Los epidemiólogos y expertos en salud pública y bioseguridad lo venían advirtiendo desde hace años. En cualquier momento aparecería un nuevo virus peligroso y era necesario que los países estuvieran preparados para enfrentar esa amenaza. Se hablaba mucho de las instituciones, la capacidad construida y cobertura de los sistemas de salud, la prevención, las respuestas y planes para atender una emergencia así. Y hasta se creó una medición especial para saber qué tan listos estaban: el Global Health Security Index. Entre 195 países evaluados en 2019, Estados Unidos ocupaba el primer lugar.
Nueve meses después de la aparición del coronavirus, todas esas proyecciones han tenido que reevaluarse por otro factor que también ha sido decisivo en la respuesta de cada país frente a la pandemia: el presidente o primer ministro, su forma de entender la política y ejercer el poder. Y dentro de esas consideraciones y características sobre cuál tipo de liderazgo ha sido menos efectivo durante la crisis resalta una palabra: populismo.
En teoría, el populismo plantea que la voluntad de la mayoría —el pueblo— está por encima de todo y en conflicto con los que no hacen parte de ella, incluido el establecimiento, sus instituciones —a menudo defectuosas— y las élites. En la práctica, los líderes populistas, de derecha y de izquierda, en países pobres y en los más ricos, han manipulado esa voluntad popular para sus propios fines políticos. Algunos son muy autoritarios, otros no lo son tanto, pero igual polarizan a la sociedad, sacuden y retan a la democracia representativa liberal y su división de poderes.
Más allá de las variaciones y matices, es un estilo de liderazgo y de ideología en ascenso alrededor del mundo. Actualmente hay, al menos, 17 populistas en el poder, según este análisis del Tony Blair Institute for Global Change. Entre ellos están Rodrigo Duterte de Filipinas, Narendra Modi de la India, Recep Tayyip Erdogán en Turquía, el ruso Vladimir Putin, el húngaro Víctor Orban, el primer ministro británico Boris Johnson y en las Américas hay de donde escoger, de sur a norte: el presidente brasileño Jair Bolsonaro, pasando por Nicolás Maduro de Venezuela, el nicaragüense Daniel Ortega, el salvadoreño Nayib Bukele, Andrés Manuel López Obrador, más conocido como AMLO en México, y el estadounidense Donald Trump.
Todos han respondido de maneras distintas ante el coronavirus, sin embargo, el manejo de la crisis de tres populistas en el hemisferio —que hoy es el epicentro de la pandemia con el 52% de las muertes— ha sido similar y nefasto: Trump, Bolsonaro y López Obrador gobiernan los países con mayor población y recursos pero no han logrado detener el contagio y hoy ostentan el récord de más muertes por COVID-19 en las Américas: Estados Unidos ya superó los 200.000 muertos, Brasil tiene más de 140.000 y México más de 73.000. (Estas son cifras oficiales pero posiblemente hay un subregistro). En otro índice, el COVID-19 Global Response Index construido por la revista Foreign Policy, que analiza el manejo de la crisis por distintos gobiernos, los tres países aparecen en rojo, es decir, entre los peores. ¿Cuáles fueron las acciones —o falta de ellas— y los discursos y actitudes de los tres presidentes que llevaron a estos países a tantas pérdidas humanas?
Minimizar o negar la gravedad de la amenaza
El presidente Jair Bolsonaro dijo desde el principio que el COVID-19 era una “gripecita”, y una “fantasía mediática”. Pidió a la gente dejar atrás el “concepto de tierra arrasada” ante el coronavirus. “El virus llegó” y “en breve pasará”, dijo en una de sus cadenas de radio y televisión, en la que también planteó de entrada la necesidad de mantener abierta y en marcha la economía en vez de tomar medidas de prevención como el distanciamiento social. El crecimiento del país era la prioridad.
Cuando aparecieron los primeros casos en los Estados Unidos, el presidente Trump dijo que todo estaba “bajo control” y que en un par de días el virus “iba a desaparecer”. También dijo que era una “farsa del Partido Demócrata”, que el COVID-19 era como cualquier gripe y que la gente joven era casi toda inmune al virus.
