En Chile todo el mundo adelantó que marzo sería complicado. No por la pandemia, sino porque los estudiantes volverían del receso de verano y se reactivaría la intensidad de las protestas que estallaron en octubre de 2019, cuando un millón de personas salió a las calles a manifestarse por un cambio profundo al sistema neoliberal, exigiendo lo que una pareja de artistas proyectó en la noche sobre un icónico edificio en la plaza de los manifestantes: “Dignidad”.
Marzo llegó, pero muchos estudiantes nunca regresaron a las aulas, o estuvieron allí muy poco tiempo, porque el segundo día del mes se notificó el primer contagio por la COVID-19. Unas semanas después, agrupaciones de la llamada “primera línea” anunciaron que se retirarían de las calles.
Desde octubre enfrentaban a la policía, lanzándole piedras arrancadas de las veredas, arrojando de vuelta bombas lacrimógenas y encendiendo barricadas. “Nuestra bandera de lucha es la protección del pueblo y somos conscientes de la crudeza del coronavirus”, explicaron.
Al día siguiente, el presidente Sebastián Piñera decretó Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe por la emergencia sanitaria. Los militares salieron a la calle y se dictó toque de queda: las avenidas quedaron vacías entre las 10 de la noche y las cinco de la mañana.
Durante casi un mes y medio las protestas desaparecieron. Hasta el lunes 18 de mayo, cuando vecinos de la comuna de El Bosque, en Santiago, salieron a manifestarse por la falta de alimentos y trabajo, luego de un mes en cuarentena, acusando a las autoridades de no darles ayuda. Levantaron barricadas y el cuerpo de Carabineros llegó con sus carros lanza agua y lanza gases.
En la tarde, un grupo de personas saqueó una distribuidora de gas y se registraron protestas en diversas comunas del Gran Santiago, una zona con 6 millones y medio de habitantes por primera vez en cuarentena total, en la región que concentra 8 de cada 10 contagios del país.
Esa misma noche, los hermanos Andrea y Octavio Gana, artistas visuales fundadores del estudio Delight Lab, dedicado a la experimentación en torno al video, la luz y el espacio, se colocaron de nuevo detrás de los aparatos y proyectaron otra palabra sobre el edificio en la plaza rebautizada como Dignidad. Esta vez decía: “Hambre”.
Dos meses antes, cuando había menos de 300 casos confirmados de la COVID-19, un grupo de alcaldes, el Colegio Médico y más de 20 sociedades científicas pidieron al gobierno chileno que decretara cuarentena total para frenar el avance del virus.
"¿Y quién se va a preocupar de la generación eléctrica, del agua potable, de los medicamentos? Hay que preocuparse no solamente de cómo protegemos la salud de los chilenos (sino también de cómo) los abastecemos de los bienes y servicios básicos para la vida”, respondió el presidente Piñera, quien recibió la pandemia con el nivel de aprobación más bajo de un mandatario desde el regreso a la democracia: 6%.
Las redes sociales se llenaron de comentarios y acusaron al gobierno de colocar la economía por encima de la vida humana. “Lo que se está diciendo es absurdo. Es una medida desproporcionada”, argumentó el ministro de Salud.
“Las cuarentenas producen hambre, miseria, conmoción social, aumento de los asaltos, de violencia intrafamiliar. (...) Son instrumentos que hay que usar con mucho cuidado”, diría meses después.
El 14 de abril, sin protestas en la calle, el ministro afirmó complacido: “Me atrevería a decir que se ha logrado aplanar la curva”. Chile había puesto en práctica un original sistema de cuarentenas dinámicas donde el confinamiento sólo afectaba a ciertas comunas, o a sectores dentro de ellas, y estaba siendo reconocido a nivel internacional por su baja tasa de letalidad.
Luego de seis semanas desde que se detectó el primer caso, el país había lamentado la muerte de 94 personas, un número bajo comparado con otros países de la región.
Unos días más tarde, cuando se reportaban más de 8 mil 800 contagios, el presidente Piñera ordenó el regreso paulatino de los empleados públicos a las oficinas, despertando un profundo rechazo por parte de la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales. También habló de una “nueva normalidad”, que incluía un retorno gradual a clases que debía darse “lo más luego posible”.
La subsecretaria de Salud se sumó al optimismo. Dijo que se podía salir a tomar café con un máximo de cuatro amigos y se permitió la apertura de un centro comercial en la acomodada comuna de Las Condes, que tuvo que cerrar al día siguiente porque en 24 horas se reportaron casi mil contagios, la mayoría en la Región Metropolitana.
