Aunque Sergio Sepúlveda nunca vivió en la misma casa con sus hijos, siempre fue un padre presente: todos los días, después del trabajo, viajaba una hora en micro para llegar a arropar a sus mellizos. Iba a las reuniones de apoderados, a los cumpleaños, a los bingos del colegio, a las consultas del doctor y del dentista. A veces se le hacía tarde dándoles de comer o ayudándolos con las tareas. Esas noches, Sergio esperaba varias horas en el paradero hasta encontrar algún transporte público que lo regresara a casa.
«Desde que fue papá, Sergio vivió la vida a través de los ojos de sus bebés», dice su madre. Ella aún recuerda su emoción cuando le contó la primera vez que bañó a Josefa y Tomás. “Me daba miedo secar el agua entre sus dedos porque son tan chiquititos”, le dijo. Ya con trece años, las necesidades de los mellizos cambiaron pero el entusiasmo de Sergio por ayudarlos seguía intacto. Como en diciembre del año pasado, cuando le avisaron a última hora que tenían que hacer un pesebre para el colegio. Sergio tuvo que destejer uno de sus sombreros de paja para hacer el piso del nacimiento. Recién se fue a dormir cuando lo tuvo listo. Al día siguiente se levantó a las seis de la mañana para tomar la micro, cruzar la ciudad, y llevar a sus hijos al liceo con el pesebre en las manos.
Cuando no estaba con los mellizos, a Sergio le gustaba jugar fútbol. Aprendió de niño en el club de la Villa Cervantes en la comuna de San Joaquín, donde vivió toda su vida. A los veinte años llegó a ser parte de la primera división del barrio y se hizo conocido por su destreza para quitar el balón y sus infalibles pases de gol. Su hermano Fredy recuerda la final de un campeonato en 2002 cuando todos sus vecinos celebraron su victoria. En ese partido, un contrincante cansado de no poder quitárselo de encima, le tiró un escupo para quebrarlo. Sergio se molestó, trataron de pegarle, pero su hermano saltó de la galería para defenderlo. Aunque el club se disolvió unos años más tarde, él siguió jugando futbolito en las noches con sus amigos del barrio. Después de los partidos, el grupo iba a su casa para tomar cervezas y escuchar sus análisis sarcásticos sobre el desempeño del equipo. La única razón para interrumpir esa charla con amigos era si Josefa o Tomás lo necesitaban.