Perfiles para conocer a los que nos dejaron en la pandemia

El sillón floreado de la abuela

Ermila Jiménez no dejaba que nadie se sentara en el sillón floreado de la sala. «Es mi trono», sentenciaba luego de echar con el codo a uno de sus hijos o nietos. En los últimos años, Ermila fue perdiendo la vista y ya no podía mirar la televisión ni leer los periódicos, pero aun así todos los días se sentaba en su sillón y encendía la pantalla. Le gustaba imaginar los programas oyendo los sonidos y las voces. Recostada en el mueble, pasaba toda la mañana descansando y solo se levantaba cuando aparecía su nieto Eduardo. El pequeño de cuatro años la jalaba del brazo para bailar o se subía en sus piernas y le pedía que lo ayude a colorear. Aunque no podía ver, ella hacía todo lo que su nieto quería. Su carácter pícaro y alborotado le recordaba a uno de sus hijos que está en prisión desde hace años. «Es como si él estuviera en la casa», decía a menudo en las reuniones familiares. Al escucharla, Eduardo fruncía el ceño, confundido, y salía corriendo por la sala.

Hasta antes de perder la vista, ella iba todos los domingos a visitar a su hijo en el penal. Le llevaba comida y un poco de ropa. Se quedaba un buen rato con él, a veces en silencio, observándolo como si estudiara su rostro. Pero esta rutina cambió cuando la mirada de Ermila se comenzó a desenfocar y lo único que veía era un paisaje de sombras. Ya no podía salir sola a la calle, ni cocinar ningún plato, ni ver a su hijo cada semana. La ceguera la empujó a fundar nuevas costumbres. En los últimos meses, luego de pasar toda la mañana en el sillón floreado, se sentaba en la puerta de la casa y escuchaba la calle. Quería aprender a mirar el mundo con el oído. A veces reconocía la voz de una vecina y se quedaba hablando con ella por horas. Luego entraba y se tendía de nuevo en el sillón, como una matriarca en retirada, hasta que de pronto aparecía su nieto y la sacudía con su alegre tempestad. Revoloteaba por la sala o hacía pasitos de baile mientras ella lo aplaudía sin verlo. Cuando al fin se agotaba, el pequeño siempre la sorprendía con alguna frase: «Ya te hice divertir, Mamá Mila, ahora cómprame un helado». Y entonces Ermila se echaba a reír sobre el sillón.

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Autor: Juan Francisco Ugarte / Edición: Stefanie Pareja