El rostro de una Bolivia que resistía a la pandemia empezó a mostrar sus grietas en la última semana de mayo tras dos meses de encierro.
El sábado 21 de marzo, antes de que empezara la “cuarentena total obligatoria”, fue el último día en que la gente tuvo permiso para circular sin que policías y militares rondaran por las calles del país, vigilando el cumplimiento de la libertad en pausa.
Las imágenes se repitieron: los mercados populares y supermercados se saturaron de personas que aguardaban turno para comprar alimentos y artículos de limpieza; los sonidos de la epidemia lo cubrieron casi todo: ruidos desesperados que emergían de las bocinas de los autos; pasos acelerados en todas direcciones.
Luego, poco a poco, se asentó el silencio y comenzó a dominar los espacios. La vida a contrarreloj en un solo día.
No se sabía entonces, aunque tampoco ahora, qué vendría. Lo único cierto era que la epidemia había arribado al país. Y también que no hubo tiempo de prepararse para nada. La cuarentena cayó de golpe, de un día para otro.
Ese sábado la presidenta interina Jeanine Añez tomó por sorpresa a sus compatriotas por dos razones: por la premura del anuncio y porque blandió argumentos religiosos contra la COVID-19 y les pidió arrepentirse de sus pecados.
“Pido a ustedes unirnos en una oración permanente. Este domingo inicia una cuarentena total y pido que podamos realizar un ayuno en oración, arrepentimiento y fe, para que sea nuestra mayor arma de lucha contra esta enfermedad”, predicó la también candidata presidencial.
A partir de entonces, el temor y la incertidumbre empezaron a gobernar sobre el país. Y eso se reflejó de diversas maneras. Una de ellas fue la elaboración de letreros improvisados que los propietarios de los comercios instalaron a las carreras.
Por ejemplo, el colocado en la fachada de una tienda de artículos de moda ubicada en una céntrica calle de la ciudad de Cochabamba. Escrito en mayúsculas y letra firme, anunció: “¡VOLVEREMOS CUANDO ESTO PASE!”.
El aviso a unos potenciales e intangibles clientes escondía esperanza más que certeza.
Aun así, el panorama en Bolivia no lucía tan gris. En el resto de los países de la región los casos positivos de la COVID-19 se contaban por centenares cada día, pero en Bolivia no sobrepasaban los 50 y los fallecimientos siempre se contaban en menos de 10.
El Gobierno alardeaba de que esos números eran resultado de las estrictas medidas asumidas a la llegada del coronavirus a Bolivia, cuando dos mujeres provenientes de Italia arribaron a territorio nacional el 11 de marzo y lo trajeron con ellas.
Ningún sacrificio parecía ser demasiado alto a cambio de proteger la salud y la vida, pero conforme transcurrió el tiempo se hizo más complicado mantener a una familia desde casa.
Dos semanas después de que la gente se refugió, las preocupaciones básicas comenzaron a poner en jaque a la economía local: números rojos en las pequeñas y medianas empresas, denuncias de despidos y protestas de sectores para reactivar la economía.
El gobierno de la presidenta interina respondió con la entrega de un bono para las familias cuyas hijas e hijos asistieran a las escuelas públicas: 72 dólares por cada uno de los que estuviesen matriculados.
También lanzó la promesa de poner en marcha un “plan de empleo masivo” y pospuso el pago del impuesto a las utilidades, además de prohibir que se cortaran los servicios de agua y gas a los hogares mientras durara la cuarentena.
Llegó la segunda quincena de abril. Los números de la epidemia parecían estar bajo control: 53 personas fallecidas y más de mil contagiadas con el virus.
Y esa fue la ocasión para que la presidenta interina se colocara frente a una cámara y, vestida de blanco en un ambiente al aire libre, grabara un nuevo mensaje en el que daba cuenta de que más allá de las acciones de su Gobierno para enfrentar la emergencia sanitaria, se encontraba la voluntad divina:
“Hoy quiero enviarles un mensaje de fe porque para Dios nada es imposible y estando con él vamos a vencer esta pandemia”, dijo en un mensaje dirigido a las y los ciudadanos difundido en la televisión local.
Y los convocó a acciones de resistencia contra el virus: “El día de mañana quiero que sea un día de ayuno y oración en familia. Porque como dice su palabra (Isaías 41:13), ‘Yo soy Jehová, tu Dios, quien te sostiene de la mano derecha y te dice no temas, yo te ayudo’. Ayunemos y oremos y estaremos a salvo”.
Esa resistencia no tuvo mucho que ver con otra clase de resistencia, la de la población que poco a poco fue incurriendo en desacato, justificado por la necesidad de sobrevivir, en un país en que 65% de la población se mueve en el empleo informal, según un estudio de la fundación Konrad Adenauer.
Inés Villca fue una de las personas que salió a las calles, pese a los controles policiales. Casi escondida en una zona estratégica de la ciudad de Cochabamba, se aferraba a su modesta canasta con pan. Confesó tímidamente haber burlado las inspecciones de la Intendencia e intentar “ganarse algo” para llevar alimentos a sus cinco hijos. “Tengo que vender, pero me da miedo salir porque controlan por esto de la cuarentena”.
A riesgo de ser multada, decidió que ya no podía permanecer más tiempo en su hogar, a pesar de que lo que obtenía por la venta clandestina no llegaba ni a 10 dólares. ¿Y los bonos? “Un día fui al banco para intentar cobrar y me dijeron que no podía. Necesitaba papeles de mis hijos. Yo no tengo eso. Supongo que esa plata no es para mí”, dijo, visiblemente resignada.
Como ella, muchos se reencontraron con la calle, a pesar de que las restricciones impuestas sólo les permitían salir a comprar ciertos días, y hasta el mediodía, de acuerdo con el número de carnet de identidad.
Con los días, los espacios públicos se fueron repoblando. La venta informal se convirtió nuevamente en el oficio del rescate. Los que antes ofrecían celulares, adornos de hogar, ropa y comida callejera, se convirtieron en comerciantes de barbijos, máscaras, guantes y todo material de desinfección, incluso caseramente elaborados.
La carta blanca expedida por el Gobierno para asomarse a la normalidad fue la denominada “cuarentena dinámica”, una medida que flexibilizó el confinamiento desde el 11 de mayo, de acuerdo con tres niveles de riesgo: alto, medio y moderado.
Desde entonces, y casi inadvertidamente, las cifras en los reportes médicos se han disparado: el dato oficial más reciente indica que existen más de 8 mil 731 contagios y 300 fallecimientos, develando lo que se temía: estar frente al riesgo de colapso del sistema de salud público.
Las cifras oficiales fueron puestas en duda y se ha cuestionado que el número de pruebas (120 por día para una población de más de 11 millones de habitantes) es muy reducido.
Las carencias del sistema de salud han aflorado: médicos piden, con carteles en las manos y barbijos simples en los rostros, indumentaria adecuada para atender a pacientes afectados por la COVID-19; hospitales sin camas suficientes en las Unidades de Terapia Intensiva; laboratorios sin reactivos; más policías, periodistas y personal de salud contagiados y el destape de un caso de presunta corrupción por la compra con sobreprecio de respiradores en plena emergencia sanitaria.
En junio, cuando se decida la forma en cómo saldremos de nuevo a la calle, tal vez las máscaras no nos dejen reconocernos, pero seguro encontraremos los viejos problemas de nuestra vida de antes, esos que siempre estuvieron ahí.