el propio Midagri— casi lo mismo que un kilo de pollo: S/8.55.

Mientras tanto, el alcalde Rafael López Aliaga —el que prometió más presupuesto y respeto— ha convertido a las ollas comunes en escenario de campaña permanente. Su gestión ha dividido a las dirigentas, reparte alimentos cuestionables, condiciona los beneficios y lucra políticamente con el hambre. Lo suyo no es una política pública: es una estrategia de manipulación.

Y lo más grave es lo que no ocurre.

No hay regidores que fiscalicen con firmeza. No hay Contraloría ni Fiscalía que actúen con reflejos pese a las evidencias de sobreprecio, de un proveedor sin experiencia, de alimentos que no deberían circular por ninguna red de apoyo alimentario.

¿Hasta cuándo vamos a tolerar que la comida para los pobres sea de mala calidad?

Las ollas comunes no son beneficencia. Son parte del derecho a una alimentación segura, nutritiva y de calidad. Si el Estado no lo entiende, entonces somos nosotras, nosotros, quienes debemos exigirlo. Con más fuerza. Con más claridad.