Pero en días pasados se reveló una entrevista privada entre el presidente y el periodista de investigación Bob Woodward, que tuvo lugar a principios de febrero, y que demuestra que el presidente le estaba diciendo una cosa al público general, minimizando el peligro y dejando de tomar las medidas necesarias, mientras en privado le decía a Woodward que el coronavirus era muy serio porque se transmite por vía aérea, que “puede ser más letal que la gripe más dura” y que los jóvenes se estaban infectando.
Una actitud similar tuvo el presidente mexicano, más conocido como AMLO, quien dijo que no era una enfermedad “terrible” o “fatal”. “Ni siquiera es equivalente a la influenza”, aseguró en un inicio. Criticó lo que consideraba la “propaganda del coronavirus” y lanzó un mensaje en Twitter en el que recomendaba leer El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, porque era un "bálsamo para serenarnos" ante lo que consideraba un alarmismo exagerado alimentado por los medios. Recomendó que la gente siguiera saliendo a comer a restaurantes y, en una de sus conferencias de prensa “mañaneras”, el 4 de marzo, desdeñó las recomendaciones sobre distanciamiento social y minimizar el contacto físico para evitar contagios: "Miren, lo del coronavirus, eso de que no se puede uno abrazar... Hay que abrazarse, no pasa nada".
Actitudes anticiencia
El estudio del Tony Blair Institute for Global Change analizó la respuesta de 17 gobiernos populistas alrededor del planeta y encontró diferencias. Mientras que algunos han tomado la evidencia y consejos de la comunidad médica de manera muy seria, otros han optado por actitudes anticiencia. Este ha sido el caso de Bolsonaro, López Obrador y Trump.
El pasado 24 de julio, AMLO expresó lo siguiente frente al uso de la mascarilla —que él mismo se ha negado a utilizar en varias ocasiones—, yendo en contra de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y toda la evidencia científica que ya existía para entonces, sobre el uso de este elemento como un factor de prevención indispensable para protegerse del virus: "No quiero entrar en polémica sobre este tema, pero si se considera que con esto se ayuda, entonces lo haría desde luego. Pero [el uso de mascarillas] no es un asunto que esté científicamente demostrado".
Bolsonaro dio positivo para el coronavirus a mediados de julio. El día que hizo el anuncio delante de los periodistas, decidió quitarse su tapabocas poniendo en riesgo la salud de los reporteros que estaban a menos de dos metros de él También aprovechó su enfermedad para promocionar la cloroquina como tratamiento, a pesar de que ya había suficiente evidencia de que el medicamento no es efectivo contra el COVID-19.
Trump también ha sido reacio a las mascarillas y ha promovido la cloroquina o hidroxicloroquina. En algún momento además habló de la necesidad de explorar tratamientos posibles con desinfectante (lo que llevó a varios estadounidenses a intoxicarse por tomar este tipo de sustancias) o de rayos UV para destruir el virus, que según él iba a desaparecer milagrosamente cuando llegara el verano, aunque también había ya suficiente evidencia de que eso no sería necesariamente así.
Arrogancia y chovinismo
Otra de las características similares entre los tres presidentes que exhiben este tipo de liderazgo es la arrogancia o, como lo llaman en inglés, el “hubris”. Ante el virus, ha aparecido en forma de declaraciones dramáticas o exageradas sobre las características personales de cada uno, de los ciudadanos de su país o de su exitoso manejo de la crisis, cuando los datos evidencian todo lo contrario.
A finales de abril, AMLO, que lidera lo que llama “La cuarta transformación” en México, dijo que su gobierno había “domado la pandemia”, pero las cifras mostraban que iba disparada y en junio anunció un plan de reapertura a pesar de que se seguían registrando picos de infección.
En repetidas ocasiones ha exaltado a su equipo de trabajo como el más idóneo y preparado: “No hay en el mundo un equipo así que esté manejando la pandemia, y gracias a ellos hemos podido enfrentar esta pandemia, no me gustan las comparaciones, siempre lo he dicho, porque no se pueden comparar las desgracias de los pueblos, pero en el concierto de las naciones afectadas por la pandemia, no hemos sido tan golpeados”. O esta otra frase: “No es para presumir pero en el peor momento se cuenta con el mejor gobierno, estamos enfrentando dos crisis al mismo tiempo: la sanitaria y la económica”.
