Todos los días hay una noticia o anuncio oficial sobre una vacuna que promete y está a la vuelta de la esquina. Pero con menos entusiasmo y más rigor, lo primero que hay que decir es que a la fecha hay 173 "candidatas", porque ninguna ha terminado todas sus pruebas para graduarse de "vacuna" todavía. La mayoría se está desarrollando en los Estados Unidos, algunas en Europa y varias en China. Aunque todas persiguen el mismo objetivo -generar inmunidad ante la enfermedad del COVID-19- hay diferencias importantes entre ellas, empezando por el tipo de tecnología o "plataforma" que se utiliza para fabricarlas.
Entre las candidatas más avanzadas hay varias que utilizan una versión del virus inactivado. Esta metodología se ha empleado desde hace décadas y con ella se han fabricado vacunas efectivas para prevenir todo tipo de enfermedades, como la primera vacuna contra el polio. Otra opción tradicional que se ha utilizado es con versiones del virus debilitado (como la vacuna contra las paperas, sarampión y rubéola) pero esto es un poco más riesgoso, ya que en ocasiones se han revertido los efectos deseados. Sin embargo, las vacunas desarrolladas contra el Covid-19 en China de los laboratorios Sinopharm y Sinovac, han optado por esta tecnología.
La otra forma clásica de producir vacunas es utilizando un vector que lleva en su interior la proteína del virus, como si fueran “caballos de troya” que esconden al enemigo adentro. Muchas de las que están en ensayos utilizan como vector al adenovirus, que produce resfriado común entre la gente. El problema es que ya hay un número significativo de personas en el mundo que han desarrollado inmunidad a algunos de estos adenovirus, como el Ad5 -utilizado en la vacuna rusa del laboratorio Gamaleya y en la vacuna china de Cansino- y eso haría que no fuera tan efectiva.
Para evitar este problema, la vacuna de la Universidad de Oxford-Astrazeneca está utilizando no un adenovirus de humanos, sino uno que produce resfriados en chimpancés. Fue modificado genéticamente para que no cause enfermedad en las personas al inocularse, pero igual el cuerpo debe desarrollar sus defensas contra la proteína del coronavirus que el vector lleva adentro.
Hay otras plataformas más novedosas, llamadas de "última generación o sintéticas" que también se están utilizando para desarrollar vacunas contra el COVID-19. En vez de usar un vector, o el mismo virus inactivo o debilitado, se inyecta el ADN a la célula, que produce las proteínas del virus que quiere combatir, mediante un mensajero, el RNA. Las más avanzadas de todas se ahorran incluso el primer paso y van directamente al RNA, que le da instrucciones al cuerpo sobre cómo debe defenderse.
Estas vacunas tienen una ventaja sobre las otras y es que no inducen inmunidad sobre ellas mismas, pero no se han probado antes y por eso mismo hay mucha desconfianza entre sectores anti-vacunas que las presentan como instrumentos de manipulación genética. Aun así, este parece ser el futuro de las vacunas y es a lo que están apostando algunos de los laboratorios más sofisticados como Moderna y la alianza entre Pfizer-Biontech.
"La teoría es muy interesante y muy bonita, pero lo que te dice si vas por buen camino son las pruebas", dice el doctor José Esparza, virólogo venezolano y profesor de la Universidad de Maryland en Estados Unidos, y quien ha trabajado en el desarrollo de vacunas contra el VIH con la OMS y la Fundación Bill y Melinda Gates durante varias décadas.
Sin importar qué tipo de tecnología utilicen, todas deben pasar por el mismo proceso de pruebas y vale la pena recordar que el 90 por ciento fracasan porque no superan una u otra fase. Se empieza por las pruebas preclínicas en el laboratorio y con animales. Si se superan, comienzan los ensayos con humanos voluntarios, que se hacen en tres etapas: la fase I comprende una muestra pequeña, entre 15-100 personas. La fase II involucra a cientos de personas, de distintas edades, y suele durar varios meses o hasta dos años. La fase III se hace con miles de personas y también suele tardar varios años. Es en esta última fase que realmente se mide la efectividad y seguridad de una vacuna, y es la que apenas están empezando las candidatas que van más avanzadas en el proceso.
Incluso las que culminan todas las pruebas tienen limitaciones como lo recordó el doctor Jarbas Barbosa, subdirector de la Organización Panamericana de la Salud, ante tanta expectativa: “No hay vacunas 100 por ciento eficaces”. Sin embargo, no se necesita la perfección. Si se logra un 70 % ya es una gran ganancia, incluso si se consigue un mínimo de 50 % de efectividad los expertos consideran que vale la pena. En el caso del cólera, con un 40 por ciento se corta la cadena de transmisión, dice el doctor Esparza.
La eficacia es tal vez la variable más importante, pero también hay que considerar otras: si la inmunidad dura varios años o apenas algunos meses; si es necesario una única dosis o deben ser varias; si produce malestares pasajeros como náuseas o fiebre, o efectos secundarios más graves, incluido el debilitamiento del sistema inmune de la persona. Por lo general se continúan haciendo estudios de seguimiento posteriores durante varios años para ver los efectos a largo plazo.
