Si hay algo que abunda actualmente en el Hospital de Yarinacocha es el miedo. El coronavirus es tan contagioso que todos creemos tenerlo. Aunque soy una profesional, no soy de fierro. Hay días en los que interiorizo los síntomas de mis pacientes. De pronto tengo tos o me pica la garganta. Ya me hicieron una prueba rápida y el resultado salió negativo. Aún así, ante la menor agitación no puedo evitar pensar “ya tengo COVID”. No soy solo yo. Ninguno de mis colegas duerme desde hace semanas. Tenemos tres doctores con casos positivos. Uno está en Cuidados Intensivos. El resto cubrimos sus guardias, sin perdernos un turno, porque nuestra profesión no se puede detener frente al temor.
Pero de esta nueva psicosis creo que la peor parte se la llevan los pacientes. Algunos tienen una saturación de oxígeno en la sangre mayor de 90%, un indicador normal, pero nos aseguran que no pueden respirar. Durante estos días, mi guardia se divide entre atenciones médicas y largas conversaciones con los pacientes. Por turno puedo llegar a atender un promedio de treinta. En el Hospital de Yarinacocha estamos trabajando en carpas. A diario tenemos que lidiar con la humillación de los familiares que no entienden que no tenemos pruebas rápidas, camas desocupadas, ventiladores ni siquiera un tomógrafo para sacar imágenes. Las personas tienen que pagar por ese servicio en otro lado.
La verdad es que yo tampoco entiendo por qué estamos tan abandonados. El gobierno da disposiciones que no se cumplen. Aquí las personas encaran problemas hasta para enterrar a sus muertos. Las funerarias les cobran un promedio de 2 500 soles para transportar a sus víctimas a la fosa común. Su impotencia no termina nunca. En el hospital no somos encargados de fiscalizar eso pero alguien debería hacerlo: ese desorden solo aumenta el dolor.