Hay una nueva cruzada en marcha. Y no es casual. No es aislada. Es parte de una ofensiva que se viene cocinando desde hace años y que hoy, envalentonada por los vientos de la ultraderecha en Estados Unidos y América Latina, quiere eliminar derechos que las mujeres peruanas conquistaron hace más de un siglo.
El ataque al Instituto Nacional Materno Perinatal —la Maternidad de Lima, como la conocemos todos— no es solo un intento de frenar el aborto terapéutico. Es una arremetida contra el derecho de vivir un embarazo sin condena, sin dolor evitable, sin tortura. Y viene, otra vez, de los mismos sectores que quisieron borrar la igualdad de género de los textos escolares, que se oponen a la educación sexual integral y que prefieren niñas madres antes que niñas con futuro.
La organización “Padres Peruanos”, respaldada por congresistas como Alejandro Muñante y Milagros Jáuregui, acusa falsamente a la Maternidad de realizar abortos ilegales. Su única “prueba” es un estudio que, en realidad, demuestra todo lo contrario: entre 2009 y 2020 se realizaron 385 abortos terapéuticos, todos evaluados por juntas médicas, como lo exige la ley.
El 92.5 % de esos casos fueron por malformaciones fetales graves, incompatibles con la vida. Hablamos de anencefalia —fetos sin cerebro ni cráneo—, malformaciones cardíacas severas, alteraciones genéticas letales o ausencia total de riñones. Bebés que, en el mejor de los casos, vivirían solo unos minutos. Embarazos con desenlace fatal desde el comienzo. Mujeres obligadas a llevar en el cuerpo una pérdida inevitable.
El resto de casos —el 7.5 %— fueron embarazos que ponían en riesgo directo la vida de la gestante. Patologías graves, documentadas. Y sí, entre ellos hubo niñas y adolescentes víctimas de violación. Fueron atendidas en la Maternidad porque allí hay médicos que entienden que el embarazo infantil es una forma de tortura. Porque allí aún se respeta la ley, la ciencia y la dignidad humana.
Entonces, ¿qué es lo que realmente les molesta a estos grupos antiderechos? Que exista un lugar donde una niña violada haya podido recibir la protección que el Estado le debe. Que haya un hospital donde la salud mental, el duelo anticipado y el derecho a no maternar por obligación se tomen en serio.
Y mientras tanto, el Ministerio de Salud parece dispuesto a ceder. A retirar la Guía de Aborto Terapéutico del Instituto. A rendirse ante intereses ideológicos que no tienen nada que ver con la medicina ni con la ética. A retroceder un siglo y dejar a las mujeres frente al dolor y la muerte, en nombre de un dogma.
No es coincidencia que esta ofensiva avance mientras Donald Trump ha vuelto al poder con un discurso de odio contra las personas LGTBIQ+, y mientras en Perú crece la influencia de la ultraderecha liderada por Rafael López Aliaga y el fujimorismo. No es casual que quienes quieren imponer el miedo en las escuelas también quieran controlar los cuerpos y las maternidades.
El aborto terapéutico es legal en el Perú desde 1924. Y el Estado tiene la obligación de garantizarlo. Así lo recordó el Comité de los Derechos del Niño de la ONU en el caso de Camila, una niña indígena a quien se le negó ese derecho. Impedirlo es violencia. Y no podemos permitir que se normalice.