También ha presumido de sus características personales, entre ellas su sentido de honestidad y lucha contra la corrupción que ha sido su bandera (tanto de campaña como de gobierno) como “escudo protector” que lo blinda contra el virus, así también como la oración y algunos amuletos que carga entre la billetera y que le han regalado sus seguidores: tréboles de cuatro hojas y un billete de dos dólares.
Sus declaraciones rimbombantes contrastan con la realidad. México es el peor de todos los países de la OCDE en su capacidad de hacer pruebas —0,4 por cada 100.000 habitantes. Aún así, el presidente le ha dado un continuo espaldarazo, en especial al Secretario de Salud, el doctor Hugo López-Gatell, que ha jugado un papel tan protagónico como cuestionable durante la crisis.
En Brasil, el presidente Bolsonaro, elegido en 2018 con el lema “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”, dijo una de las frases más controvertidas de cualquier mandatario desde que empezó la pandemia: “Yo soy Mesías, [es su segundo nombre] pero no hago milagros. ¿Qué quieren que haga?” Con ella evadía toda responsabilidad como mandatario.
También ha dicho que Dios es brasileño y por eso podrán superar el virus y la crisis sin problema, especialmente si las personas han hecho deporte y son fuertes como él. Por eso podía asegurar —antes de que diera positivo para el COVID-19— que podría recuperarse rápidamente. Otra de sus frases más rechinantes y cuestionables fue cuando dijo que los brasileños no se iban a contagiar porque eran capaces de bucear dentro de una alcantarilla y no les pasaba nada al salir.
Si algo caracteriza a Trump es su falta de humildad y la insistencia en que los Estados Unidos es el mejor país del mundo. La famosa consigna MAGA (“Make America great again”) de su campaña se ha mantenido también como eslogan patriotero de su gobierno. Durante la pandemia, esa clase de soberbia tanto a nivel personal como nacional, ha salido a relucir como nunca. En varias ocasiones ha dicho que él sabe de todo, incluso mucho más que los científicos y expertos. Fue famosa una entrevista que le hicieron —y objeto de todo tipo de burlas también— en la que afirmaba que había obtenido el más alto puntaje en un examen cognitivo.
En reiteradas ocasiones dijo que gracias a su gestión el coronavirus ya estaba pasando, que el número de casos estaba descendiendo, que estaban controlando la situación, y la mayor mentira de todas: “Tenemos el índice de mortalidad más bajo del mundo”, aseguró el pasado 6 de julio. Para ese momento el país ostentaba el noveno lugar en más muertes: 41.33 por cada 100.000 habitantes.
También afirmó que Estados Unidos había sufrido la menor contracción económica de todo el hemisferio (lo cual es falso), que había lanzado una respuesta espectacular, “la más grande movilización nacional desde la Segunda Guerra Mundial”, y que su sistema de pruebas era el mayor y el más avanzado de todo el planeta. En realidad, una de las mayores fallas de Estados Unidos para responder adecuadamente a la pandemia ha estado en las pruebas: defectuosas, insuficientes y lentas para entregar resultados.
Culpar a otros del problema
Un artículo de la revista Global Public Health Journal ha hablado de “populismo médico” (totalmente opuesto al estilo tecnocrático) y sus dificultades para enfrentar una crisis sanitaria. Entre las características que señala (además de dos de las anteriores mencionadas) está el ampliar las divisiones políticas o crear unas nuevas, culpando a otros como responsables del problema.
Tanto Trump como su aliado Bolsonaro le han echado la culpa de la crisis a un enemigo externo: los chinos. Trump ha hablado en reiteradas ocasiones en términos estigmatizantes de “la gripe de Wuhan” y, en días pasados, en su discurso ante la Asamblea General de la ONU, dijo que China había cerrado sus vuelos domésticos para proteger a su población, pero mantuvo abierto los internacionales para infectar al resto del mundo, con la complicidad de la OMS. Ambos presidentes le han lanzado dardos al organismo internacional, calificándola de aliada y servil a los intereses de Beijing, pero solo el gobierno estadounidense finalmente anunció que se retiraba a mediados de junio.