El Gobierno daba a la ciudadanía una cuestionada señal de seguridad y los fallecidos casi se duplicaron en ocho días.
Jóvenes de la “primera línea” de las protestas salieron de nuevo a la calle, esta vez equipados con guantes, paños y rociadores con cloro. Usando capuchas, desinfectaron los pasamanos de escaleras mecánicas y vagones de las mismas líneas de metro que seis meses antes habían sido incendiadas en medio de la revuelta de octubre. “El pueblo ayuda al pueblo”, decían mientras algunos pasajeros les aplaudían. “Lo que no hace Piñera lo hacen ustedes, chiquillos”, les gritaban de vuelta. Su crítica era clara: “Los trabajadores de los barrios bajos son los que están saliendo a la calle, porque se mueren por coronavirus o se mueren de hambre”.
A los pocos días todo cambió. Hubo más de mil 400 contagios en 24 horas. El ministro de Salud llamó a la calma: “La infraestructura hospitalaria está muy holgada y puede tolerar un aumento muy significativo de casos, que en mi opinión no va a ocurrir”.
Dos días después, el Gobierno decretó cuarentena total en el Gran Santiago.
El hospital El Pino se vio sobrepasado el 18 de mayo. “Estamos colapsados, las 31 camas UCI están ocupadas”, aceptó esa noche el jefe de urgencias. Once ambulancias hacían sonar sus sirenas a modo de protesta.
“Todos los pacientes que requieren una cama en nuestro país la van a tener”, intentó tranquilizar la subsecretaria de Salud y recordó que al comienzo de la pandemia el Gobierno decretó que las redes pública y privada de salud se integrarían para tratar a pacientes COVID-19. A esa fecha había 455 ventiladores disponibles y más de 4 mil pacientes hospitalizados, 134 de los cuales se encontraban en estado crítico.
Hoy, 29 de mayo, la epidemia sigue en ascenso: casi 91 mil casos confirmados y 904 fallecimientos.
Los feriantes, vendedores ambulantes y trabajadores informales quedaron sin ingresos. Para muchos, sobrevivir en Chile ya era duro. Hasta antes de la pandemia, la mitad de los trabajadores ganaba menos de 562 dólares al mes y las mujeres pensionadas recibían 266 dólares en promedio, en un país donde el precio del pan, las papas, el arroz y los huevos, entre otros alimentos básicos, es de los más caros de la región.
Para hacer frente a lo que llamó “la pandemia de la recesión”, el presidente Piñera anunció una serie de medidas, entre las cuales está la Ley de Protección del Empleo, que impide ser despedido si no se puede ir a trabajar por estar en cuarentena, pero no obliga al empleador a pagar el salario. Tampoco lo hace el Estado, sino el mismo trabajador: la ley autoriza que aunque no haya sido despedido, el trabajador puede retirar el dinero que ha acumulado en su fondo de cesantía.
Con el Gran Santiago en cuarentena total, el domingo 17 de mayo el mandatario anunció que se darían 2.5 millones de cajas de alimentos a familias de bajos recursos para evitar que salieran de sus casas. Pero los encargados de la operación calcularon que tomaría tres meses distribuirlas por la complejidad logística. Expertos explicaron que comprar al mismo tiempo 2.5 millones de paquetes de lentejas, por ejemplo, quebraría el stock nacional y al ser un producto importado, traerlo al país tomaría al menos 40 días.
Tres comunas recibieron primero las cajas, pero El Bosque, cuyos habitantes salieron a protestar por hambre, no fue una de ellas. La noche de esas manifestaciones, la pareja de artistas proyectó la palabra “Hambre” sobre la torre del edificio en la Plaza de la Dignidad.
Al día siguiente, un diputado oficialista pidió que se investigara al par de artistas que llevan 11 años usando luz para hacer intervenciones artísticas ante crisis sociales y ambientales. Octavio y Andrea recibieron amenazas, les hackearon sus redes sociales y subieron a internet sus fotografías y documentos de identidad.
Hambre. Esa es la palabra. La Comisión Económica para América Latina está preocupada porque teme que el enojo social en Chile sea mayor que el que originó el estallido de 2019. “La desigualdad y la pandemia han demostrado grandes deficiencias estructurales que se vienen arrastrando en materia de salud y protección social”, alertó Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de este organismo de la ONU.
En la noche del 19 de mayo, un camión sin placa, escoltado por Carabineros en pleno toque de queda, apuntó unos focos potentes para iluminar el edificio en la Plaza de la Dignidad e impedir que se leyera la palabra proyectada. Esta vez decía “Humanidad”.