La primera vez que entré a la pieza de un paciente con COVID-19 sentí un frío en la espalda. Puse un pie en la habitación y pensé: “estoy metida en la jaula de los leones”. Pero hago esto porque es mi trabajo y me gusta, me preparé para ello. Ver a una persona que está en una cama conectada al ventilador mecánico mientras lucha por su vida te conmueve. Yo soy una mujer creyente entonces siempre le pido a Dios que me ayude a atender a esta persona y conseguir que se mejore.
Los pacientes que llegan desde la capital vienen con el rostro irreconocible. Algunos han estado en una camilla por días, sin aseo, con la cara hinchada, a veces están desfigurados. Muchos dicen que hay que evitar el contacto, pero yo sin sacarme los guantes ni la mascarilla, les toco sus manos y sus caras, porque son personas. A otros los conozco porque son de Rancagua y los he atendido antes de la pandemia. Recuerdo a un viejito que ya estaba más recuperado y sin el tubo del ventilador. Me acerqué y con mis manos le toqué el rostro. Sus ojos se emocionaron. No había sentido ese contacto en muchos días, me dijo. Me emocioné yo también porque me hizo imaginar a mi padre.
Aunque nos enfrentemos a un virus tan contagioso es importante mantener el contacto con nuestros pacientes porque están asustados. Las enfermeras entramos a la habitación llenas de caretas, con guantes, completamente tapadas, y los pacientes están en una camita, mirándonos con ojos temerosos. Hay que darles apoyo moral, contarles un chiste, conversar un poco. Ahora es más difícil debido a que muchos están sedados, pero yo igual les hablo, porque recibes llamados de los familiares y tú notas la voz angustiada al otro lado del teléfono. ¿Cómo está mi mamá?, ¡dígale que estamos acá!, te piden. Eso me aprieta el alma. Entonces yo les hablo mientras les hago el aseo bucal, les pongo los medicamentos, les arreglo la sonda. Les digo que están bien y que van a salir adelante, que sus familiares están pendientes de ellos. Llevo 26 años siendo enfermera, pero nunca me voy a olvidar de lo que me enseñaron: el oído es lo último que se pierde.