Además de señalar a los chinos, Trump también decidió utilizar a otro de sus chivos expiatorios internacionales de siempre: México y todo lo que viene por la frontera sur. Pero el paso de un país a otro se había cerrado por una decisión conjunta entre ambos gobiernos desde mediados de marzo, y todos los informes indican que los cruces irregulares han disminuido considerablemente. La mayoría de los casos autorizados para cruzar son, de hecho, de ciudadanos estadounidenses.
Ante las críticas de Trump contra México, AMLO dijo que eran solo declaraciones de campaña y que siempre respetaría las opiniones de su aliado, el presidente Trump. Su pelea ha sido sobre todo interna, contra los periodistas, a quienes ha criticado de “distorsionar, cuestionar y criticar al gobierno” en alianza con la oposición y los conservadores. “Los conservadores me echarían la culpa también del coronavirus”, dijo el 2 de abril. Definió la coyuntura como “temporada de zopilotes” y también pronunció una de sus frases más controversiales de toda la pandemia, ampliamente comentada en las redes sociales como una muestra más de su ambición política y falta de empatía: “Vamos a salir fortalecidos, o sea, que nos vino esto como anillo al dedo para afianzar el propósito de la transformación de México”.
Pulsos de poder internos
Los tres mandatarios han tenido diferencias con autoridades locales. Son países federales y ha habido tensión por las decisiones autónomas que gobernadores de distintos estados han adoptado en contravía de sus declaraciones y resoluciones.
A mediados de abril, Trump instó a la gente a protestar en contra de los gobernadores demócratas de diferentes estados que habían impuesto medidas estrictas de distanciamiento social y cuarentenas en sus estados, y que se oponían a una reapertura del país como la quería el presidente. Desde su cuenta de Twitter, el mandatario incendió los ánimos con órdenes en mayúsculas: “¡Liberen a Michigan!, ¡Liberen Minnesota!” También tuvo varios encontrones con el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, que debió enfrentar el colapso del sistema de salud y funerario en la ciudad por la cantidad de casos.
El mismo tipo de enfrentamiento ha tenido Bolsonaro, especialmente en lugares como Sao Paulo, en donde el gobernador João Doria le dijo a la gente: “No sigan las recomendaciones del presidente” y el de Río de Janeiro ordenó a las personas a permanecer en casa y sugirió que a Bolsonaro lo podrían juzgar en un futuro en la Corte Penal Internacional de La Haya. Estos mandatarios locales también decidieron cerrar escuelas, restaurantes y otros negocios no esenciales, en contravía del presidente.
En México sucedió una rebelión de siete gobernadores que se negaron a implementar las recomendaciones de la Secretaría de Salud, por considerar que no se correspondían con la realidad de la pandemia. Varios gobernadores también pidieron revisar las reglas del Pacto Federal mexicano, que estipula que todos los impuestos federales van a un fondo común y luego se reparte de acuerdo con las necesidades de cada uno. Desde marzo venían pidiéndole una reunión al presidente para que escuchara las dificultades que cada estado presentaba ante la pandemia, pero esta reunión solo sucedió hasta mediados de agosto.
Las diferencias con las cifras y las instituciones
El enfrentamiento entre Bolsonaro y el Ministerio de Salud de su país terminó con el despido del ministro Luiz Henrique Mandetta y con la renuncia de quien lo reemplazó, Nelson Teich, un mes después, porque se oponía al uso de la cloroquina como tratamiento. Junto a ellos también han salido por renuncia al menos 15 expertos y epidemiólogos.
Por designación del presidente, el vacío lo llenaron los militares. El general Bragga Netto —jefe de Casa Civil de la presidencia— es quien está al mando pero no cuenta con el conocimiento necesario para responder a una pandemia de este estilo, ni la experiencia que había adquirido el personal de esta institución que ha liderado respuestas coordinadas y exitosas ante otras epidemias como el Zika o el H1N1. Tras la salida de los tecnócratas y ministros, Bolsonaro también ordenó el 6 de julio que dejaran de reportar las cifras consolidadas públicamente.
