La gente volvió a las calles. El 20 de mayo de 2020, Guayaquil se convirtió en una viuda que se levanta el manto y apreta los labios: el horror es indeleble pero la vida sigue. El puerto de cerca de tres millones de personas, hervidero comercial y epicentro de la pandemia en el país, cambió su semáforo de movilidad de rojo a amarillo. Según las normas que rigen la emergencia sanitaria, la reapertura gradual de Ecuador y su maltrecha economía es decisión de cada ciudad y debe seguir la lógica de la ubicua señal de tránsito: en amarillo termina la forma más severa de la cuarentena.
La cautelosa lucecita intermedia inaugura ese escenario que nadie sabe bien de qué trata, pero del que todo el mundo habla: la nueva normalidad. En la versión ecuatoriana, significa retomar el trabajo presencial, pero sólo con la mitad de los empleados presentes. El toque de queda, que antes empezaba a las dos de la tarde, se extiende hasta las siete de la noche. Pero la realidad ha rebasado los planes estatales. “Esta ciudad está en verde hace días”, dice un funcionario municipal que habla a condición de anonimato.
La pandemia no está controlada ni por asomo, aunque muchos sienten que lo peor ha pasado: hay que salir a trabajar, a vender, a negociar. El miedo se desvanece con las semanas; el hambre, todo lo contrario.
Han transcurrido 75 días desde que el Ecuador se recogió sobre su vientre y se encerró. El 16 de marzo de 2020, el presidente de la República declaró al país en emergencia “por calamidad pública nacional”. Los aviones se quedaron en tierra, los buses no salieron de sus estaciones, los edificios de oficinas se vaciaron y los patios de las escuelas se inundaron de silencio. Pero como en el cuento de Edgar Allan Poe, la plaga habitaba ya dentro del claustro.
Como hace cinco siglos, llegó de España. El 14 de febrero, mientras las parejas hacían filas sin distancias sociales ni barbijos en restaurantes y hoteles, y las flores llegaban a casas y oficinas en manos de repartidores sin trajes herméticos, y los amigos y las amigas se saludaban con besos y abrazos en las barras y en las veredas, una mujer se bajó de un avión en Guayaquil.
Tenía 71 años y unos grados de fiebre. Viajó cientos de kilómetros y visitó a decenas de parientes. Muy pronto fue bautizada como la “paciente cero” y las redes sociales se rebosaron de su propia sustancia compartiendo sus fotos y videos más íntimos, al punto de que su familia tuvo que rogar por clemencia.
Un mes después de haber llegado a Ecuador, la paciente cero murió de la COVID-19. Pero ella, dicen los epidemiólogos, sólo era el punto de partida conocido. Entre el 1 de enero y el 14 de marzo de 2020, más de 38 mil personas entraron a Ecuador por aire y mar desde España.
Los férreos lazos que unen a ambos países están fundados en la crisis de hace 20 años, cuando otra plaga —la de la avaricia, el descontrol y la corrupción— produjo la más grave crisis económica de la historia nacional, que desembocó en la migración de más de dos millones de personas.
Un estudio reciente descubrió, además, que el virus halló otras puertas ‒más pequeñas pero igual de abiertas‒ en Rumichaca, en la frontera con Colombia, y en Huaquillas, en el límite con Perú.
En el peregrinaje de este Gólgota nacional que ha durado dos meses y medio, la COVID-19 ha matado, según las cifras oficiales, a 3 mil 334 personas. Otros 2 mil 129 fallecimientos están catalogados como sospechosos. Pero en cementerios, funerarias, y hasta en las casas y las calles, la cuenta rebasó de largo ese número.
A finales de marzo, el horror se había hecho carne y se paseaba por Guayaquil como un jinete bíblico. La gente moría en sus casas, en los hospitales y en las veredas. Se desplomaba antes de ingresar al hospital. Cientos dejaron a su padre, a su madre, a su tía, a su abuela, al cuñado, en la puerta de una emergencia. Se despidieron sin poder tocarlos y nunca más los vieron vivos.
La ciudad se convirtió en sinónimo de lo macabro: por el mundo dieron vueltas imágenes de los cuerpos sacados en féretros improvisados y dejados a la intemperie. Hacía días que sus familiares los habían envuelto en sábanas y fundas, acomodándolos en las mismas camas en las que habían fallecido, sobre las que rociaron cal para contrarrestar el olor de la descomposición. Las funerarias privadas cerraron, incapaces de sostener el ritmo que la muerte exigía: 300, 400, 500 muertos diarios.
