América Latina asoma la cabeza

El hambre y el desempleo se imponen a la pandemia

Desde hoy y hasta el 30 de junio, los colombianos pasarán de la cuarentena al “aislamiento inteligente”. Esta nueva medida del gobierno prioriza  la reactivación del comercio, el servicio doméstico y los servicios profesionales.

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La necesidad económica ha empujado a algunas familias del barrio Santafé, en Bogotá, a colgar trapos rojos en sus ventanas como un llamado de auxilio.
Foto: Cuestión Pública

Hay lugares de Colombia que en este mismo instante son una ebullición de vendedores ambulantes, puestos de frutas, hilera de motos estacionadas a los lados, taxis en medio de la vía, romería de caminantes en las aceras o en medio de la calle.

El ambiente se inunda con bullicio, reverberación, tensión, escándalo musical, frutas en venta, olor a café, aguas aromáticas de hierbas; el domiciliario que va y viene.

Un momento: ¿Colombia no estaba en cuarentena desde el pasado 24 de marzo? Sí, pero ocurre que de a poco el paisaje dejó de ser el de las plazas emblemáticas sin gente, instantáneas de película apocalíptica.

Al ritmo de las medidas del Gobierno, que decidió activar diversos sectores económicos, el pánico del virus pareció asentarse.

Con cerca de 70 días bajo emergencia y confinados, el bullicio regresó a pequeñas dosis a las calles y con él Colombia transita hacia lo que parecen ser los últimos días de esas postales solitarias y silenciosas.

Es que por muy difíciles que sean las cifras de contagio, por más que aumenten de a mil casos por día, como está sucediendo a finales de mayo, nada parece atajar al 47 por ciento de la población que sobrevive a punta de trabajo informal.

La falta de empleo y de ingresos para comer obligó a mucha gente a sacar pañuelos rojos en señal de ayuda. Al principio eran pocas las prendas rojas que colgaban en las casas. Pero con el paso de los días, la solidaridad no alcanzó y se convirtió en una marea roja que se regó por varios barrios de la capital.

Es por eso, por la urgencia vital de llevarse algo cada día a la mesa, que en Bogotá ya salen a las calles más de dos millones de habitantes, según datos de la alcaldía.

Es por esa urgencia que el Gobierno no tuvo más opción que empezar a reactivar diversos sectores económicos desde mediados de mayo. No había manera de contener la tensión provocada por la parálisis a la que se han enfrentado micro y pequeños empresarios que clamaron por ayuda para pagar sueldos, para salvar la mayor parte del 90 por ciento del empleo que aportan al país.

Nunca hay que subestimar el poder de la angustia y la zozobra económica, el aguante de 70 días bajo emergencia.

El Gobierno ha anunciado que a partir del 1 de junio y hasta el 30 se buscará que todo retorne a la supuesta normalidad, con un registro de poco más de 28 mil 200 contagiados con el virus, según el Instituto Nacional de Salud.

Se continuará en cuarentena, sí, pero se llamará “aislamiento inteligente”, un plan mediante el cual se activarán actividades económicas como el comercio, el servicio doméstico y los servicios profesionales.

No hay cómo anticipar qué tanto cambió la vida. Por ahora es preciso decir que sin tapabocas no es posible salir a la calle. Su uso es obligatorio por disposición oficial. Aunque en las calles se puede ver gente que no lo usa.

A las entradas y salidas de espacios públicos, como los centros comerciales, se han instalado protocolos de medición de temperatura corporal con aparatos tipo pistola que apuntan a la frente y arrojan el dato para cada una de las personas que ingresan; a partir de 36º quedan registrados los datos personales en planillas. En los accesos siempre se cuenta con alcohol. Está prohibido ingresar sin una dosis en las manos.

La libre circulación se convirtió en un tema de filas con distancias de dos metros, sobre todo para acceder a lugares donde se adquieren alimentos, bancos y servicios de oficina.

Al juntar estas imágenes con la escena inicial, tenemos la portada ampliada de la cuarentena de un país en el que, al menos en el plano formal, el virus tiene la apariencia de estar controlado y vigilado. Y, por eso mismo, el Gobierno se atreve a dar pasos en las calles que reflejan más firmeza. Pero se cree que lo peor está por llegar, según expresan organizaciones como la Federación Médica Colombiana.

