Antes de que aparezca el problema del coronavirus, nuestro mayor miedo era que nos atropelle un carro. Yo trabajo barriendo distintas calles de Lima en el turno de día, por eso me toca empujar mi tacho de basura cuando las pistas están repletas. Nosotros estamos barriendo, a veces de espalda al tránsito, y hay choferes que se descuidan y hasta se trepan a las veredas. El año pasado, después de Navidad, casi me agarra un carro pero felizmente una compañera me jaló y evitó que el chofer me estampe contra una pared. He visto esas desgracias. Ahora, en cambio, las calles están más vacías pero tenemos un miedo distinto. Salimos a limpiar ese camino por donde se pasea un virus que es muy contagioso. Yo trabajo seis días a la semana, ocho horas por turno, cada uno de esos segundos es una amenaza para mí. He escuchado que hay quienes se enferman de COVID-19 y están como si nada, no se les nota, mientras que otros hasta se asfixian.
Aunque estamos en cuarentena, todos los días me cruzo con bastantes personas en mi ruta. Siempre ha sido incómodo que la gente escupa al suelo pero ahora es aun peor. Más allá del asco, es peligroso. Los limeños lo hacen mucho. También creo que algunos piensan que si recogen las heces de sus perros se contagiarán de coronavirus porque hay mucha regada en el camino. Hace unos días, mi compañera y yo nos sentamos en una cuadra de Emancipación a almorzar. Sacamos nuestros tapers de comida cuando, de pronto, una señora salió de una casa a gritarnos. “Lárguense de mi calle o las bañaré con lejía”, nos dijo. Nosotras habíamos estado limpiando su cuadra para que ella esté más segura, ¿por qué nos diría algo así? Cuando trabajas en mi rubro la indiferencia es habitual, hasta el presidente se olvida de nosotros. En sus discursos menciona a los doctores, enfermeras y personal de limpieza pero solo de hospitales. A ellos se les promete bonos y a nosotros, los encargados de las calles de Lima, nada.
Sin embargo, yo prefiero el buen humor antes que la amargura. Eso me mantiene fuerte. Hay vecinos que me ofrecen una botella de agua, me agradecen cuando me ven escobillar el suelo. Creo que ahora se dan cuenta de la importancia de mi trabajo y del riesgo que siempre corremos. Cuando llego a casa, dejo mis zapatos en una tina de lejía. Entro de frente a la ducha y a desinfectar todo. Mis dos niños, una de 4 años y uno de 10, siempre quieren abrazarme. El mayorcito me dice que lo abrace no más, que no cree que le pueda pasar ningún virus. Yo les explico que los amo y que por eso no puedo tocarlos porque, por ahora, uno nunca sabe dónde está el peligro.