Cuando las mujeres de las ollas comunes alzaron la voz para denunciar que la sangre de pollo que les entregaba la Municipalidad de Lima olía a “perro muerto”, el alcalde Rafael López Aliaga las llamó mentirosas. Pero la verdad estaba de su lado. Una investigación de Salud con lupa, sustentada en documentos oficiales, correos, actas de fiscalización y testimonios, confirma que el proveedor —el Consorcio San JoseMaría— no tenía licencia sanitaria para procesar sangre de pollo refrigerada. Lo que se presentó como una política contra la anemia fue, en realidad, un negocio ilegal que puso en riesgo la salud de miles de familias.
Esta historia revela mucho más que una compra mal hecha. Expone cómo la arrogancia política, el desprecio hacia las mujeres de las ollas comunes y la ausencia de controles se combinaron para convertir una política social en una amenaza sanitaria. Desde el inicio, todo se hizo mal: en mayo de 2025, la Municipalidad de Lima adjudicó un contrato de 5.7 millones de soles a un consorcio que solo tenía autorización para faenar pollos, no para procesar ni vender sangre refrigerada como alimento. Y lo hizo sin verificar siquiera las condiciones del local donde se produciría.
Las madres de las ollas comunes fueron las primeras en advertir el peligro. Al abrir las bolsas, el olor era tan fuerte que muchas tuvieron que botar el producto. Otras intentaron cocinarlo “con hierbitas”, pero ni así lograron hacerlo comestible. Su experiencia, su olfato y su conocimiento cotidiano de la comida valieron menos que la palabra del alcalde. En lugar de escucharlas, las descalificó con insultos, cuando lo que hacían era defender la salud de sus comunidades.
Mientras tanto, en el local del consorcio, ubicado en Comas, la sangre se procesaba en condiciones inseguras: llegaba en barriles sucios, sin refrigeración, y era manipulada por trabajadores sin carné de sanidad ni capacitación. El Servicio Nacional de Sanidad Agraria (Senasa) confirmó el 15 de julio la ilegalidad: la planta operaba sin autorización sanitaria y sin un sistema de inocuidad. Por ello, el 13 de agosto suspendió el permiso del consorcio para operar como camal. Durante todo ese tiempo, los hechos se mantuvieron ocultos. Ninguna autoridad de la Municipalidad de Lima reconoció el problema ni informó a las ollas comunes de 23 distritos que el producto que recibieron durante un mes ponía en riesgo su salud.
A través de solicitudes basadas en la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, Salud con lupa conoció que la Municipalidad de Lima recién anuló el contrato el 17 de septiembre, dos meses después de las denuncias. En los documentos, el municipio alegó falta de presupuesto como motivo, pero en ningún momento reconoció los riesgos sanitarios ni aplicó las sanciones previstas en el contrato, pese a que el proveedor operó sin licencia. Es decir, en lugar de asumir su responsabilidad y sancionar a los responsables, eligió proteger al consorcio y callar frente a la evidencia.
Las funcionarias Isabel Ayala Melgarejo, gerenta de Desarrollo Humano, y Fiorella Masías Arrambide, subgerenta de Programas Alimentarios y Hambre Cero, son las responsables directas de la compra, pero ninguna ha dado declaraciones. Este domingo, Ayala incluso participó en una actividad pública en San Juan de Lurigancho junto al alcalde Rafael López Aliaga. Es una funcionaria de su confianza y tiene antecedentes por investigaciones vinculadas a casos de corrupción.
Lo que se presentó como una política de salud pública fue, en realidad, un negocio sin control. La sangre de pollo se pagó a S/ 8.55 por kilo, casi lo mismo que cuesta un kilo de pollo entero en el mercado. ¿Cómo se justifica gastar tanto dinero público en un producto que ni siquiera cumplía con las normas básicas de higiene?
Las ollas comunes no pidieron caridad: exigieron respeto. Son mujeres que alimentan a sus barrios con lo poco que tienen, que cargan sobre sus hombros el peso de la pobreza y la indiferencia estatal. Y aun así, cuando denuncian abusos, se las insulta. La verdad es que, sin ellas, miles de familias en pobreza extrema de Lima no tendrían qué comer.
Este caso, hoy bajo investigación de la Fiscalía Anticorrupción, debe marcar un precedente. Porque las políticas públicas no son vitrinas para el poder ni negocios encubiertos bajo discursos de salud. La Municipalidad de Lima debe rendir cuentas por haber disfrazado un contrato irregular como lucha contra la anemia. Y el país no puede seguir mirando a otro lado mientras se descalifica y humilla a las mujeres que sostienen las ollas comunes y alimentan a los más pobres.