El calendario de las universidades y sus clases por zoom vive sus últimos días. Los centros educativos plantean un regreso moderado a las sedes, con un alto porcentaje virtual.

La movilización en el sistema de transporte masivo reducirá el ritmo: sólo al 35% de su capacidad. Las fronteras siguen cerradas y por ahora no hay señales del retorno de los vuelos internos.

Se permitirá que la población salga algunos días, algunas horas, a realizar actividades al aire libre, pero los bares y las discotecas permanecerán cerradas. Los eventos masivos, públicos o privados, seguirán prohibidos.

En pocas palabras: habrá más vida productiva, pero la vida social seguirá confinada.

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Conforme pasaban los días, la sociedad colombiana se fue llenando de “perlas”, como estas tres:

1) Bajo una primera declaración de emergencia, el Gobierno emitió la alucinante cifra de 88 decretos para hacer frente a la COVID-19. Una segunda medida de Emergencia Económica, Social y Ecológica se firmó el 6 de mayo, mes en el que ya se cuentan otros 11 decretos más.

2) La población de más de 60 y 70 años fue la más sometida al encierro obligatorio desde el 24 de marzo. Para este grupo sí hay medidas estrictas de encierro que se extenderán hasta el 31 de julio. Hay denuncias de que la atención a la epidemia dejó fuera las necesidades propias del adulto mayor.

3) Unas muertes se encimaron a otras. Casi todos los días de la cuarentena se conoció el asesinato de un líder o lideresa social. Emergieron también los memes por noticias que encendieron la mecha de la indignación, como el contrato por 3 mil 500 millones de pesos para mejorar la imagen del presidente en plena pandemia. Se dispararon las alertas por carencias de equipos para el personal de salud y por la necesidad de un mayor número de pruebas rápidas, pero el presidente Iván Duque pensaba en su imagen.

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La pandemia nos ha enfrentado de nuevo con la muerte. De 1958 a 2012 el conflicto armado en Colombia causó la muerte de 218 mil personas. ¿Qué podría asustarnos más que la guerra? ¿Qué podría asustarnos más que la muerte misma?

Existen semejanzas entre la pandemia y el conflicto armado. Hay parálisis económica, por ejemplo. Más de 3 millones 200 mil personas se han quedado sin trabajo. Una cifra que se parece mucho a la de 2002, cuando el paramilitarismo se encontraba en auge.

El virus trae el recuerdo, actualizado incluso, del viento que recoge arena y polvo y corre solitariamente por calles y plazas que, a fuerza de fuego y metal, quedaron vacías e impregnadas de olor a muerte. No es lo mismo, pero se parece.

La muerte rondaba tanto por el narcotráfico y el conflicto armado que ese suceso, quizá el más importante para un ser humano, pasó a ser un número más. Muchos de los familiares de las 218 mil víctimas del conflicto armado nunca supieron lo sucedido con sus seres queridos. Tampoco lo supieron las familias de las 25 mil víctimas de desaparición forzada. Y la prensa no se preocupó demasiado en ese momento por contar sus historias.

Ahora los días son otros, pero, de igual manera, se requiere saber quiénes eran, cómo y en qué circunstancias han muerto las 890 personas que hasta el 29 de mayo han fallecido a causa de la COVID-19.

Colombia, entonces y hoy, ha enfrentado la muerte a distancia por distintas circunstancias.

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Si en Europa la vida pareció cantar como rechazo al encierro, en Colombia aún se agitan, rasgadas por el viento, las prendas rojas que aparecieron como símbolo del hambre en cuarentena.

El sonido del viento estremece los vidrios de las ventanas del apartamento que habito. Afuera, no muy lejos, se escuchan las risas de dos personas que se detuvieron a conversar. Eso no sucedía desde hace un par de meses. Me asomo a la ventana.

Una pareja se ha sentado en el parque, como en picnic. Hasta ahora son los únicos que he visto que se atreven a tomarse un rato para contemplar la tarde. Llevan tapabocas y se los acomodan para beber algo que supongo es café. Están sentados con las piernas extendidas y miran hacia adelante. Parecen disfrutar el viento que advierte que junio, finalmente, ha llegado.

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