En Estados Unidos ha sido notoria la presión de Trump a las entidades regulatorias de salud: el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas en cabeza del doctor Anthony Fauci, (NIAID), la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA) y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Estas instituciones que anteriormente se caracterizaron por su independencia han terminado adoptando decisiones criticadas y cuestionadas por expertos y médicos, como la aprobación de tratamientos con hidroxicloroquina o plasma, aunque no había evidencias de que fueran realmente efectivos. Hace unas semanas Trump también dijo vía su cuenta de Twitter que la burocracia en este tipo de entidades estaba dilatando los ensayos de las vacunas para después de su reelección en noviembre, alimentando una teoría conspirativa de supuesto sabotaje interno a su gobierno.
Frente a los datos oficiales en su país, el propio presidente Trump dijo en algún momento que no creía que las cifras estatales y la compilación que hace el CDC a nivel nacional fueran tan altas. Dentro de la Casa Blanca se consideró crear una auditoría para ver cómo estaban contando los casos y las muertes en los hospitales porque no necesariamente confían en los reportes. Al contrario, el doctor Fauci y varios especialistas en estadística y epidemiología han hablado que las cifras podrían ser incluso superiores, y que en vez de estar inflándolas podría haber un subregistro.
El gobierno mexicano y las autoridades de salud tampoco se han salvado de la controversia por las cifras y el subregistro. Han existido diferencias de datos reportados por funcionarios de la Ciudad de México, cuya titular Claudia Sheinbaum ha actuado con más cuidado y cautela por estimaciones distintas a las del gobierno federal. Adicionalmente, el Wall Street Journal, el New York Times y El País pusieron la lupa sobre los números reportados por la Secretaría de Salud y señalaron un gran subregistro. El secretario de salud López-Gatell —a quien también le ha faltado humildad y autocrítica— respondió con un video pero no desmintió el trabajo de los periodistas, mientras que la respuesta de AMLO ante los cuestionamientos fue la siguiente: “Es muy buena la estrategia. Sí fue notorio que el fin de semana nuestros adversarios, los medios conservadores se dedicaron a esas dos cosas: “escenario catastrófico”, cosa muy fuerte, muy dolorosa, parecía coro; la otra cosa que repetían eran las pruebas, pero se aclaró.”
Narrativas manipuladoras para mantener su popularidad
La popularidad de Trump, Bolsonaro y AMLO podría venirse abajo por su mal manejo de la pandemia, pero como bien lo explica en este artículo Cas Mudde, profesor de la escuela de asuntos públicos e internacionales de la Universidad de Georgia, la crisis mundial por el COVID-19 no va a acabar con el populismo.
“Los populistas lo han hecho mal, pero más allá de los hechos, lo importante es la narrativa que va a surgir de esta pandemia”, recordaba Andrés Velasco, el decano de la escuela de Políticas Públicas del London School of Economics en este seminario virtual sobre los escenarios políticos futuros. Y es que otro de los elementos que hay que analizar en política, pero especialmente entre los populistas, es su capacidad para construir una narrativa y controlar la agenda informativa.
Para ello han sido muy útiles estrategias como las conferencias de prensa diarias de AMLO, pero sobre todo las redes sociales. Tanto en campaña como en gobierno, los populistas las han aprovechado para construir esa relación directa con las masas, aumentando la polarización y división con mensajes que alimentan el miedo y el odio, dos emociones que movilizan a la gente y en torno a sus figuras.
En este escenario, los periodistas y los medios tradicionales de comunicación que antes servían como intermediarios, curadores y filtros —y son cruciales para la imagen que la opinión pública se forme de sus líderes— son cada vez más prescindibles. No es una coincidencia que Trump, Bolsonaro y AMLO tengan una actitud abiertamente hostil contra los más críticos a sus gestiones y narrativas, y así ha sucedido en los tres países durante la pandemia. ¿Qué tanto ha afectado su popularidad?
