Mi mamá es psicóloga y mi papá es psiquiatra así que siempre supe que quería dedicarme a la salud mental. Cuando yo era niña, recuerdo que mi mamá realizaba mucho trabajo de campo. Ella viajaba por todo Junín explicándole a las personas qué es la salud mental y por qué es importante la prevención. Una vez, a mis ocho años, la acompañé a una comunidad nativa en San Martín de Pangoa. Mi mamá buscaba familias que habían sido reubicadas en esa zona a causa del narcotráfico. Ella los asesoraba en temas de estrés postraumático y ansiedad. Atender a las personas teniendo en cuenta los lugares donde viven no es algo nuevo para mí. Crecí observando a mi mamá ejercer su profesión de esa manera. Ahora uso el chaleco que ella vestía cuando visitaba pueblo por pueblo. Lo uso mientras voy de casa en casa y así recuerdo lo que mi mamá siempre se propuso: poner la salud mental al alcance de todos.
Mi papá, por otro lado, es psiquiatra y ha hecho toda su carrera dentro de hospitales. Con el aprendí que no todo es terapia, charlas y contención familiar. A veces también se necesita una molécula en el cerebro que te ayude a estabilizarte. El tratamiento farmacológico bien indicado hace que el camino de un paciente hacia la recuperación sea menos tedioso. Esa parte biológica me interesó muchísimo. Por eso estudié medicina y ahora mi meta es que mi especialidad sea Psiquiatría. Pero, aunque me interese mucho la práctica médica, no me imagino trabajando en un hospital que actúe como un bunker lleno de doctores y pastillas. Prefiero, con todo ese conocimiento, salir a buscar a las personas que necesiten ayuda.
“La atención comunitaria nos obliga a reformular al paciente: ya no lo vemos como una persona que llega al hospital y tiene un problema. Mas bien, lo vemos como alguien que pertenece a una familia y, a su vez, a una comunidad”
En el Centro de Salud Mental Comunitaria Kuyanakusun, dentro de otras responsabilidades, me encargué por casi dos años de recibir los casos de violencia y derivarlos según la atención que necesiten. Aunque no es mi especialidad, tengo algo de experiencia en el tema porque, cuando hice mi Servicio Rural y Urbano Marginal de Salud (Serums) en un pueblo de Huancavelica, realicé un tamizaje de salud mental puerta por puerta buscando casos de violencia doméstica. Mi población era de tres mil personas. Muchas veces hacía el recorrido yo sola. Encontré más casos de los que pensaba. La mayoría eran mujeres maltratadas por sus parejas y casi siempre la raíz era el abuso de alcohol o la dependencia económica. Lamentablemente, de todos los casos que vi, solo una logró salir de la casa del agresor. El resto solía reconciliarse con su pareja. Yo veía a sus conocidos y a las mismas autoridades desanimarlas de denunciar. Ahí entendí que a muchas de las víctimas las paraliza el miedo y que no podemos simplemente indicarles que denuncien y salgan del peligro, sino que debemos acompañarlas y ayudarlas a hacerlo.
Ese es el apoyo que tratamos de dar en Kuyanakusun. Aquí también, entre nuestra población de Cercado de Lima, existen muchos casos de violencia. Solo en mayo de 2022 atendimos a 174 usuarios por este problema. Según la ley de salud mental, toda víctima de violencia tiene derecho a atención especializada y gratuita. Finalmente, en mayo de este año hemos implementado un equipo de profesionales que se dedicarán a estos casos. Pero por un año y siete meses, nosotros hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos. Por ejemplo, nos propusimos salir a rastrear los casos de violencia casa por casa, aunque sea una vez al mes. También visitamos las casas de los usuarios que atendíamos para observar el entorno en el que viven. A veces hay más víctimas de violencia en un solo hogar o dinámicas complicadas con otros familiares que impactan en su evolución. Incluso conocer su situación económica nos ayuda a determinar la clase de seguimiento que necesitarán. Algunos abandonan sus tratamientos porque no tienen para pagar el pasaje para venir a sus consultas. La precariedad es un factor determinante.
Eso es lo que más me gusta de la atención comunitaria. Nos obliga a reformular al paciente: ya no lo vemos como una persona que llega al hospital y tiene un problema que puedes o no puedes tratar. Mas bien, lo vemos como alguien que pertenece a una familia y, a su vez, a una comunidad y todos esos elementos pueden ser su red de apoyo. Al considerar los determinantes sociales, podemos avanzar más. En el centro tenemos varios casos de progreso. Una usuaria, por ejemplo, ha podido independizarse de su agresor. Gracias a una asociación de Madres Adoratrices del distrito, ella recibió talleres textiles y ahora tiene un emprendimiento de accesorios para mascotas. La vida familiar de otra señora ha mejorado bastante desde que empezó terapia. Ella era la agresora, pero se comportaba así porque de niña también experimentó violencia. Era el único modelo que conocía. A veces los profesionales de la salud estamos expuestos a tanta adversidad que puede ser desbordante, pero esas historias son las que nos motivan a seguir trabajando. Son como rayos de luz que aparecen en la oscuridad.
Editado por Stefanie Pareja