Desde que empezó la pandemia hay días en los que trabajo las veinticuatro horas. En ese tiempo me cambio tres veces de traje y solo me detengo para comer o descansar una hora. A veces incluso menos que eso, porque me toma treinta minutos quitarme y ponerme el buzo especial. Cuando acaba mi jornada, regreso a casa para descansar por tres días, pero eso es un decir. La mayoría de los enfermeros tenemos problemas de sueño y a lo mucho cerramos los ojos dos o tres horas de corrido. Aunque no esté en el hospital, me levanto muy temprano de la cama, casi siempre inquieto y en alerta. No dejo de pensar todo el tiempo si he traído el virus en la ropa a pesar de los protocolos de seguridad.
Cuando el cansancio nos gana, logramos dormir sentados en alguna silla del hospital. Allí no hay un área específica para que el personal médico descanse. Entonces nos ponemos de acuerdo para dormir por turnos. Le aviso a un compañero que voy a cabecear un rato en la silla y luego él hace lo mismo. No nos quejamos, al contrario: es un privilegio hacer mi labor en estos tiempos de crisis. Pero al mismo tiempo sé que todo esto tendrá un efecto en mí más adelante. Me veo estable, pero no lo estoy. A veces pienso que los tres o cuatro meses que llevamos con la enfermedad nos cambiarán para siempre. Ningún hospital se ha preocupado por la estabilidad emocional de los enfermeros. Nadie piensa en eso porque se cree que es un asunto secundario, pero no lo es. Nosotros sabemos que después de esto ninguno será el mismo.
En los últimos meses mi trabajo se ha vuelto uno de los más arriesgados. Somos nosotros quienes tenemos más contacto con los pacientes. El doctor suele dar las órdenes y luego se va, pero el enfermero es el que se queda para entregar las medicinas, controlar la fiebre, colocar el ventilador mecánico. Sabemos que si caemos enfermos no habría personal para atender a los pacientes. Todo esto tiene repercute en nuestra calma. Pero hay instantes que sirven para darnos aliento. Yo, por ejemplo, vivo solo pero a veces paso con el auto frente a la casa de mi mamá y mi hermana, bajo la ventana y nos saludamos de lejos. Ese simple gesto es como un abrazo a la distancia, como un alivio, porque sé que todo mi esfuerzo, todas las noches sin poder dormir, valen la pena para mantenerlas a ellas a salvo.