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En un escenario ideal habría que esperar a terminar todas las pruebas antes de fabricar millones de dosis. Pero a veces la urgencia dicta lo contrario. Un ejemplo de carrera científica que antecede a esta pandemia fue lo que sucedió con el desarrollo y producción de la vacuna contra el polio, una enfermedad que era más temida por los estadounidenses que la guerra nuclear y que alcanzó casi 60.000 casos en 1952. Había varios investigadores compitiendo para desarrollar una vacuna, y el que lo hizo más rápido fue el doctor Jonas Salk. Una vez los ensayos dieron buenos resultados empezaron a producirla masivamente para salvar a miles de niños de la parálisis.
"Es lo mismo que está pasando ahora. Están empezando a producirla para tenerla lista y no perder más tiempo", dice el doctor Esparza. Pero en esa premura puede haber riesgos. En el caso de la vacuna contra el polio, las autoridades reguladoras de la época tardaron sólo dos horas y media en autorizar a varias compañías, entre ellas una que no tenía la experiencia y conocimiento suficiente, y que terminó fabricando varios lotes contaminados con virus activo. Cuando se dieron cuenta del error, ya habían inoculado a miles de niños que quedaron paralizados. Fue el desastre que sembró la desconfianza hacia las vacunas entre el público y desincentivó a las farmacéuticas a producirlas por las demandas legales millonarias que podrían enfrentar a futuro.
Aparte del riesgo para las personas, que se puede minimizar siguiendo un control estricto y riguroso en sus pruebas y en sus procesos de fabricación, hay otro que hay que calcular: el económico. ¿Cuánto va a costar una vacuna contra el COVID-19? Esa es la pregunta del millón. No se sabe. Desarrollar una vacuna puede costar entre $150 millones y miles de millones de dólares.
En la actual pandemia, se calcula que ya se han invertido más de 10 mil millones de dólares para fabricar al menos 4 mil millones de dosis. ¿De dónde salen los fondos? De las empresas privadas, de las arcas públicas, de los bancos, entidades académicas y fundaciones dedicadas al desarrollo de la ciencia y la filantropía.
Los países más ricos son los que están invirtiendo más. El gobierno de los Estados Unidos ha aprobado un presupuesto de hasta $10 mil millones de dólares para la operación “Warp Speed”, que podría ser traducida como “a toda máquina o a máxima velocidad”, para que laboratorios y empresas de su país y de otros países aliados (los chinos quedaron automáticamente excluidos) encuentren la vacuna y tratamientos lo más rápido posible.
El Reino Unido ha invertido 250 millones de libras esterlinas, la Unión Europea ha destinado distintos tipos de fondos para apoyar vacunas desarrolladas por laboratorios de sus países, y juntos han destinado 300 millones de euros sólo a esfuerzos de la alianza GAVI. Incluso países más pequeños y no tan ricos como Serbia han destinado 100.000 euros o Bangladesh 50.000 dólares. De los países latinoamericanos Brasil es el que ha destinado más fondos al desarrollo de vacunas: 100 millones de dólares. Otros como México o Perú también han destinado algunos recursos para su investigación y desarrollo, pero no superan los 20 millones de dólares.
Filántropos millonarios como Bill Gates se han metido la mano al bolsillo. En América Latina ha sido el magnate mexicano Carlos Slim, quien anunció un acuerdo a través de su fundación para financiar la producción de la vacuna de Astrazeneca-Oxford en laboratorios de México y de Argentina, en alianza con el grupo Insud, propiedad del multimillonario Hugo Sigman. Ambos han dicho que lo hacen sin ánimo de lucro, para que la vacuna tenga un precio que los gobiernos de la región puedan comprar: entre $2 y $4 dólares.
Aparte de eso, los laboratorios también han recibido sumas enormes de dinero para producir las vacunas, gracias a los acuerdos de precompra que han negociado con distintos países, especialmente los desarrollados, que ya han comprado 2 mil millones de dosis por adelantado.
Estados Unidos ha adquirido 800 millones de dosis a 6 compañías distintas. Entre ellas están Pfizer- Biontech, a quienes compraron 100 millones de dosis por 1950 millones de dólares, lo que equivale a unos $19,5 por dosis o $39 por tratamiento. También se supo que Moderna y el Instituto Nacional de Salud de EEUU, que han recibido más de 900 millones de dólares del gobierno para desarrollar su vacuna, anunció que su costo estaría alrededor de los $40 y Estados Unidos ya les compró las primeras 100 millones de dosis.
El Reino Unido también ha comprado 340 millones de dosis por adelantado de las vacunas de Pfizer-Biontech y la de Oxford-Astrazeneca. La Unión Europea y Japón también han asegurado millones de dosis para sus ciudadanos, con precompras a varias de las candidatas que están en las fases más avanzadas.
Aún con todo ese dinero invertido para producir una u otra vacuna, no es suficiente, si se tiene en cuenta que la población mundial es de más de 7000 millones de personas y que para alcanzar la inmunidad de rebaño, habría que vacunar a al menos el 60 por ciento de la población.
Es riesgoso producir tantas dosis, sin que estén completas todas las fases de investigación, pero los costos de demorar la producción también pueden ser muy altos. A la fecha el coronavirus ha dejado más de 24 millones de muertos y las pérdidas económicas mensuales, según el Fondo Monetario Internacional alcanzan los $375.000 millones. De ahí la urgencia y la importancia de que existan muchas candidatas y de que se produzcan la mayor cantidad de dosis posibles, un factor que también amplía las posibilidades de que todos los países, no solo los más ricos, puedan acceder a ellas.