Mi papá solía darme un beso cada vez que iba a trabajar, pero desde que cayó enfermo ya no pudo despedirse de mí. Él era brigadier de la policía y llevaba 35 años cumpliendo servicio para la PNP. Un día de finales de marzo amaneció con fiebre y dolor de garganta, y esto disparó nuestras alarmas. Junto con otros colegas de la Comisaría de La Victoria, le tomaron una prueba rápida para saber si se trataba del virus, pero los resultados tardaron días en llegar, cuando lo habitual es que los entreguen en un lapso de quince o veinte minutos. Mientras tanto, a pesar de que los síntomas fueron aumentando y a mi papá le faltaba la respiración, el comisario ordenó que siga laborando de manera normal.
Tres días después, en medio de una crisis respiratoria, papá fue al hospital de la policía y le sacaron unas placas. La doctora le dijo que tenía manchas en los pulmones, pero su trato fue tosco y a él le dio cierta desconfianza. Al día siguiente se acercó a la clínica San Vicente y se tomó las mismas placas, pero esta vez le explicaron que tenía ambos pulmones dañados por una neumonía. Era martes y en la comisaría le dijeron que debía trabajar. Mi papá siempre fue un oficial comprometido y no iba a desacatar la orden de sus superiores, pero para la mañana siguiente su estado se agravó y necesitaba internarse con urgencia. El nivel de oxígeno en su sangre saturaba 88, lo cual se considera una deficiencia respiratoria de alto riesgo. En medio de su asfixia, tuvo que esperar cuatro horas para recibir un balón de oxígeno en el Hospital Central de la Policía. Luego lo trasladaron a la Clínica Maison de Santé y siguió esperando a que lo atiendan sentado en una cama. Fue entonces que decidió coger su celular y grabar todo lo que estaba pasando. En el video que llegó a la prensa, mi papá aparece con una mascarilla de oxígeno en la boca, una tos persistente y una agitada respiración, pero también con la fortaleza de alguien que quiere ser escuchado.
La denuncia tuvo una respuesta inmediata: a las pocas horas empezaron a suministrarle la medicina que necesitaba. Pero las negligencias no se detuvieron ahí. A pesar de que la nutricionista indicó que su alimentación debía ser líquida, durante tres días recibió una dieta equivocada y esto rápidamente afectó su estómago. A partir de entonces todo empeoró. El domingo de Semana Santa le dijeron que la saturación había descendido hasta 85. Su cuerpo ya no producía oxígeno y necesitaba un ventilador lo más pronto posible. Aun así, tuvo que esperar un día entero para ingresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Hasta ese momento yo solía comunicarme con él por Whatsapp, pero desde que le colocaron el ventilador mecánico ya no recibí ningún mensaje. Lo último que me escribió fue: «Hija, me estoy ahogando». Una semana después, me llamaron para darme la noticia de su muerte. Papá partió a las seis de la mañana con una fiebre de 42 que nunca disminuyó.
Un día antes, a mi mamá la internaron en la misma clínica. Llevaba más de una semana con fiebre y tos seca, pero para el 16 de abril, dos días antes de que papá falleciera, ella ya no podía respirar. La llevé al Hospital Augusto B. Leguía y, como el lugar estaba abarrotado, le dijeron que espere en el patio. Mi mamá tuvo que pasar la noche a la intemperie en un asiento de plástico y sin balón de oxígeno. Entonces, como mi papá, decidí hacer un video y denunciar la terrible atención a los policías durante esta pandemia. Registré a los oficiales ahogándose en el patio y luego a mi mamá sentada en una esquina. El video se viralizó y muy pronto logramos trasladarla a la Clínica Maison de Santé, en donde papá falleció horas después. Hasta ahora, la evolución de ella ha sido positiva, no tiene fiebre y su respiración se ha estabilizado, pero aún tiene una tos preocupante y los doctores le quieren dar de alta sin tomarle otra vez la prueba rápida.
Hace unos días recibí las cenizas de mi papá. Se supone que iban a realizar los honores correspondientes en ese mismo instante, pero solo me entregaron el cofre y se marcharon. Siento que aún queda mucho por luchar. Todos los días exijo a la clínica que me devuelvan su celular y la Biblia que lo acompañó en esas últimas semanas. Mi papá era un hombre fuerte y yo aprendí de él esa fortaleza. Con su sabiduría me enseñó la dignidad y el respeto, y por eso estoy segura que sabe lo mucho que batallé para que recibiera una atención digna. A veces, en medio del huracán que se ha convertido mi vida, trato de hablarle en secreto y le pido que regrese para despedirse de mí, para que me dé un último beso y pueda guardarlo en mi piel hasta que en algún momento nos volvamos a encontrar.