No había quién se hiciera cargo de los cuerpos. Sus familiares, dolidos y desesperados, tuvieron que romper el aislamiento obligatorio para recorrer morgues y contenedores refrigerados atestados de fundas negras. Buscaban a sus muertos. Pero en la mayoría de casos era en vano: no había cómo encontrarlos y no había quién ayudara a llevarlos a camposantos y crematorios.
Fueron tantos que se acabaron los ataúdes y empezaron a usarse féretros de cartón. Es difícil imaginar algo más indigno que ver pudrirse a un ser amado o tener que enterrarlo entre cuatro endebles paredes corrugadas.
La gente pedía a sus muertos y la gente pedía que la cuenta fatal fuera precisa. La cifra oficial era una mueca de la realidad. Hasta que el Registro Civil, el órgano estatal que inscribe nacimientos, casamientos, divorcios y defunciones, reveló que en Guayas, la provincia donde se ubica Guayaquil, hubo casi 11 mil decesos en marzo y abril: tres veces más que en enero y febrero. Eran tantos y tanta la ineficiencia que muchos cuerpos se perdieron.
El paroxismo del absurdo llegó a ser tal que una mujer que había sido declarada muerta y sus cenizas entregadas a su familia, reapareció al pie de su casa unos días después. Nadie sabe aún de quién eran los restos que entregaron a sus hijos.
Como si eso no fuera suficiente, como si la plaga estuviese determinada a no llegar sola, durante esos 75 días el precio del principal producto de exportación ecuatoriano, el petróleo, cayó por debajo de cero por primera vez en la historia. Además, al país se le rompieron sus dos oleoductos por un socavón de tierra en la Amazonía, donde otra tragedia se cuece lentamente.
Al menos 150 mil personas se quedaron sin trabajo y se estima que la pérdida acumulada de 2020 será de 12 mil millones de dólares ‒la mitad de los ingresos del país‒.
Tras los peores días de la crisis de los cadáveres, empezó a supurar uno de sus males crónicos: la corrupción. Una red de sobreprecios y tráfico de influencias en los hospitales del país quedó en evidencia cuando se supo que, entre otras cosas, había contratos para comprar equipos de protección con sobreprecios de hasta 9 mil por ciento.
Aun entonces, la gente volvió a las calles. Mucho antes de lo que las autoridades están dispuestas a admitir. A seguir buscando a sus muertos: hasta el 18 de mayo, 90 cadáveres seguían sin ser identificados en Guayaquil. La gente volvió a la calle a intentar salvar a sus enfermos: decenas de pacientes con condiciones crónicas y catastróficas no han recibido sus tratamientos desde finales de febrero.
La gente volvió a las calles para escapar (aunque sea por unas horas) de sus hermanos golpeadores, abuelos violadores y maridos asesinos con los que habitaron un claustro que fue un agujero negro violento, desde el cual los pedidos de auxilio eran imposibles y que contaba 12 asesinatos de mujeres y 10 de niños al 21 de mayo.
La gente volvió a las calles con barbijos y guantes. Algunos lograron incluso tomárselo con humor: “Esta es la oportunidad de los feos con ojos bonitos”, bromea, acomodándose la mascarilla, el yerno de un hombre que estuvo 31 días en cuidados intensivos y, al final, logró sobrevivir al virus. La vida es un cúmulo de risas, llantos, silencio y esfuerzos.
La gente salió a las calles porque tiene que ganarse la vida. “Si yo no trabajo hoy, yo no como”, dice un vendedor callejero en Quito. Otro, un migrante que cuida carros, formula una aritmética de la supervivencia: “En el pueblo de donde yo vengo, me dio cuatro veces malaria. Si sobreviví a eso, sobreviviré al coronavirus”.
Darío Figueroa, un hombre que tuvo que hacerse un traje protector de fundas de basura para buscar el cadáver de su madre en la morgue de un hospital en Guayaquil, sabe que salir es lo único que puede hacer. “Yo hago lo que tenga que hacer para sobrevivir. Si tengo que hacer de albañil, hago; si tengo que ser gasfitero o electricista, soy; y si tengo que vender cosas en la calle, las vendo”.
El recuerdo de lo espeluznante está tan vivo como en los días en que los muertos se contaban de 500 en 500, pero imaginar el futuro es casi tan sobrecogedor. Lo primero no tiene remedio: no hay vacuna ni tratamiento. Lo segundo, al menos para mucha gente, sí: volver a las calles.