El 18 de junio de 2025, la agencia reguladora de medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobó un fármaco que podría cambiar el rumbo de la epidemia del VIH: el lenacapavir. Se aplica solo dos veces al año y ha demostrado ser altamente eficaz para prevenir nuevas infecciones. En estudios recientes, evitó el VIH en el 100 % de mujeres jóvenes en África y en el 96 % de personas trans y hombres que tienen sexo con hombres en América Latina, África y Asia.
Pero aquí viene el golpe: este avance, celebrado como un hito científico, está fuera del alcance de la mayoría. El precio en Estados Unidos supera los 40 mil dólares por paciente al año. Y en países como Perú, México, Brasil o Colombia, donde incluso se hicieron ensayos clínicos, tampoco podremos acceder fácilmente. ¿Por qué? Porque Gilead, la empresa que lo fabrica, tiene patentes vigentes hasta al menos 2037 y no ha concedido licencias voluntarias a la mayoría de países de América Latina. Esto bloquea la posibilidad de producir o importar versiones genéricas, incluso si están disponibles en otros lugares.
¿Tiene lógica que quienes ayudaron a probar un tratamiento no puedan usarlo? ¿Qué justicia hay en que un medicamento capaz de prevenir una enfermedad siga siendo inaccesible por razones comerciales?
Esto ya lo hemos vivido antes. Pasó con los tratamientos para el VIH en los años noventa. Pasó con las vacunas contra la COVID-19. Y sigue pasando. Las reglas internacionales que protegen las patentes muchas veces valen más que la vida de millones de personas.
Pero también hay ejemplos de países que han dicho “basta”. Brasil emitió en 2007 una licencia obligatoria para un medicamento clave contra el VIH, logrando importar una versión genérica más barata. Ecuador adoptó esa herramienta entre 2009 y 2012 para ampliar el acceso a varios tratamientos. Y Colombia, más recientemente, utilizó el mismo mecanismo en 2023 para romper el monopolio del dolutegravir, un antirretroviral esencial. Las licencias obligatorias permiten que los gobiernos autoricen la producción o importación de medicamentos genéricos sin esperar el permiso del dueño de la patente. Es una herramienta legal legítima, reconocida por acuerdos internacionales, y diseñada para proteger la salud pública cuando el mercado no lo hace.
Argentina fue más allá: en 2025, rechazó formalmente dos solicitudes de patente sobre el lenacapavir, luego de que organizaciones de la sociedad civil presentaran oposiciones argumentando que no cumplía con los requisitos mínimos de novedad e inventiva. Esta decisión ya está vigente y significa que, una vez que el medicamento sea aprobado por la autoridad sanitaria argentina, podrá ser producido localmente o importado en su versión genérica, sin violar propiedad intelectual.
Esa misma vía deberían explorar otros países de la región. Porque esperar hasta 2037, cuando expiren las patentes, es condenar a millones de personas a seguir en riesgo frente al VIH, a pesar de que existe una herramienta segura y eficaz para prevenirlo. Cada año sin acceso es una oportunidad perdida para frenar nuevas infecciones. Y cada decisión postergada, una renuncia a proteger la salud pública frente a intereses comerciales que se definen lejos, sin mirar la realidad de nuestras comunidades.
La ciencia avanza, y eso debería ser una buena noticia para todos, no solo para quienes pueden pagar. Lenacapavir tiene el potencial de cambiar la historia del VIH. Pero ese cambio sólo será real si llega a quienes más lo necesitan.
Todavía estamos a tiempo de corregir el rumbo. Si los gobiernos actúan con valentía y priorizan la vida por encima del lucro, este avance puede ser una puerta abierta, no un muro.
Porque el virus no espera. Y el acceso a la salud tampoco debería hacerlo.