En Brasil hay al menos 40 peticiones ante el Congreso para revocarle el mandato a Bolsonaro por su mal manejo de la pandemia y su interferencia con investigaciones judiciales. Durante algunas de sus cadenas presidenciales, la gente caceroleaba en protesta desde las principales ciudades brasileñas. En medio de toda la tragedia causada por el virus, también trascendió que Bolsonaro quería profundizar su pelea contra los otros poderes y quiso enviar a los militares a tomarse la Corte Suprema.
A pesar de todo esto, su base de apoyo parece inamovible y el mandatario mantiene una popularidad de cerca del 40 por ciento. En gran medida ha sido porque empezó a repartir subsidios de emergencia ante la crisis por un monto de aproximadamente $125 dólares mensuales. La idea no era de él pero la ha sabido capitalizar. “Él ha ganado la narrativa,” según el análisis de la economista brasileña Monica de Bolle. Logró vender la idea de que era importante no cerrar para salvar la economía, porque en todos los demás países igual ha habido un gran número de muertos con cuarentenas muy estrictas que solo empobrecieron a los que ya eran muy pobres.
Con su estilo errático e impredecible, Bolsonaro ha logrado despistar y confundir a cualquiera que se atreva a vaticinar lo que viene, y esto afecta también a la oposición que anda cada uno por su lado y sin capacidad de tener una respuesta alternativa muy convincente. También ayuda a que no haya asociación directa entre las malas medidas del presidente y el desastre de la pandemia.
En México ha habido protestas en varios estados del país contra la gestión de AMLO frente al virus. En un inicio lo hacían desde los carros y con claxon, por lo que el presidente las desestimó como “puro ruido”, pero luego han habido marchas de personas que intentaron llegar hasta el Zócalo de Ciudad de México y se han instalado también con carpas en el centro de la capital. Además de las manifestaciones de rechazo, motivadas por lo que se denomina como el Frente Nacional Anti AMLO (Frenaa), el partido opositor PAN interpuso una denuncia contra el gobierno por la manera como ha enfrentado la actual crisis sanitaria. La respuesta del presidente: “El tribunal que nos juzga es nuestra consciencia”.
Su popularidad ha bajado a 47%, pero no es una cifra despreciable y demuestra que millones de mexicanos siguen aprobando su liderazgo, montado sobre una narrativa muy bien articulada en torno a la lucha contra la corrupción. Además, como lo recordó en días pasados el escritor y analista político mexicano Jorge Castañeda, a pesar de todo el desastre de la pandemia, AMLO, que sabe leer muy bien las encuestas, tiene el mismo nivel de aceptación de anteriores presidentes como Vicente Fox o Felipe Calderon cuando empezaban sus mandatos. Su carisma y esa sensación de cercanía que genera entre la gente (lo llaman Andrés Manuel, sin el apellido) no se van a erosionar tan rápido. Es muy posible que otros funcionarios como el Secretario de Salud López-Gatell terminen recibiendo todo el bulto de políticas fracasadas, pero no el presidente.
Quizás donde hay la mayor expectativa por el pase de factura que la pandemia puede darle a un presidente es en los Estados Unidos, ante las próximas elecciones presidenciales el 3 de noviembre. Ha sido tan malo su manejo de la crisis que varios de los republicanos que lo respaldaban se han distanciado de él. Y aunque en las encuestas Trump aparece por debajo del candidato demócrata Joe Biden, no hay nada asegurado.
La narrativa que Trump está utilizando y es muy preocupante es que la única forma como Biden puede ganarle la elección es haciendo trampa. Ha emprendido un ataque brutal contra el sistema de voto por correo postal —un mecanismo fundamental en plena pandemia que millones de personas han decidido adoptar para no tener que ir a hacer filas en escuelas congestionadas— argumentando que a través de él se está preparando un mega fraude. Aún si los demócratas ganan y las instituciones y procesos de observación electoral garantizan que ha sido una elección limpia, no es seguro que Trump acepte dejar la Casa Blanca. “¿Podría comprometerse a una transferencia de poderes pacífica después de las elecciones?", le preguntó un periodista en una rueda de prensa celebrada hace unos días. Trump le respondió: “Vamos a ver qué pasa”.